09 mayo, 2013

Carla Pravisani (Argentina / Costa Rica, 1976)


El colmillo del venado muerto
El licenciado García hojea desinteresado el periódico cuando se encuentra la esquela mortuoria de Mario Kleimberg. Lo primero que le sobreviene no es la conciencia de que Kleimberg esté muerto —poco le importa eso, a decir verdad—, sino la extrañeza de que alguien haya pagado la nota fúnebre. ¿Acaso merece ese salvaje algún recuerdo?
Puede ser. García ya no se atreve a asegurar ni refutar nada. Después del infarto que le trepó al pecho, dos cosas han cambiado en su vida: su alimentación y su entusiasmo. Ahora lee los obituarios. Saltar momentáneamente la cerca de los vivos, hizo que comenzara a pensar en los muertos. Por eso intenta recordar a Mario Kleimberg, pero termina recordándose a sí mismo: el abogado ambicioso y flamante que, desde aquel bufete recién alquilado, veía pasar la tarde y los pasajeros pobres que salían de la terminal.
*
Poco y nada caía en sus manos. Litigios laborales, empleados despedidos que venían a enterarse de sus derechos. Y, aunque se sentía feliz de estar del lado correcto —el proletariado, la lucha por la justicia social—, aquellos juicios se estiraban meses en conciliaciones imposibles con un patrón escurridizo y avaro; y lo que le quedaba a fin de cuentas eran migajas y las quejas de Marilis por tener que recurrir nuevamente a la solidaridad del padre ferretero.
García dudaba de la ventaja de haber regresado al pueblo. Un lugar sin proyección, con  gente tan limitada y conformista. Por eso la mañana en que aquel muchacho se apareció en la puerta de la oficina, él rellenaba aburrido un crucigrama y pensaba seriamente en que se estaba desaprovechando. El joven se le sentó enfrente.
—Klaus Kleimberg —dijo, y lo miró con aquellos ojos celestes tan abiertos como los de un zombi, mientras le tendía la mano blanca y fría.
El apellido Kleimberg era un carretillo cargado de oro. No hacía falta decir nada más para saber que ese joven —y probablemente toda su descendencia— tendrían el futuro asegurado. En Puerto Dorado los ricos eran pocos, y todo el mundo hablaba de ellos.
—¿En qué te puedo ayudar? —García se puso los lentes de leer, aunque no los necesitara: había aprendido algunos trucos para reflejar seguridad. Ahora sí, tapó con los codos el crucigrama.
Klaus Kleimberg bajó la vista y se quedó mirando al suelo, en silencio. Barría con el pie su propia huella y se movía en la silla como si estuviera empollando un huevo. El miedo que humeaba envalentonó a Rodrigo García, quien por primera vez se sintió confiado de llamarse a sí mismo “licenciado García”.
—Mi tarjetita por cualquier cosa—agregó el abogado y señaló el nombre impreso en plata. Era de las pocas veces que abría el atrancado cajón. Las cuidaba con recelo. A los peones ni les daba: de todas formas, volverían.
—Gracias —susurró Klaus, y se la guardó en el bolsillo del overol.
A simple vista pocos pensarían que aquel flaco seriamente atacado por el acné era hijo de Kleimberg. Llevaba el pelo lacio y rubio hasta los hombros, y había crecido levemente inclinado como una espiga. De espaldas, cualquiera lo habría confundido con una mujer, pero de frente sus facciones lucían, sin lugar a dudas, masculinas. Aquella mandíbula como una caja de triturar la había heredado del padre, al igual que aquellas orejas de chimpancé salidas hacia afuera. Y los pelos del pecho asomando por la camisa a cuadros daban el indicio prometedor de que allí mismo, algún día, habría un hombre. Sin embargo, faltaba mucho para eso.
Klaus lo miró.
—Mi viejo es un hijo de puta.
Contó que una tarde su padre no apareció más. La familia temía que estuviera muerto. Lo buscó Gendarmería durante semanas. Se pensaba en un secuestro, o en que alguien lo hubiera matado por venganza —al viejo le sobraban enemigos—. Finalmente Miguel, el peón de Kleimberg, confesó que el patrón se había ido a vivir al monte con una india.
De rebote, a Klaus le tocó asumir el manejo del aserradero, pero él no sabía nada de tales asuntos. Encima su madre quería que él presionara al padre para firmar el divorcio y hacer la repartición de los bienes.
—Yo quiero que mi papá se deje el aserradero —confesó—. Es lo único que quiero.
García, más seguro de la cuenta, acercó una hoja y un lapicero.
—Dame la dirección dónde puedo localizarlo….
