12 octubre, 2011

Inés Fernández Moreno (Argentina, 1947)


Madre para armar



Lo primero que perdí fueron los pechos. Debió haber sido de forma muy gradual porque no recuerdo con precisión cuándo sucedió. Sólo se que un día me miré en el espejo y ya no estaban allí. Se habían desvanecido completamente, dejando una leve aureola nacarada como para recordar, de todas maneras, que habían existido.
Pienso que fue Cecilia la que se quedó con ellos, porque desde un principio ése pareció ser su privilegio. Mamó hasta el año y medio, usó chupete hasta los cuatro y pasar de la mamadera a la taza fue un triunfo para el que tuve que recurrir a todos los subterfugios. Ellos casi no se lo disputaron. Sólo noté una chispa de reproche en la mirada de Andrés que fue destetado cuando apenas tenía quince días, y no porque yo quisiera, sino porque el médico me lo indicó.
Los ojos, en cambio, me duraron mucho más. Y eso que ellos los usaron hasta el cansancio. Mirar durante las noches que respiraran bien. Mirar las irritaciones de su piel. Mirar las vueltas de carnero. Mirar cómo se zambullían en el agua. Y después mirar sus deberes, sus éxitos deportivos, sus novias, sus vestidos, siempre mirar, girando la cabeza de un lado al otro a una velocidad cada vez mayor para poder abarcarlos a todos. Los ojos se fueron cubriendo de un velo espeso. Cuando Andrés se los llevó, ya casi no servían. Pero él estaba encaprichado y sin duda necesitaba mi mirada más que ninguno. Incluso durante las noches, entrecerrados de sueño, siguiendo las olas de sus pesadillas.
Los brazos, que de joven fueron frágiles, se fortalecieron con la vigorosa gimnasia de abrazar, alzar, empujar y separar. Pero entraron en un nuevo ciclo de languidez después de la enfermedad de María. Fueron meses agotadores de cargarla de una punta a la otra de la ciudad. Porque ella sólo aceptaba ir a los médicos y a los laboratorios si yo la llevaba en brazos. Había que hacer cualquier cosa por curarla y, por supuesto, se curó. Desde entonces se sintió destinataria incuestionable de aquella parte de mi cuerpo.
Sin embargo, las cosas no se resolvieron con sencillez. Hubo una dura pelea con Pablo. Una vez, cuando yo le tiré sus zapatillas viejas, él tuvo un berrinche terrible y me mordió el brazo derecho. Las marcas de sus dientes no terminaron de borrarse nunca. El lo consideró como un signo de pertenencia. Ese brazo llevaba su marca y el brazo izquierdo no era lo mismo, de ninguna manera. Con él había que ser muy cuidadoso. Siempre se sentía desplazado. De manera que haberle ofrecido el brazo izquierdo le hubiera resultado una burla imperdonable. Por suerte intervino Marta, la más diplomática de mis hijas. Como ella quería las piernas, lo convenció sutilmente de las maravillas de la cintura. El centro del cuerpo. El punto de encuentro de todas las fuerzas. La cercanía del ombligo! Tonto, le decía, de dónde llevan los hombres a las mujeres sino de la cintura. También de los hombros dijo él, iluminándose, y la cuestión quedó saldada.
Las piernas, debo decirlo sin modestia, fueron hermosas. Subir y bajar las escaleras llevándoles el desayuno a la cama y la ropa recién planchada, las mantuvieron tensas y jóvenes durante muchos años. Sólo las rodillas empezaron a resentirse cuando nació Gabriel, el penúltimo de los varones. El mismo terminó de desgastarlas montando todos los días, ida y vuelta, sobre aquel caballito gris que lo llevaba a París, al paso, al trote y al galope, provocándole una risa interminable que lo dejaba tendido a mis pies, feliz y agotado.
En cuanto apareció la primera várice, Marta reclamó las piernas. No le importó que fueran sólo hasta las rodillas, con tal de llevárselas rápido. Ella estudiaba, trabajaba, tenía mil proyectos, de manera que iba todo el día de aquí para allá, siempre apurada, siempre corriendo. Necesitaba unas piernas que la acompañaran, fuertes y ágiles como las mías.
El pelo, junto a las orejas, fueron una especialidad de Paloma. Ya de chica ella no podía dormirse si no era acariciando mi pelo con una mano y, con la otra, tirándome del lóbulo de una oreja. Con el tiempo se fue conformando con el pelo de su muñeca rubia y con su almohadita de plumas. Pero en cambio conservó hasta grande la costumbre de contarme todas sus cosas en secreto, susurrándome al oído mientras enrulaba entre sus dedos un mechón de mi pelo. Cuando se fue de casa se lo llevó todo y me dejó a cambio la muñeca rubia desgreñada que todavía guardo en el estante alto de mi cuarto.
