10 enero, 2012

Fernanda García Curten (Argentina, 1968)

Una Puerta al Final del Pasillo

Por no haber comido de chica o por escupir la salvación ante su madre, aquella tarde, agazapada como un gatito escuálido que vomita un insignificante cuajarón de agua verde, ahora llevaba en el cuerpo esta levedad, este destino de mujer mal crecida, de no estar bien afirmada en la tierra. Era una especie de temblor hueco que le impedía abandonarse en una cama o desplomarse en una silla, como si algo le hubiera esfumado los contornos, la despegara del suelo y no le permitiera otro reposo que rodar indefinidamente contra las paredes o envolverse en las cortinas traslúcidas de la sala durante horas.
Él parecía no darse cuenta de lo que pasaba. Llegaba y a pesar de encontrarla así, como adentro de un capullo, embrionaria y dormida, o aunque la viera deslizarse, desaparecer en la oscuridad de las habitaciones como si huyera de él, igual hablaba demasiado alto y hacía planes de ir a tal o cual lugar. Con su voz sonora y alegre decía: "Hace un día excelente", o decía: "te tengo una sorpresa", o decía: "vayamos a la cama".
Eugenia lo seguía. Tomada del brazo de su esposo se dejaba llevar, aunque cada vez que él entraba de repente, o cuando lo oía acercarse abriendo puertas con su luminosa violencia, vibraba en ella un terror físico.
Eugenia se preguntaba si el hecho de no haber tolerado la comida desde el día en que nació había contribuido a que el tejido de sus huesos no fuera lo suficientemente macizo; si su estómago frágil, latiendo y rezumando como el de un pájaro habría alcanzado el peso necesario para asentarla en el suelo.
Pero no fue por eso, pensó casi en voz alta. Fue por escupir la salvación.
Sola en la casa, tomada de la baranda de la escalera revivió ese vago olor a postigos siempre cerrados. Recordó la mano de su madre, abierta, fulgurando en la oscuridad, al pie de la escalera de esta misma sala de esta misma casa, y se recordó tan pequeña y tan flaca; recordó su largo cuerpo innoble, el breve espasmo de su garganta, su rendición.
La comida había estado allí desde el principio. Su madre pasaba días enteros consagrada a la tarea de abrirle el apetito. Después de varios experimentos había logrado compaginar una mezcla de yema de huevo, leche en polvo y azúcar que Eugenia bebía como único alimento, de una mamadera para recién nacidos, antes de irse a dormir. A los seis años era larga y transparente como una libélula. Nunca se mantenía erguida. Su madre decía que aunque le pusieran los pesados ropajes de la infanta de aquel cuadro siempre parecería desaliñada, como a punto de volarse, y la hacía ir y venir por el corredor envuelta en un viejo abrigo de piel de camello que había sido de su abuelo. No dejes de caminar, le decía cuando la oía pasar junto a ella, no te quedes quieta que eso te va a hacer bien. Su madre creía que cuanto más se cansara más apetito tendría luego, pero no fue así. Años más tarde Eugenia era una delgada señorita que masticaba cada pedacito de carne hasta dejarlo reseco; después, a escondidas, lo tiraba bajo la mesa.
Su madre dijo un día: Vas a comer aunque no quieras. Y cada mañana la rastreaba por la casa hasta encontrarla o la sacaba de la cama y le hacía tragar pedazos de pan mojados en leche, tazones de avena, platos de maíz pisado con aceite, remolacha rallada.
El día en que conoció a su prima Iris, Eugenia había conseguido desayunar razonablemente. Mucho más tarde llegó a pensar que estos dos hechos -haber desayunado sin asquearse, ver por primera vez a Iris- estaban oscuramente vinculados, que había allí algo como un aviso, como una premonición. En un primer instante, al encontrarla tan blanca y gorda anclada en mitad de la cama, pensó en una gran muñeca de porcelana. Tenían casi la misma edad pero Iris aparentaba ser mayor. Cautiva por la gordura pasaba sus días medio recostada, vestida, con los zapatos puestos, la cara redonda como una torta blanca y unos grandes ojos azules que en ciertas miradas lentas, sobre todo por la tarde, parecían desterrados de la vida.
