27 enero, 2012

THIARA MONTESINOS (México, 1965)


POR ESA PUERTA HABRÁN DE VOLVER...

Aquella noche en que la luna brillaba con más esplendor que nunca, había algo mágico en el ambiente; se antojaba estar a solas con el pensamiento saboreando a sorbitos un delicioso café. De pronto, como si lo hubiese invocado, surgió a un costado mío el viejo "Café Poético", frente al cual pasaba yo todos los sábados a mi regreso de misa de siete. Ahí estuvo siempre, solo que yo lo veía sin ver. Estaba cerrado, seguramente para que no se colara el aire helado de diciembre, pero de una hoja de la gruesa puerta colgaba un letrero que decía: "abierto de tales a tales horas". No obstante que la empujé suavemente, ésta se abrió rechinando sus enmohecidas bisagras produciendo un especie de lamento que alteró la quietud del establecimiento. Quedé sorprendida por la decoración rústica que por cierto no me esperaba; sus viejas paredes de adobe sin enjarrar me remontaron a los primeros años de este siglo, o quizá más atrás. Pensé entonces que así debieron ser las hosterías y los mesones de pasados siglos, iluminados apenas por la luz ambarina de las bombillas; con pisos de piedra y paredes desnudas de pintura. Además, una serie de retratos de diversos personajes desconocidos para mí, cubrían los muros de este lugar tan acogedor en el que se rendía un merecido culto a los grandes de la poesía. Por ello su nombre: "Café Poético".

Me acomodé en una de las mesas cercanas a la chimenea donde agonizaba la llama de dos solitarios leños. Una vez que me sirvieron la ansiada taza de café, suspiré profundamente, y más que eso, aspiré el incomparable aroma de ayeres místicos vestidos de prosa y poesía. Y sin saber por qué, de pronto me sentí en mi medio, aunque yo de esas cosas no sabía ni jota. Luego de dar el primer sorbo cerré los ojos por unos segundos paladeando aquel saborcillo entre amargo y dulce cuando una voz pausada y suave me sacó de mi embeleso diciéndome muy quedo, casi como en un susurro:

—Hace tanto frío allá afuera —y se sentó. Así nomás, sin preguntar. El rostro se le iluminó con un tenue matiz de nácar, casi transparente. Aprisionaban sus manos una rosa blanca y vestía hábitos de largos y finos pliegues. Me pregunté qué estaría haciendo una religiosa en este lugar y concluí que seguramente buscaba algún donativo. Sus blancas manos se movieron con parsimoniosa elegancia, cual gaviotas al vuelo, en tanto que la rosa cautiva caía al piso como el alma cuando escapa del cuerpo. La religiosa abrió su boca para referirse a la rosa con estas palabras:



«El que da moral censura a una rosa,

y en ella a sus semejantes

rosa divina que gentil cultura

eres, con tu fragante sutileza,

magisterio purpúreo en la belleza,

enseñanza nevada a la hermosura.»



Yo, como idiotizada, le miraba sin acertar a decir nada, sin despegar mi vista de sus labios mientras ella seguía hablando.



«amago de la humana arquitectura,

ejemplo de la vana gentileza,

en cuyo ser unió la naturaleza

la cuna alegre y triste sepultura»



Continué escuchándola sin pensar en otra cosa, pues todo mi entendimiento se había centrado en ella. Mas de pronto, sus dulces palabras fueron interrumpidas por un caballero de gallarda apostura y caminar altivo. Llevaba en los ojos de penetrante mirar un destello de nostalgia, y el pelo ligeramente alborotado. De más está decir la impresión que me causaron sus ropas: cuello blanco y almidonado rematando en un moño, y sobre el jubón de raso, una chaquetilla negra. Fatigado, como quien ha recorrido en una noche todos los caminos, apartó una silla y se dejó caer pesadamente.

—¿Quién sois y de dónde venís? —preguntó la religiosa.



«Yo soy el rayo, la dulce brisa

lágrima ardiente fresca sonrisa,

flor peregrina, rama tronchada;

yo soy quien vibra, flecha acerada.

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero

de los senderos busca

las huellas de unos pies ensangrentados

sobre la roca dura;

los despojos de un alma hecha jirones

en las zarzas agudas,

te dirán el camino

que conduce a mi cuna. »





Al oirle hablar de ese modo, se apoderó de mí una profunda sensación de involuntaria tristeza, y pensé que lo mismo debió ocurrirle a los demás porque al volver la vista hacia la mesa adyacente, advertí que una mujer y dos hombres habían suspendido su charla, atentos a las apasionadas palabras del recién llegado. La mujer lucía, con discreta elegancia, un vestido negro; uno de los hombres era delgado y cubría su espalda con una capa de lana gris, el otro llevaba una boina. Luego de lanzarse entre ellos algunas miradas de entendimiento, abandonaron la mesa y se aproximaron a la nuestra.

