14 agosto, 2013

Inés Fernandez Moreno (Argentina,1947) su nueva novela EL CIELO NO EXISTE




Marioneta(frag.)
Tiene fresco en los sentidos el restallido de un látigo, el polvo que levanta del suelo. Gira bruscamente en la cama y se desprende del sueño. Otro restallido:
es una ventana que golpea contra su marco en una mañana ventosa. Pero había otras imágenes, ¿enanos? La atmósfera de un circo, en todo caso, la estela sórdida
que dejan con su mezcla de monstruosidad y destreza.
Cala se ilumina de golpe, es la marioneta lo que la ha llevado a construir esas escenas dislocadas de trapecistas, enanos y domadores.
“Estos surcos que van de las comisuras de la boca hasta la barbilla”, dijo la doctora Spiller, “son los que le dan al rostro su expresión de amargura. Nosotros los
llamamos marioneta”. La palabra se hundió en su cerebro y se quedó perturbando el fondo pantanoso de sus obsesiones. “La barbilla se recorta sobre el maxilar”,
había abundado Spiller con sangre fría, “parece que se desprende del resto de la cara, como sucede con los muñecos de los ventrílocuos”.
Había llegado hasta aquella médica —especialista en tratamientos estéticos y dermocirugía— arrastrada por su amiga Gloria. Ya que estaba rodeada de los problemas de la vejez, decía, ella estaba obligada a mantenerse joven, e insistía con regalarle una parte del tratamiento.
“El ácido hialurónico inyectado tejido. Los surcos se atenúan notablemente, se suaviza
el gesto”. La operación no sólo sería física. También moral: la obligaría a hacer un acto contrario al ahorro, al miserable sentido común del que Cala está presa en
los últimos años. Un puro gesto de vanidad: porque era posible, sin cirugía, domesticar, o al menos planchar la amargura por dos mil quinientos pesos argentinos.
Cala salta de la cama. Se ducha y se viste. Se pone una capa de maquillaje claro sobre los surcos amargos y bajo las ojeras. Es tarde y Martín la está esperando.
Camina apurada hacia la parada de Triunvirato y, antes de llegar, ve pasar con feroz indiferencia un 108 y un 176. Se perdió por segundos dos colectivos: ha caído en el agujero negro, un fenómeno curioso donde el tiempo de pronto parece quedar abolido y provoca una ruptura en el ritmo urbano. (“Es una zona ciega”, le había explicado Leo.) Todo movimiento de transporte se detiene. Pueden pasar entre veinte minutos a media hora y Pampa —remota a estas alturas del cinco mil y pico— olvida sus pretensiones de calle elegante y se transforma nuevamente en callecita de tierra, en mero pedazo de pampa, llanura pelada, donde sólo puede percibirse algún cartonero a lo lejos, la pick-up que pregona compra y venta de muebles viejos, algún vecino jubilado con su changuito, una paloma paseándose por el pavimento, un perro perdido o resignado: la ciudad se desdibuja y vuelve a su desolación primera. Entra jadeando a la estación Los Incas. Sufre la decepción de dos escaleras mecánicas que no funcionan, pero alcanza a subir a un tren cuando las puertas se están cerrando. Se acomoda entre la gente y consigue apoderarse de una manija justo cuando hace su entrada al vagón uno de los miserables más conspicuos del subte: la “cabeza”. Mira rápido hacia otro lado pero no puede evitar la visión de aquel trozo de ser que un hombre lleva en una silla de ruedas oxidada y que ofrece su mensaje desde el fondo abismal del asiento, sacando un bracito de talidomida que remata en una mano minúscula pero perfecta, en uno de cuyos dedos se ve relumbrar un anillo enorme de oro. Cala se concentra en el mapa del recorrido de la línea B que figura sobre una de las puertas. Sigue vigilante el progreso de las estaciones y el curioso contrapunto con el indicador electrónico que marcha en sentido inverso, como si avanzaran desde Alem hacia Los Incas y no de Los Incas hacia Alem. Supone, Cala, que en algún momento las dos trayectorias, la real y la ficticia, podrían cruzarse y hasta coincidir. Pero cuando se baja en Pueyrredón, según el indicador lo hace en Medrano.

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