Decían en el pueblo que los padres de Iris salieron a comprar comida una mañana y nunca más volvieron. Desde ese tiempo Iris no había hecho otra cosa que migrar. Siempre en casas ajenas, en camas de huéspedes; una temporada con los familiares que vivían en el campo, otra en la ciudad o en casa de unas tías solteronas, al otro lado del río. Ahora estaba ahí, como un merengue gigante en el cuarto para las visitas. Eugenia acababa de traerle el almuerzo, sopa de acelga. Era lo único que Iris tenía permitido comer por orden del doctor desde hacía meses. Pasa hambre, pensó Eugenia mientras revolvía la sopa para que se enfriara un poco.
-¿Y vos qué comés? –escuchó.
Mientras revolvía, Eugenia no respondió. Y enseguida dijo eso del infierno. ¿Viste el infierno?, dijo, y le contó que no había uno solo sino muchos, muchos infiernos. Dijo que había un infierno de fideos revueltos y junto a ése uno de guiso de lentejas, y después otro de carne seca y de frutas abiertas y jugosas, y más allá infiernos de manteca derretida, de chocolate negro, de cebolla frita, infiernos de almíbar, de berenjenas, infiernos de arroz. Y allí, dijo, al fondo de todo, una puerta chiquita, como para enanos. La última puerta del mundo, dijo. Del otro lado, el asqueroso infierno de acelga.
Iris se quedó seria por un instante hasta que comenzó a reír con dificultad; era una risa sin sonido. Le brillaban los ojos hundidos detrás de sus mejillas infladas. Tenía dientes diminutos, como de perro, pero no miraba el plato. Apenas Eugenia se lo entregó ella empezó a comer despacio, con una delicadeza algo exagerada. Por un momento pareció turbarse, como si ya no pudiera contener su voracidad pero dejó a un lado la cuchara y pidió, eso creyó escuchar Eugenia, por sus “hermanos”. Eugenia miró hacia la cómoda. Había una parva de muñecos sucios, casi deshechos, envueltos en pañales. Los buscó, los llevó hasta la cama y los sentó rodeando a Iris que empezó a darles de comer. Para ella, pensó, quizá fueran su verdadera familia. Hermanos de hule chorreados de acelga.
Esa misma tarde Iris murió en la cama y se quedó rígida, sentada y muerta. Después se enfrió, y fue como un ave migratoria e imposible que ya no iría a ningún otro lugar. Como si ese cuerpo de muñeca grande hubiera fraguado con la muerte adentro, convertido en un osario silencioso y definitivo sobre esa última cama.
Eugenia no pudo saber si Iris, la verdadera, estaba aún allí debajo, muerta dentro de sí misma con su cara real -otra cara que quizá no se pareciera a una torta blanca ni a ninguna otra cara-, una Iris oculta, mínima, muerta como todo lo demás, pensó Eugenia, o si su alma viva ya había volado lejos peregrinando la vieja condena.
La enterraron junto a sus muñecos roñosos, en un ataúd especial hecho a la medida de su muerte.
Su madre dijo esa noche: Ahora Iris está en el cielo.
Hasta mucho tiempo después Eugenia la vio pasar desparramada sobre una nube frondosa, comiendo. La escoltaban dos cocineros alados. El más joven tenía el ala derecha mordida en la punta. Sobre la cabeza de Iris, la virgen María encinta repartía pescado crudo y agua. Eugenia los veía alejarse teñidos por la luz rojiza del atardecer. El último resplandor del día les daba un aire de circo en desgracia. Nunca pasaban por el mismo lugar. A veces lo hacían tan cerca, tan bajo que casi rozaban el techo de la casa; otras veces muy lejos, perdidos, como en coordenadas desleídas, como si siempre equivocaran el camino.
Ahora, sola en la escalera, recuerda el momento exacto en que dejó de mirar el cielo y decidió que no probaría un bocado más en toda su vida. Lo recuerda con el cuerpo, como si hubiera una memoria aparte sólo para aquello y para lo que vino después; una memoria de acantilado en medio del pecho. Su madre con la mano firme, ahuecada, espera. La mano blanca delante de su boca, la de Eugenia que ya se ha hartado de masticar, de tragar, de una prima gorda pasajera de la muerte, y se ha jurado no comer nunca más.