Descubrí que me faltaba la espalda el día que dejó de dolerme. No sé cuál de ellos habrá sido. Recordé que Juan me la pedía para jugar con sus autitos. Tirada en el piso, mi columna era una pista de curvas perfectas para su juego. Gabriel también la usaba. Cada vez que lloraba, me abrazaba desde atrás, apoyaba las mejillas húmedas contra mi espalda y así me seguía, pegado como una estampilla y a los tropezones por toda la casa. Cecilia, cuando quería pedirme algo muy especial, me la rascaba suavemente hasta erizarme la piel. Pero Francisco era el más apasionado. Cuando menos me lo esperaba, venía corriendo por el pasillo a toda velocidad y saltaba sobre mi espalda, después intentaba trepar hasta los hombros, como si escalara una montaña, usando el apoyo de las caderas y de cada una de las costillas.
Extrañaría las mejillas si todavía tuviera manos. Me gustaba apoyarlas en ellas y quedarme pensando, sentada en la cocina, cuando ya todos estaban durmiendo, en ese espacio breve que duraba hasta que alguno pedía un vaso de agua o se despertaba sobresaltado reclamando mi presencia.
Es cierto que las mejillas se habían ido deshilachando, con lágrimas y ‑para ser justa‑ también con besos. Pero la derecha desapareció de golpe el día que Javier se atrevió a pegarme, cuando le prohibí ir a aquel campamento de verano. La izquierda se la arrojé yo misma a la cara, y no por generosidad, sino por despecho. Después ya fue tarde para reclamos. Y así me quedó la cara, una pura línea vertical sostenida por el ceño y por el filo de la nariz.
Las manos se las repartieron dedo por dedo. Como uvas, los fueron desgajando, sin pelearse al principio, pero después a los tirones, porque sólo había diez y la cuenta no podía ser equitativa. Eso sin contar el privilegio del índice ni la ternura del pulgar, que se disputaron a los alaridos.
En cuanto al sexo, que era tal vez la cuestión más espinosa, como fueron chicos inteligentes, comprendieron pronto que lo necesitarían todos, para amarlo y para odiarlo alternativamente. Fue así que aparecía y desaparecía de mi cuerpo con tanta frecuencia que nunca sabía cuándo podía contar con él. Preferí entonces darlo por perdido al constante sobresalto que me producían sus caprichosas desapariciones.
Los pies fueron casi lo último que perdí. Yo se que eran anchos y poco graciosos, hasta un poco desagradables tal vez. Sin embargo, fue una tontería, nadie supo valorar la entereza con que habían sustentado la difícil arquitectura de nuestra familia.
Pedro, el más chiquito, que solía bailar parado sobre ellos, se los llevó por fin con un gesto desdeñoso, sintiendo que se llevaba poco. Yo le recordé el cuento del Gato con Botas. La herencia del más pequeño de los hijos del molinero, que finalmente lo recompensó con la riqueza y la felicidad. Pedro se quedó pensando, después levantó los hombros como si no le importara y se fue a hacer su vida. Más adelante, el tiempo me demostró que no había estado equivocada.
Quedaron por supuesto una multitud de recortes y piezas intermedias que también se repartieron, peleándolas hasta la última fibra.
Pero me quedó la voz. Nadie se atrevió con ella. Sabían que era inapropiable, una posesión que no podría cederles sin desaparecer.
En estos últimos años, que sólo soy una sombra sostenida por recuerdos, me han empezado a llegar las devoluciones. Un día una mano, otro día la cintura. Ayer, sin ir más lejos, me llegaron desde Europa, donde ahora vive Cecilia, los dos pechos. Estaban magníficamente conservados, fragantes y plenos como los de una joven madre. Fue una emoción que compensó con creces la decepcionante aparición de la espalda. Estaba encogida, reseca, quebradiza, las vértebras roídas miserablemente como si hubieran vivido tres vidas. Pobre Francisco, siempre tuvo esa nefasta virtud de transformar en un trapo viejo cualquier objeto delicado.
Es que en cada pieza que regresa leo sus destinos y veo que cada uno hizo lo que pudo, que la vida teje sola, por más que yo me haya esforzado en darles las mismas oportunidades.
Tengo ahora casi todas mis partes. Están a la espera junto a la muñeca de Paloma y todos los objetos que fueron de ellos. Como estoy muy cansada, dejo de un día para el otro el recuento final. Tengo la sospecha, además, de que algo importante falta. Y no es simplemente el paso del tiempo. Es algo más inmaterial aún y que revolotea en todas las imágenes que conservo de su infancia, su adolescencia y su juventud. Tal vez lo descubra cuando empiece a armar las piezas. Ellos me han pedido que lo haga. Están tan impacientes ahora como cuando se las llevaron. Cualquier día de estos venceré esta inmensa pereza. Sí, cualquier día de estos me decido y les doy ese último gusto.



en La vida en la cornisa,Emecé 1992.

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