22 octubre, 2012

Toni Morrison (Ohio, E.E.U.U.,1931)



Ojos Azules, 1970

    Empezó en Navidad con los regalos de muñecas. El regalo supremo, el especial, el más amoroso era siempre un gran bebè de ojos azules. Por los ruidos cloqueantes que emitían los adultos, yo sabía que aquella muñeca representaba lo que ellos creían que era mi más preciado deseo. A mí me dejaba estupefacta tanto la cosa en sí como el aspecto que tenía. ¿Qué se esperaba que hiciese yo con ella? ¿Fingir que era su madre? No me interesaban los bebés ni el concepto de maternidad. Me interesaban sólo los seres humanos de mi edad y de mi tamaño, y era incapaz de experimentar el menor entusiasmo ante la perspectiva de ser madre. Maternidad equivalía a vejez y a otras posibilidades remotas. Aprendí rápidamente, no obstante, lo que suponía que debía hacer con la muñeca: acunarla, inventar historiadas situaciones en torno a ella, incluso dormir con ella. Los libros ilustrados estaban llenos de niñas que dormían con sus muñecas. Generalmente eran muñecas de trapo, pero en mi caso éstas eran inaceptables. Me repugnaban físicamente y, en secreto, me asustaban aquellos ojos redondos y estúpidos, la cara de torta y el pelo de color naranja que parecía compuesto de gusanos.
    Las demás muñecas, que en teoría debían proporcionarme un gran placer, coincidían en justamente lo contrario. Cuando me llevaba una muñeca a la cama, sus miembros duros y rígidos repelían mi carne; las yemas ahuesadas de sus dedos me arañaban. Si, dormida, me volvía entre las sábanas, la cabeza fría y dura como un hueso colisionaba con la mía. Era la compañía más incómoda y evidentemente más agresiva que una podía tener en el lecho. Y abrazarla no resultaba en absoluto más gratificante. La gasa almidonada o los encajes del vestido de algodón te irritaban la piel. A mí me inspiraba un solo deseo: despedazarla. Ver de qué estaba hecha, descubrir su presunta dulzura, encontrar la belleza, el deseado encanto que a mi se me escapaba, y al parecer únicamente a mí. Adultos, niñas mayores, tiendas, revistas, diarios, escaparates, el mundo entero se había puesto de acuerdo en que una muñeca de piel rosada, cabello amarillo y ojos azules era lo que toda niña consideraba un tesoro. "Mira-decían- lo bonito que es esto, y si tu lo mereces debes tenerlo." Yo tocaba con los dedos la cara de la muñeca, intrigada por sus cejas, que eran un simple trazo; le rascaba los nacarados dientes, que asomaban como dos teclas de piano entre los labios rojos. Reseguía el perfil de la nariz respingona, picaba los vidriosos ojos azules, retorcía los pelos amarillos. No podía amarla, pero sí podía examinarla para ver qué era lo que el mundo entero clasificaba como adorable. Había que romper los diminutos dedos, doblar aquellos pies planos, desprender el cabello, retorcerle el cuello para que girase, y la muñeca producía entonces un sonido; un sonido que decían que era un dulce y quejumbroso "Mamá" pero que yo interpretaba como el balido de una oveja moribunda o, más exactamente, como el chirriar de las bisagras oxidadas cuando la puerta de nuestra nevera se abría en el mes de julio. Si arrancabas aquellos fríos y estúpidos ojos, la muñeca seguía balando, "Aaaah"; si le quitabas la cabeza, vaciabas a sacudidas el serrín, le rompías la espalda contra la barra metálica de la cabecera de la cama, continuaba balando. Cuando el tendal de la espalda se desgarraba, entonces veías el disco con seis agujeros, el secreto del sonido. Una simple pieza redonda de metal.

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