El muchacho dibujó un mapa y le explicó en detalle la mejor forma de atravesar el monte virgen. Ya empezaba a atardecer, y el sol caía directo sobre la mesa. García bajó levemente las persianas.
—Lo vamos a resolver —dijo.
El muchacho sonrió. Y él aprovechó para fijar sus honorarios.
Apenas Klaus Kleimberg salió de la oficina, García atravesó las lajas calientes y tocó el timbre con forma de pezón. Por fuera, la casa de ladrillo tenía dos accesos con destinos diferentes. Una desembocaba en su bufete, y la otra en el de Rottermayer. Hans Rottermayer era un abogado borrachín amigo de su suegro. Este le pagaba un modesto alquiler en aquella oficina mal ubicada con tal de que le enseñara a García algunas mañas del oficio.
Una luz polvorienta iluminaba el estudio. En la esquina, una chimenea de ladrillo con leños falsos simulaba un sitio acogedor; sin embargo, triunfaba la mentira escenográfica. Generalmente, Rottermayer se dedicaba a poner su firma —bastante valiosa para lo que hacía— y a gastar la tarde en certificados de rutina.
El viejo, frente a la computadora, controlaba unas tablas. A sus espaldas, una enciclopedia completa se ordenaba por tamaño. Pero cualquiera que conociera a Hans sabía que el viejo nunca abría aquellos libros comprados al por mayor. Cuando García entró, lo miró de medio lado, como si no se decidiera a darse vuelta del todo. García se desplomó en la silla y se limpió el sudor de la frente.
—Le venía a avisar que me mudo.
Ahora sí, Rottermayer giró sobre la silla.
—¿Para adónde?
—Voy a buscar en el centro —dijo García, orgulloso. Era lo que estaba esperando por meses: irse de ese hueco—. Me acaba de salir un caso grande: tengo de cliente al hijo de Kleimberg.
El viejo lo miró con aquellos párpados caídos que daban sueño, ésos de perros perezosos con el sobrepeso acumulado en pliegues.
—No te hagas ilusiones —le advirtió—. A ese polaco no le vas a poder sacar ni un cinco.
García entrecerró los ojos indignado. Comenzaba a sentir genuino odio por aquella relación: Rottermayer era una sombra que siempre presagiaba lluvia.
—¿Por qué?
—Ese tipo está loco.
García se paró y lo apuntó con el dedo.
—Mario Kleimberg no me conoce —dijo enfático, como si estuviera sobre un escenario actuando a sala llena—. ¡Si él está loco… yo estoy más loco!
El viejo se calzó unas pantuflas viejas, se levantó de la silla y, caminó hasta la biblioteca,  corrió unos libros y sacó una botella de Johnny Walker.
—La escondo porque si no me la llenan de agua —dijo—. ¡Como si uno fuera idiota!
Abrió un cajón, y sacó unos vasos.
—El hielo te lo debo —dijo, y  se tragó el whisky de una sentada—. ¡Salud! ¡Por tu cliente!
García se adentró en el montazal. Afuera la humedad del paisaje le embarraba el parabrisas. Las ruedas se hundían en el lodo. La lluvia de tres días había convertido el camino en una rampa mortal. La camioneta serpenteaba a punto de vuelco y las escobillas no lograban despejar el agua.
No le preocupaba el clima sino el encuentro con el viejo. Su suegro también le había advertido que el millonario no era de fiar. A lo lejos divisó el triángulo de paja y el humo. El rancho de Mario Kleimberg.
Frenó. Mejor esperarse a que amainara la lluvia. Veía los provisorios troncos del rancho, la ropa trenzada en una cuerdita que unía la casa a un pino escuálido. ¡Era inexplicable que Kleimberg —el dueño de la más grande forestadora de Puerto Dorado—, hubiera elegido semejante vida miserable!
Apenas despejó un poco, el abogado se lanzó con su viejo maletín de cuero y su saco heredado.
El rancho carecía de puerta. Batió palmas. Una india abrió la tela empapada. A su lado, un niño moquiento y desnudo lo miró fijamente. Probablemente un hermanito indio de Klaus.
—Busco a Mario Kleimberg
La india lo dejó pasar.
Mario Kleimberg dormía en calzoncillos sobre el camastro. Sus gárgaras de aire terminaban en un ronquido burbujeante.
—Buenas… —saludó García—. ¡Buenas!
Mario Kleimberg se despertó aturdido, se paró de un brinco y le interpuso aquel cuerpo musculoso de dios griego semidesnudo.
—¿Qué quiere? —le dijo con una boca ya sin dientes.
García no percibió el arma hasta que tuvo el caño empujándole el pecho.
