28 junio, 2012

Paola Yanielli Kaufmann (General Roca 8 de marzo de 1969 ~ † Ciudad de Buenos Aires 25 de septiembre de 2006).

"Cuando yo escribo uso todo, todo lo que soy, todo lo que recuerdo, y no tengo reparos en hacerlo" P.K.

Kanashibari

"I have been sleeping, and now, now I am dead!"E. A. Poe, The facts in the case of M. Valdemar
Desde el instante mismo en que leí “Los hechos en el caso M. Valdemar” supe que yo ya conocía el final de ese cuento. Varias veces hice en vano el esfuerzo de recordar, tantas como retomé Historias Extraordinarias para detenerme con minuciosidad en los detalles de Valdemar, y así tratar de reconstruir la identidad de aquella historia, tan evasiva para mí. De que se trataba exactamente, cuándo la había leído y en dónde, eran precisiones que se escurrían de mi memoria como anguilas entre la oscuridad de las rocas. Sin embargo tenía la impresión muy clara de que la lectura, o lo que fuera que me había acercado esa anécdota, había ocurrido hacía mucho tiempo, lo cual no me dejaba más espacio que aquel más bien improbable de la infancia. Y un día fortuito, recorriendo los estantes de una librería de usados, encontré la respuesta en un libro de mitos japoneses para niños. Ese libro había llegado a nuestra casa del Valle gracias a mi abuelo, un hombre que solía viajar mucho y casi siempre por países extraños. El que encontré aquel día era el mismo libro, la misma edición de tapas doradas, hojas espesas y algunos dibujos color escarlata y negro. Contenía tres historias solamente; una de ellas resultó ser la que no conseguía recordar, Kanashibari, y tenía que ver con el sueño, aunque no con el hecho de soñar como proceso fisiológico, ni siquiera fantástico, sino como un proceso aberrante. Al igual que buena parte de los mitos en Japón, este pertenece a la Isla de Kyushu, al sur del país, una versión más vasta, geográficamente al menos, del Olimpo. Allí vivía un trabajador humilde llamado Yakumo, hijo a su vez de trabajadores humildes que nunca habían pretendido nada mas allá de procurarse la comida de cada día, y un techo simple para cobijarse. No sabían leer ni escribir, creían en los dioses, y en la bondad infinita del emperador. Yakumo, por el contrario, había nacido rebelde. Trabajaba junto a sus progenitores, pero no por placer, no porque considerara el trabajo una suerte de obligación moral, sino apenas un medio de subsistencia. Tuvo una educación elemental, al igual que sus dos hermanos, y una adolescencia insensata, al igual que todo el mundo, solo que a Yakumo le duró más. No había cumplido diecisiete años cuando se enamoro de la hija de un poderoso del lugar, llamada Aya, y quiso contraer matrimonio de inmediato. No hubo castigo ni súplica que lo hiciese desistir de su elección, y como resultado de su obstinación Aya fue descastada por su familia, que la dejó librada al cuidado de su esposo rústico y pobre. Cuando se casaron, Aya era poco más que una niña. La juventud de los dos, la fuerza de carácter y la complexión sana de sus cuerpos los salvaron de la miseria los primeros años. De a poco empezaron a construir un hogar más o menos sólido, rodearon la casa de caminos ramificados para confundir a la mala suerte, y plantaron mimbres y jacintos cerca de la puerta de entrada. A su modo inexperto y laborioso eran felices. Entonces, cuando ya estaba todo preparado para pensar en un hijo, Yakumo se fue. Una noche dijo a Aya que sentía necesidad de conocer el mundo, y a la mañana siguiente ya no estaba. Aya era muy joven cuando pasó esto. Los padres de Yakumo intentaron consolarla. Sus propios padres, sin embargo, nunca dieron marcha atrás en su decisión de no volver a verla.Yakumo anduvo por las regiones contiguas, y después mas lejos, liviano y necio como un farolito de papel flotando sobre la corriente dócil y