15 febrero, 2015

Misterio en San Cristóbal :: Clarice Lispector / Perfumes de carnaval

"Misterio en San Cristóbal" es un misterio para mí; fui escribiéndolo tranquilamente, como quien desenrolla un ovillo de hilo. No encontré la menor dificultad. Creo que la ausencia de dificultad vino de la propia concepción del cuento: su atmósfera tal vez necesitara de esa actitud mía de apartamiento, de cierta no-participación. La falta de dificultad capaz de haber sido técnica interna, manera de abordar, delicadeza, distracción fingida”. #ClariceLispector



MISTERIO EN SAN CRISTÓBAL [PARTE I]

En una noche de mayo –los jacintos rígidos cerca de la ventana– el comedor de una casa estaba iluminado y tranquilo.
          Alrededor de la mesa, por un instante inmovilizados, se encontraban el padre, la madre, la abuela, tres niños y una jovencita de diecinueve años. El rocío perfumado de San Caristóbal no era peligroso, pero el modo en que las personas se agrupaban en el interior de la casa tornaba arriesgado lo que no fuese el seno de una familia en una noche fresca de mayo. No había nada especial en la reunión: acababan de cenar y conversaban a alrededor de la mesa, los mosquitos en torno a la luz. Lo que volvía particularmente opulenta la cena, y tan despreocupado el rostro de cada persona, era que después de muchos años finalmente casi se palpaba el progreso de la familia: ya que en una noche de mayo, después de la cena, he aquí que los niños han ido cada día a la escuela, el padre conserva los negocios, la madre ha trabajado durante años en los partos y en la casa, la jovencita está equilibrándose en la delicadeza de su edad, y la abuela encontró su manera de ser. Sin darse cuenta, la familia miraba feliz el comedor, atentos al raro momento de mayo y su abundancia.
          Después cada uno se fue a su cuarto. La vieja se tendió gimiendo con benevolencia. El padre y la madre, cerradas todas las puertas, se acostaron pensativos y se adormecieron. Los tres niños, eligiendo las posiciones más difíciles, se quedaron dormidos en tres camas como en tres trapecios. La jovencita, en su camisón de algodón, abrió la ventana del cuarto y aspiró todo el jardín con insatisfacción y felicidad. Perturbada por la armónica humedad, se acostó prometiéndose para el día siguiente una actitud enteramente nueva que estremeciera los jacintos e hiciera que las frutas se conmovieran en las ramas –y en medio de su meditación se adormeció.
          Pasaron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas –los niños suspendidos en el sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres cansados, la jovencita adormecida en medio de su meditación– se abrió la casa de una de las esquinas y de ella salieron tres enmascarados.
          Uno era alto y tenía una cabeza de gallo. El otro era gordo y se había vestido de toro. Y el tercero, más joven, a falta de ideas se había disfrazado de caballero antiguo y se había puesto una máscara de demonio, detrás de la cual surgían sus ojos cándidos. Los tres enmascarados cruzaron en silencio la calle.
          Cuando pasaron por la casa oscura de la familia, el que era un gallo y tenía casi todas las ideas del grupo, se detuvo y dijo:
―Miren.
          Los compañeros, que se habían vuelto pacientes por la tortura de la máscara, miraron y vieron una casa y un jardín. Sintiéndose elegantes y miserables, esperaron resignados que el otro completara el pensamiento. Finalmente el gallo agregó:
          ―Podemos cortar jacintos.
Aprovecharon la parada para examinarse, desolados, y buscar un modo de respirar mejor dentro de las máscaras:
          ―Un jacinto para que cada uno lo prenda a su disfraz ―concluyó el gallo.
          El toro se agitó inquieto ante la idea de tener que cuidar de un adorno más durante la fiesta. Pero, luego de un instante en que los tres parecían meditar profundamente para resolver la situación, sin que en verdad pensaran en cosa alguna, el gallo se adelantó, subió ágil por la reja y pisó la tierra prohibida del jardín. El toro lo siguió con dificultad. El tercero, pese a que dudaba, de un solo salto se encontró en el centro mismo de los jacintos, con un ruido sordo que hizo que los tres esperasen asustados: sin respirar, el gallo, el toro y el caballero del diablo escrutaron lo oscuro. Pero la casa continuabas entre penumbras y sapos. Y, en el jardín sofocado de perfume, los jacintos se estremecían inmunes.
          Entonces el gallo avanzó, podía cortar el jacinto que estaba al alcance de su mano. Los mayores, sin embargo, que se erguían cerca de la ventana –altos, rígidos, frágiles– cintilaban llamándolo. Hacia allí se dirigía el gallo, en puntas de pie, y el toro y el caballero lo acompañaron. El silencio los vigilaba.
Apenas había quebrado el tallo del jacinto más grande, el gallo se interrumpió helado. Los otros dos se detuvieron con un suspiro que los sumergió en ensoñación.


Cuento extraído de: Lazos de familia [1972] / Clarice Lispector, Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010.



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