-Así fue -dijo su propia voz que retumbó débilmente en el aire de la casa vacía. Miró el primer escalón. Se veía gastado, remoto en la hondura de la sala. La tarde del recuerdo se había sentado en él con una piedrita verde en la boca. A esa piedrita la había encontrado en el patio, la había lavado y casi religiosamente la había depositado sobre su lengua. Quizá debió conservarla siempre allí, no escupirla por nada, sostenerla como se sostiene una hostia, insípida y efímera que no se escupe ni se traga. Pero su madre abrió la mano junto a su boca y dijo: Dámela.
Entonces vino la pequeña náusea. Como un miedo ajeno arraigado en su estómago que de pronto le impregnara el pecho y el paladar. Su cuerpo se crispó entero sobre esa mano blanca, fue como el de un gato escuálido que vomita, alargó la lengua y la dejó caer, húmeda, la piedrita verde –la salvación- en la palma de la mano de su madre.
Después de aquello empezaría a comer ya sin esfuerzo, casi todos los días y en cantidad aceptable. Incluso cuando su madre murió, años después, llegó a comer moderadamente, casi como cualquier otra mujer. Y ya no volvió a mirar el cielo.
Eugenia oyó la puerta de entrada cerrarse enérgicamente y supo que él acababa de llegar. Esa noche se sintió más sólida, más asentada en la tierra pero no dijo nada. Explicó que no cenaría, hacía mucho calor y prefería nada más beber algo fresco. Sentada a la mesa observó comer a su esposo. Lo vio hundir el tenedor en la presa y llevársela a la boca, lo vio tomar la carne con los dedos, desgarrar, tragar, limpiarse con la servilleta, saborear el vino, terminarse el postre. Lo escuchó hablar en la sobremesa y más tarde, logró dormirse junto a su enorme cuerpo saciado. Esa madrugada soñó con un pasillo cerrado cada vez más angosto y tubular, descendente, como una chimenea pero al revés, y allá en el fondo una puertita entreabierta, una especie de branquia que se cerró de golpe. Sintió encaramarse toda su sangre, como si hubiera quedado atascada cabeza abajo en el túnel, absorbida por el azote de esa puerta que ahora parecía clausurada desde la prehistoria de los sueños. Entonces supo que Iris estaba allí atrás, callada, con su sonrisa secreta, en el infierno de acelga. La huérfana que ríe con los zapatos puestos en una cama circunstancial, la que anda a la deriva en el cielo, hambrienta, había logrado estar allí desde el principio, embutida en su jaulita infernal, sin decir nada. Cabeza abajo en el túnel y echada contra el cuerpo de su esposo, Eugenia no deja de mirar la puerta. El día de la piedrita verde, a pesar de haberse rendido -o precisamente por eso, pensó de pronto- había descubierto quién era. Supo que todos los desvíos la enviaban a esa puerta, que aquella náusea remota la revolcaba una y otra vez sobre su destino. Era como si todas las salidas fueran al mismo tiempo la única entrada fatal y la puerta, ahora, es la de este cuarto y se interpone y borra la del sueño. Ya no logra –no soporta- estar acostada un minuto más. Siente que podría ir a la cocina, abrir la heladera, las alacenas, revolver la despensa, destapar las latas, hundir la mano en los frascos. Sale de la habitación, trastabilla y se aferra al cortinado de la sala. Se envuelve en las cortinas traslúcidas. Como puede, muerde un extremo de la tela y se queda así, succionando, prendida de la tela que ya se moja con toda su saliva desahogada.



María Fernanda García Curten nació en San Pedro (Buenos Aires), en 1968 y actualmente reside en Buenos Aires. Desde su niñez, estudió danza clásica y contemporánea. Premiada en el Concurso Americano de Ballet y Danza de Buenos Aires, llegó a integrar el elenco de Kuarahy de Julio López, junto a Julio Bocca y Eleonora Cassano.
Cuentista seleccionada en la Primera Bienal de Arte Joven (1989), ha publicado cuentos en revistas de Argentina y España. En 1982 obtiene la 1ra. Mención ex-aequo en el Concurso de Cuento Quinto Centenario, organizado por el Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires. La noche desde afuera ganó el 2° Premio del Fondo Nacional de las Artes 1995.

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