—¿Hay lugar para tres? —preguntó gentilmente uno de ellos, al tiempo que hacía una inclinación de cabeza, buscando el consentimiento para hacer ronda. Mis recientes acompañantes asintieron y los otros tomaron asiento de inmediato; no así la mujer, que se inclinó para recoger la rosa y se la acercó a los labios diciendo:



«Te llamas rosa y yo esperanza;

pero tu nombre olvidarás,

porque seremos una danza

en la colina y nada más. »





Intervino entonces el hombre de la boina.



«Pequeña rosa, rosa pequeña

a veces,

diminuta y desnuda

parece

que en una mano mía

cabes,

que así voy a cerrarte y a llevarte a mi boca... »



Como si se tratase de una comedia, lo secundó la religiosa.



«¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,

soberbia, el riesgo de morir desdeñas,

y luego desmayada y encogida

de tu caduco ser das mustias señas,

con que con docta y necia vida,

viviendo engañas, y muriendo enseñas! »



—Permitidme la interrupción, señores, para hacer las debidas presentaciones —dijo solemnemente uno de los personajes.

—No hace falta —se apresuró a decir con vehemencia el apuesto joven de mirada taciturna.



«¡Yo no sé si ese mundo de visiones

vive fuera o va dentro de nosotros;

pero sé que conozco a muchas gentes

a quienes no conozco! »



—Cierto es, os conozco ya, como vosotros me conocéis a mí, pero hablemos de otras cosas, amigos míos —repuso el hombre de la boina—. Hablemos del amor, que esta noche es propicia para ello.



« Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque este sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo escribo.»



Bajó la cabeza muy emocionado, en tanto que la atmósfera envolvía en vaga oscuridad sus lánguidos suspiros.

—Mi pesar es diferente —exclamó la dama y continuó.



«Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;

miro crecer la niebla como el agonizante,

y no por enloquecer encuentro los instantes

porque la "noche larga" ahora tan solo empieza.»





Con cierta ternura, agregó el hombre de la boina, tomándole una mano.



«Ah, silenciosa,

he aquí la soledad de donde estás ausente,

llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.»





Ella prosiguió al punto, como si no le hubiese escuchado y sin reparar en la mano que oprimía la suya.



«Me han traído a países sin río,

tierras-agar, tierras sin agua.

Quiero volver a tierras niñas;

Llevadme a un blando país de aguas.»



¿A qué se referían? No lo sé, pero no me detuve a analizarlo, simplemente memoricé sus palabras y quedé atenta escuchando al hombre de la boina.



«Te recuerdo como eras en el último otoño,

eras la boina gris y el corazón en calma.

En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo

y las hojas caían en el agua de tu alma.»



—Triste es la vida en ocasiones. Padecemos unos por una cosa, y otros por otra —exclamó el joven.



«¡Ay! A veces me acuerdo suspirando

del antiguo sufrir...

Amargo es el dolor; pero siquiera

¡padecer es vivir! »



—Sabed, señores —continuó diciendo—, que el costal que traigo en hombros no es más ligero que el vuestro. Escuchadme.



«Una mujer me ha envenenado el alma;

otra mujer me ha envenenado el cuerpo;

ninguna de las dos vino a buscarme;

yo, de ninguna de las dos me quejo.

Como el mundo es redondo, el mundo rueda...

Si mañana, rodando este veneno

envenena a su vez ¿por qué acusarme?

¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron? »



—¿Y vos, querido amigo, no diréis nada esta noche? —preguntó la religiosa al personaje envuelto en la capa, quien permanecía mirando nostálgico hacia el viejo portón de madera.

Luego de sonreirle con ironía, inclinó la cabeza señalando —la conocí una risueña mañana de abril.



«Pasó con su madre, qué rara belleza,

qué rubios cabellos de trigo garzul;

qué ritmo en el paso, que innata realeza,

qué cuerpo, qué porte, bajo el fino tul.

¡Síguela! Gritaron cuerpo y alma a la par,

pero tuve miedo de amar con locura,

de abrir mis heridas que suelen sangrar... »



—Llevo siglos esperándole —agregó sin voltear a vernos mientras recargaba la cabeza entre las manos.



«Por esa puerta huyó, diciendo: ¡Nunca!

Por esa puerta ha de volver un día...

Al cerrar esa puerta, dejó trunca

La hebra de oro de la esperanza mía.»



Así, en lo más animado de la conversación, dejó en suspenso un nombre, quizá el de la mujer amada.

Sinceramente conmovida miré aquellos rostros cuyas expresiones denotaban profundos sentimientos impregnados de melancolía. Al parecer, mi presencia no se había hecho notar en ningún momento, pero estaba allí como fuera de mi propio mundo sin poder forjarme un juicio real del cuadro que se ofrecía a mis ojos; y lo que es peor, con enormes deseos de intervenir, ¿pero qué iba a decirles? Intenté abrir la boca pero mi garganta no logró emitir sonido alguno, por lo que opté por continuar enmudecida hasta que la agradable y extraña velada llegara a su fin. ¿Quiénes eran? Tenía solo una ligera idea respecto de la religiosa aunque me resultara increíble; pero los demás.... Si había escuchado algo sobre ellos no lo recordé en esos momentos porque mi cerebro se hallaba totalmente bloqueado. Sin embargo, todo lo que ahí se dijo no se me borraría jamás de la mente; lo llevaría por siempre como un recuerdo de aquella noche inolvidable.

