04 octubre, 2012

Cecilia Ferreiroa(Argentina)


El Trabajo



Caro me dijo que era mejor tomar el subte. A mí nunca me gustó viajar bajo la tierra. No por claustrofobia. Me preocupaban las toneladas y toneladas de peso de los autos y colectivos que pasaban por encima. Nunca tuve confianza en los arquitectos ni en los ingenieros. Siempre me pareció que si un edificio se mantenía en pie se debía más a una causa oculta o al azar que a la planificación de una persona.

Tenía que atravesar toda la ciudad. Necesitaba la plata, y el trabajo que me había pasado Caro sonaba muy simple. Debía ir a la casa de una persona que me hablaría de sí misma. Mi tarea consistía en escucharla en silencio. Había sido muy enfática en ese punto. Para mí escuchar en silencio era lo mismo que no escuchar. Siempre necesitaba alguna palabra, alguna pregunta del otro que diera cuenta de su atención. Caro no me había explicado nada más. Se había tenido que ir corriendo a no sé qué otro compromiso. Ella siempre estaba a mil y se despedía de mí intempestivamente.

Lo más complicado del trabajo era el viaje. Me resultaba curioso ir tan lejos un domingo sólo para escuchar a alguien. Los trabajos que conseguía Caro siempre eran extraños.

El subte llegó vacío. Dudé al entrar, pero había abierto sus puertas como una invitación. Las luces brillaban. En un momento pensé que quizás me había metido en un tren fuera de servicio. Las estaciones por las que pasábamos estaban igual de vacías. El subte desbordaba de gente solamente los días de semana. Mecánicamente paraba en las estaciones y abría sus puertas. Nadie entraba. Había algo ridículo en eso. Quizás toda la línea estuviera fuera de servicio y nadie me lo había dicho. Decidí seguir mientras el subte siguiera.

Llegué a mi estación y bajé. El subte se alejó lleno de luz. Me sorprendió cuando al subir a la calle, vi una gran masa de gente. En esa zona alejada del centro la gente se agolpaba.

El colectivo daba vueltas por calles irreconocibles por lo similares y anodinas. Su avance continuo tenía algo de inefectivo. No llegábamos más. La ciudad se extiende interminablemente.

Cuando me bajé del colectivo sentí, por primera vez, ansiedad. Me preocupaba no poder escuchar de la manera que debía hacerlo.

Llegué a la puerta. Miré la casa antes de llamar. No había nada raro, nada que pudiera hacer pensar que ahí se contrataba gente para un trabajo tan peculiar.

Llamé. Esperaba encontrar a una vieja solitaria pero abrió una mujer joven. La mujer me llamó Carolina. Cuando iba a aclararle que yo no era Carolina, me dijo que empezaríamos desde ese momento con el trabajo. Me callé inmediatamente. Lo que esa mujer pagaba era la mera presencia, una presencia anónima, sin rasgos o palabras que la particularizaran.

Me hizo pasar a una especie de estudio en el que se acumulaban cosas disímiles. Había libros, plantas, ropa doblada, toallas, yerba, diarios apilados. No parecía ser necesario acumular todo ahí porque la casa era grande, aunque no vi el resto de los cuartos.

Nos sentamos. La mujer no me ofreció nada. Cualquier pregunta motivaría una respuesta. Yo me moría de sed pero tampoco dije nada.

Empezó a hablar. Su voz tenía un ritmo particular. Parecía contar algo que ya había empezado a contar un rato antes, que había estado contando una y otra vez, como un disco rayado. En su mirada había un velo o una profundidad, como alguien que mira detrás de una ventana. Yo había decidido concentrarme en esas cuestiones laterales, y no escuchar mucho lo que decía. Sabía que si prestaba atención iba a ser muy difícil no hacer ningún comentario.

Mientras hablaba, la mujer tenía la mirada perdida. Por momentos me miraba a los ojos. Me daba cuenta de que había dicho algo importante, digno de ser escuchado, pero ya era tarde. No sabía exactamente qué cara correspondía poner, así que dejaba una cara neutra.

Algunas palabras sueltas, sin embargo, había llegado a oír. No alcanzaban para darme una idea de lo que había estado diciendo. Todas me parecían como ese cuarto en el que estábamos: un amontonamiento de cosas inconexas.

En un momento señaló una foto. La foto era de una nena con los pelos dorados, cubierta de barro. Miraba la cámara y sonreía a la persona que estaba detrás. ¿Sería ella misma? Al ver la foto, supuse que todo ese tiempo me había estado hablando de esa nena y en un momento de su relato había querido hacerla más tangible, más real. Quizás era su hija y me contaba la alegría que había sido para ella tenerla. Probablemente algo malo le había pasado. Su tono de voz era triste. Me dio mucha curiosidad su historia, pero sabía que Caro no me perdonaría hacerla quedar mal.

En un momento se levantó. Entendí que habíamos terminado y me levanté también. Al despedirme sólo le hice un gesto con las manos.
La mirada de ella había cambiado. Era más íntima. Supuestamente ahora yo sabía. Ella había contado algo doloroso o terrible, y yo había escuchado sin juzgar.

Antes de cerrar la puerta me dijo: Gracias, Carolina, por escuchar todo lo que te conté; y me extendió un sobre con la plata. Bajé la vista. No pude mirarla a los ojos cuando me fui. Caminé por esas calles extrañas como un autómata.

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