que a la larga se despedazara contra las piedras. Cuando se canso de vagabundear encontró a otra mujer, Maki, y se casó con ella. Fue después del matrimonio que Yakumo empezó a sufrir los embates de un sueño espantoso. El sueño lo embargaba cuando aún no se había dormido, en cualquier lado, incluso en los brazos de Maki: soñaba que el fantasma de una mujer se sentaba en su pecho y no lo dejaba respirar. La mujer se sentaba de espaldas de modo que no podía verle la cara, pero las guedejas negras de sus cabellos le metían por los ojos, por la nariz y por la boca, impidiéndole respirar o gritar. La mujer no se movía de su pecho hasta que le daba la gana moverse, no importaba lo que hiciera, pensara o se obligara a dejar de pensar. Nunca aparecía cuando ya se había dormido, sino cuando estaba a punto de hacerlo. Era el kanashibari, la pesadilla de la duermevela, que perseguía a los criminales, a los indiferentes, a los traidores. El kanashibari era un castigo secreto que no podía compartirse con nadie, y duraba tanto como tardara al culpable en pedir perdón, o reparar el error. Durante diez años Yakumo sufrió las visitas, al principio esporádicas, mas tarde regulares y hasta cotidianas, del fantasma de la mujer desconocida. Diez años aplastándole el corazón casi todas las noches. Yakumo envejeció prematuramente. Aún así tardo en darse cuenta de su significado, porque Yakumo no era hombre de reparar en el dolor ajeno, aunque el mismo lo hubiese provocado. Yakumo era naturalmente ingrato, por eso no supo enseguida quién era el fantasma del kanashibari. Y cuando lo supo su arrepentimiento fue como una marea de tristeza, algo que llegaba y se retiraba, pero que no cesaría más. A pesar de eso, el fantasma seguía llegando noche a noche, seguía sentándose sobre su pecho y quitándole un año de aliento cada vez. Diez años mas tarde de su partida súbita y caprichosa, Yakumo era un hombre viejo.Maki no comprendía que pasaba con su marido, hasta que al final se hartó y le preguntó directamente si en su vida pasada había algo que tenía que esconder de ella. Yakumo, agobiado, le contó de Aya, de la región donde vivía, de sus padres, todo abandonado por un antojo imprudente de su juventud. Maki era una buena mujer. Pocos días después, Yakumo partió de regreso a buscar a Aya.En el otro extremo de la isla las cosas no parecían haber cambiado, al menos no sustancialmente. Pero sus padres no lo reconocieron, ni sus hermanos. Todos ellos vivían y seguían trabajando, inmutables, comiendo las mismas cosas, durmiendo bajo el mismo techo. Yakumo, al ver todo eso, sintió deseos de huir otra vez, pero aquella noche, en la posada anónima donde se alojaba, el kanashibari reapareció con una malevolencia inusitada, el fantasma de la mujer abarcaba ya todo el cuarto, como una montaña, y de su cabello salían insectos que hincaban sus aguijones en los globos de sus ojos, taladraban las membranas de sus oídos y mordían su lengua esta vez no solo impidiéndole moverse o gritar sino también infligiéndole un dolor atroz que lo atenazaba más que el miedo. Esa noche la mujer se dio la vuelta y lo miro de frente, y en aquella solidez horripilante Yakumo vio en plenitud a su verdugo. Al día siguiente, sin haber dormido, fue a su antigua casa rodeada de mimbres y de jacintos y de senderos interminables. Las varillas cubrían todo el sitio, y los jacintos se habían transformado en flores macilentas, ganados por una gramilla áspera y por macizos de ortigas. Yakumo se abrió paso entre ellas, lastimándose las manos y los brazos, hasta encontrar la puerta, sepultada por el resto, como toda su vida, bajo la espesura del olvido. Para su sorpresa, Aya estaba ahí, sentada en el piso en posición de loto frente a un mantel de seda, donde había además dos platos de comida y una jarra de té. Estaba