Llegó un momento en que, a pesar del frío de la noche, sentí la necesidad de refrescar mi rostro que sudaba copiosamente, tal vez por la cercanía del fuego. Así que abandoné la mesa sin que ellos repararan en mis movimientos y me dirigí al sanitario. Una vez ahí, consulté mi reloj de pulso: ¡Imposible, —pensé— no pueden ser las ocho! Qué contrariedad, se había detenido de nuevo.

Sin darle mayor importancia, salí del sanitario dispuesta a pasar un rato más al lado de mis sorprendentes desconocidos, y lo primero que vi en la parte superior de la chimenea, fue un viejo reloj de madera empotrado en la pared. Pues sí, eran las ocho. Seguían siendo las ocho en aquel reloj en el que, minutos u horas antes, no reparé. Pero eso no era todo, mi inquietud comenzó cuando me di cuenta de que la mesa que compartí con esos personajes, o que ellos compartieron conmigo, estaba solitaria y sin indicios de haber sostenido su presencia fugaz. Interrogué a la chica que, según yo, hacía unas horas me había servido el café, quien esbozando una sonrisilla burlona que me molestó, me dijo cruzada de brazos.

—Se equivoca. Usted acaba de llegar hace unos minutos y hasta el momento, nadie más que usted ha ocupado esta mesa.

¡No puede ser! —me dije— ¿Era mi imaginación, o realmente se estaba burlando de mí? En ese instante no lo supe, como tampoco supe si tenía yo aspecto de imbécil cuando le hice la pregunta.

—Totalmente confundida, salí de ahí con dirección a mi casa. En mi cerebro bailaban desordenadamente todas y cada una de las frases pronunciadas por mis desconocidos acompañantes.



"...Puedo escribir los versos más tristes esta noche...

"...Pasó con su madre, qué rara belleza..."



Eran las ocho con treinta minutos cuando llegué a casa y yo seguía preguntándome dónde había escuchado esa especie de ritual versificado y qué había sido de las horas de la velada. ¿Adónde se habían ido? Estaba sola y lo único que tenía que hacer era investigar, pero ¿dónde? ¿cómo? ¡Ah, sí! Recordé la tía solterona que murió hace dos años, y mi madre aún guardaba su viejo baúl que seguramente debía contener libros de poesía, porque a ella eso le gustaba mucho. No lo pensé más, fui a buscarlo enseguida. Lo abrí con cierta prisa y mi búsqueda no fue en vano porque encontré varios volúmenes que se desgajaban en amarillentas páginas repletas de versos. Fatigada y somnolienta, localicé el primero: "Una mujer me ha envenenado el alma..." Bécquer. No podía ser otro que el joven de melena ensortijada. Al rato, "Puedo escribir los versos más tristes..." Neruda. Claro, se trataba del hombre de la boina. Sentí como se me iba erizando el pelo a medida que leía aquellos pensamientos.

Descubrí entonces, gracias a las ilustraciones, no sé si con temor o con incredulidad, que aquellos que tejieron animadas pláticas en mi presencia esa noche, y me refiero a ellos solamente porque yo no intervine para nada en su charla, eran nada menos que algunos de los gigantes de la poesía universal. Pablo Neruda, Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral, Amado Nervo, y por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz. ¡Distintas épocas reunidas en un solo momento!

Pasé de la sorpresa al miedo y de la alegría al llanto, y un ligero cosquilleo recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies; no podía creer que una neófita como yo, una inculta y todo lo demás, hubiese merecido la gloria de compartir aquellas maravillosas horas —porque estoy segura de que fueron horas, aunque el reloj tercamente indicara lo contrario— con seres de tan exquisita sensibilidad que descendieron de su majestuoso pedestal para regalarme el don de su presencia.

Tal vez algún día logre descubrir qué extraños lazos me unieron aquella noche a ese pasado tan lejano y esplendoroso donde quizás el alma se identificaba con la poesía, y la poesía misma transportaba a los más altos peldaños de la fantasía y el éxtasis; un ayer que navegó en las misteriosas aguas del sentir poético de otros seres que, ya desde que pisaron la tierra, debieron ser delicadamente etéreos.

Lo cierto es que desde entonces, todos los sábados al regresar de misa de siete, acudo al mismo lugar y pido una taza de café, una sola, en la misma mesa que cobijó la esencia de su espiritualidad, en espera de que una de tantas noches, cálidas o frías, con luna o sin ella, se produzca la esplendorosa visión de los que envolvieron de magia mi soledad y los vea aparecer por esa puerta; porque presiento que... "por esa puerta habrán de volver un día".



A mi querido maestro, Roberto Villa, por haberme guiado
hacia el rincón de las palabras...

Este relato forma parte de la novela inédita "Embrujo de Abril".

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