—Licenciado García… —dijo y extendió los dedos flojos.
El viejo volvió a sentarse en el camastro. Él, apresurado, hurgó en su maletín y alargó el papel de la citación. Mario Kleimberg lo destrozó y lo arrojó calmo al piso de tierra.
—¡Por qué no pueden dejarme en paz! —dijo y se recostó de nuevo. Luego disparó al techo. La paja cayó sobre él como un nido destruido frente a un piedrazo. Después le apuntó a García y le disparó a los talones. Él apenas logró reaccionar, y casi se cae de bruces… si no fuera por los reflejos de sus propias manos, que lo ayudaron a salir en cuatro. Contra sus propios planes, escapó de allí como un cobarde y retomó llorando de rabia aquel camino interminable.
Esa noche se juró que no se dejaría amedrentar por aquel viejo infame. Aquello lo había tomado por sorpresa. ¿Quién no se asustaba frente a la muerte?
*
Lo rodea el silencio de la casa solitaria. Marilis anda de compras en la frontera con una amiga. Volverá tarde. Seguro cargada de nuevos trastos para acomodar en ese recinto coleccionador de objetos inútiles. El living se asemeja a una feria de artesanías. Por todos lados cuelgan platos, muñecas, figuras de cerámica de los lugares del mundo que fueron visitando a lo largo de los años.
Él debería haberse ido a revisar unos contratos, pero llamó para indicar que trabajará desde la casa. En realidad, no tiene ganas de trabajar desde la casa ni desde ninguna otra parte. En la mañana no halla fuerzas para levantarse de la cama. La pasión profesional se le fue evaporando.
Un rayo perpendicular ilumina la mesa y cruza su mano. García se ve los dedos gordos y los mueve lentamente, piensa en las  veces que las mentiras se inician como pelusas, inofensivas partículas que flotan en el aire. Luego agarra una naranja de la frutera y comienza a apretarla para hacerla estallar, pero finalmente se arrepiente y la coloca de nuevo en su sitio.
Mi eterno problema —piensa enojado consigo mismo—: la prudencia.
*
Sentado en su oficina, con las piernas cruzadas y el respaldo hacia atrás, García mintió: le dijo a Klaus que su padre se presentaría a firmar el divorcio y se quedaría con el aserradero.
Klaus, de un salto, se levantó de la silla.
—¡Bien! —dijo, y golpeó la pared con el puño—. ¿Cuándo viene?
—En tres meses.
Durante ese tiempo, García se transformó más que en un abogado, en el consejero escolar de aquel adolescente que llegaba en las tardes a la oficina a desahogarse, a contarle sus problemas con el aserradero, con la madre que llevaba meses llorando aquella infidelidad inexplicable, y con la hermana que había subido como ocho kilos. El joven se sentía solo y desesperado.
Una tarde, después de tomarse juntos un par de cervezas,  Klaus sacó de su bolsillo un estuche de franela y dejó caer el contenido sobre la mesa. Era un diente. García lo agarró y lo miró a contraluz entrecerrando el ojo, como si se tratara de un diamante.
—Es el colmillo de un venado…—explicó Klaus.
—No sabía que tenían colmillos…
—No sirven para nada, no son carnívoros… —explicó Klaus y contó el día que fue de cacería al monte. Su padre pegó a un venado que cayó a los cien metros y le dio a él el arma para que lo terminara de rematar, pero Klaus no pudo, la mirada agonizante del animal lo acobardó. Entonces su padre lo apartó de un empujón y le disparó al venado en el centro de los ojos. Luego le abrió la boca y le arrancó el colmillo: “Tomá, le dijo, sos tan inútil como este colmillo”.
García le agarró el hombro.
—¡Tu viejo las va a pagar! —afirmó paternal.
La lluvia tomó a García por sorpresa. En minutos la calle se trasformó en un riachuelo sucio. Al entrar al juzgado, vio a Klaus de espaldas,  y a su lado una mujer y una joven — supuso que la madre y la hermana— esperando como si aquello fuera la banca de una iglesia. Klaus se había puesto un traje entero y se ató el pelo en una cola. García le tocó el hombro.
—¿Ya llamaron?
Klaus negó con la cabeza y presentó a su madre y a su hermana. Era la primera vez que veía a aquella señora. Se la había imaginado más vieja. Quizá por la despiadada descripción que siempre le hacía Klaus. Pero todo en ella parecía frágil y delicado. Desprendía un olor de campo, un aroma fresco y silvestre, no como aquella india sucia.
—Heidi, mucho gusto —dijo la señora Kleimberg, y le extendió la mano de uñas cortas y pintadas con esmalte transparente—. Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros.