esperándolo, del mismo modo en que solía esperarlo cuando Yakumo era joven y volvía de trabajar, con el cabello negro y limpio exactamente igual que la última vez que la había visto. Yakumo pensó que ella no lo reconocería, o que lo echaría, pero se equivoco. Aya le hizo un gesto para que se sentara, y después lavó sus manos y sus pies con paños calientes y limpió sus raspaduras con aguas de jazmín. Él le pidió clemencia, le suplicó perdón; ella no contestaba, se limitaba a mirarlo con una mirada amorosa, de a ratos extraviada, de a ratos nostálgica. Yakumo trató de contarle lo que había pasado pero fue inútil: Aya era una especie de grabado salido de su memoria, mudo, repitiendo un ritual de hacia diez años como si nada hubiese pasado entre ellos, ni siquiera el tiempo. Yakumo se abandonó a ella implorando su perdón, llorando sobre su regazo y rogándole que no lo atormentara mas, que se había arrepentido, que no volvería a irse. Ella, sonriendo, le acariciaba la cabeza y secaba sus lágrimas.Pasó la noche junto a su primera esposa. No había en ella un solo rasgo diferente de lo que él recordaba, ni la piel fatigada, ni un cambio de estilo de su ropa, ni una mancha en su cuerpo o un signo de cansancio. Nada. Aya se había conservado perfecta e indemne al paso de los años, como embutida en ámbar o en hielo. Yakumo, por el contrario, desde el momento de su traición, había empezado a pagar con su propia vida. Esa noche en su antigua casa Yakumo durmió por primera vez sin el kanashibari sobre su pecho, creyendo que a la mañana siguiente Aya estaría a su lado, tersa como un durazno a punto de caer del árbol, y que él, rejuvenecido por el descanso, empezaría a vivir otra vez. Yakumo se durmió abrazado a la cintura de su antigua mujer creyendo que la Naturaleza estaba en orden nuevamente.Pero la Naturaleza no estaba en orden. Raramente lo está, y aquella no era una de esas excepciones. Porque Aya, la primer mujer de Yakumo, la casi adolescente esposa de Yakumo, había muerto, o algo cercano a eso, pocos días después de la partida de su marido. Encerrada en la casa como en una crisálida, mientras afuera crecían los mimbres y se marchitaban los jacintos, ella permanecía muerta, sin que un solo centímetro de su piel se alterara con el paso de las horas, ni un solo gramo de su carne, ni las delicadas hebras de cabello negro, con el paso de los meses, y los años. Durante las noches Aya resucitaba a una especie de sueño agitado, y a la mañana reposaba en la paz de su muerte detenida, como si ese sueño la hubiese tranquilizado de modo misterioso. Los padres de Yakumo sabían de esta muerte en vida, pero para el resto, Aya había muerto definitivamente después de la partida de su esposo.Hasta que Yakumo volvió, arrepentido, avejentado por el sufrimiento que le oprimía el cuerpo.Nadie supo, salvo Yakumo, que Aya había vuelto a la vida por completo, antes de que la muerte le arrebatara todo. Como el cuerpo de Valdemar, sujeto a la realidad por el delgadísimo hilo de la hipnosis, el cuerpo de Aya fue retenido por el amor, o por el rencor, o tal vez fueron los dos sentimientos los que sustrajeron su cuerpo a la muerte absoluta durante mas de diez años. Por eso Yakumo no despertó abrazado a la cintura de su mujer, sino a una masa podrida de huesos y carne escarbada infinitamente por los gusanos, de la que apenas quedaban, reconocibles, unos manojos de cabello negro despegados del cráneo.Hasta acá el mito japonés. Ignoro si Poe lo conocía, si lo utilizo o lo recreo para su propio relato Francamente poco importa. Como él mismo dijera un día, cuando le preguntaron acerca de la influencia que tenían sobre su obra los maestros alemanes del terror: “el verdadero horror no proviene de Alemania, ni de ninguna parte, sino del alma”.

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