Miriam tenía una cara regordeta y pecosa, y el pelo rubio atado en un rodete. Parecía la modelo de una lata de galletas danesas.
—Hola —susurró, y volvió la vista al piso.
Esperaron en silencio. Los rodeaba el polvo, las filas, el mal humor y la pintura de las columnas que se había ido descascarando por las estrías de humedad. Por fin les tocó el turno. Él le entregó los documentos a una secretaria que los revisó meticulosamente. En algo Rottermayer tenía razón: a los tribunales era mejor entrar de rodillas. Los empleados habían perdido la noción de que se les pagaba por brindar un servicio y no por hacer favores. Por eso siempre aconsejaba  meterse en la bolsa a “las culogordas llevapapeles”: mujeres que tenían ahí más años que los ficheros y que, como las piedras de un río, eran las que daban fluidez a los trámites.
La burócrata se puso de pie con dificultad y los guió hasta un tribunal que consistía en un pequeño estrado.
García iba detrás de la señora Kleimberg viéndole los tobillos gordos y los tacos, que repiqueteaban como gotas sobre el mosaico. Durante el trayecto, la mujer apoyó la cabeza sobre el hombro de su hijo.
Al fondo, el juez se enjuagaba los ojos y se ponía los lentes de contacto. Finalmente les hizo señas de que ingresaran. Era un hombre gordo, un gladiador romano.
—Pónganse cómodos —les ofreció con voz profunda.
Él le entregó el expediente, y los cuatro se sentaron. La señora Kleimberg colocó las manos sobre el bolso como si estuviera a punto de orar. Klaus empezó a bambolear el brazo y a entrechocar las rodillas. La chica, en cambio, se distraía viendo la lluvia resbalar sobre el vidrio.
—¿A qué hora citó usted a mi papá? —preguntó Klaus.
—A la una —contestó García.
El juez señaló el reloj del fondo.
—Sólo les puedo conceder quince minutos de espera.
La señora Kleimberg miró a su hijo con desesperación. El muchacho se puso pálido.
—Va a venir, mamá, tranquila —le dijo, y la tomó de la mano.
García sentía el tiempo como una digestión interminable.
A los pocos días, Klaus apareció en la oficina completamente rapado.
—Le vengo a cancelar sus honorarios—dijo.
García le ofreció asiento, pero el muchacho se mantuvo de pie, nervioso, mirando a los costados. Apoyó la gastada mochila sobre el escritorio, abrió el bolsillo y le entregó un sobre.
—Ahí está todo, cuéntelo.
—No hace falta… —dijo García y se tiró en el asiento para atrás—. Confío en vos.
—Cuéntelo—insistió.
García abrió el sobre. Y al sacar el dinero, cayó el colmillo del venado.
—Se  lo puede quedar—le dijo Klaus con los ojos inyectados.
García soltó un bufido y se paró de golpe. Las tripas se le hicieron un puño. ¡A él nadie lo trataría de esa forma!
—¿Qué me estás queriendo decir, pendejo?
El muchacho dio media vuelta y, con la rapidez de un conejo, cruzó la calle y se perdió entre el gentío de la terminal. García volvió la vista al diente que brillaba como un punto sobre la mesa negra.
Y esa misma noche, mientras él cenaba por primera vez con Marilis en Los Anonos, Klaus se ahorcó.
*
García detiene la vista en las cotorras que comen de la fuente las migas que siempre le ponen sobre el muro. ¿Dónde habrá dejado el diente? Durante años lo escondió en una caja de zapatos como si fuera el arma de un homicidio. Pero, a estas alturas, aquel colmillo lo tiene sin cuidado; el mundo de los buenos y de los malos; el tiempo, los años de trabajo y la experiencia tan cargada de desilusión han borrado esas fronteras. Hoy mismo, frente a esa esquela no puede asegurar —como sí lo hizo en aquel entonces— que Mario Kleimberg fuera un hombre malo. Hoy lo ve de manera distinta, y se pregunta nuevamente las razones que lo habrán llevado a abandonar la civilización. Mira a su alrededor. A fin de cuentas, ¿para qué sirve todo esto? Los muebles, el cortinaje, los platos cerámicos colgados al fondo, las nuevas compras que traerá Marilis. ¿Acaso eso lo ayudará a sobrevivir?
Sale al patio a tomar un poco de aire. Bajo aquel sol corrosivo, entrecierra los ojos hasta ver su propia sombra confundida con la luz. Todo se le hace una mancha gris impenetrable.
de La piel no miente (San José: Uruk Editores, 2012)

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