02 marzo, 2011

Ana Gloria Moya (Argentina,1954)



Mi idilio con la manga del saco de Gabriel García Márquez


Aquella mañana ningún sexto ni séptimo sentido me alertó. Juro que ni siquiera lo presentí. Sabía que paseaba por allí, sabía también que moriría de congoja si no lo divisaba al menos desde lejos. Atisbar su nariz curvada, su pelo ondulado. Sólo eso me haría tocar el cielo, que para mí está muy cerca de él.

Y sin advertencia, como suceden las cosas primordiales, horas más tarde viví un efímero romance con la manga del saco de Gabriel García Márquez. Con Gabriel García Márquez adentro del saco.

Atónita y temblorosa, arrojada por una marea de admiradores que se le acercaron al concluir una conferencia, quedé varada a su lado, precisamente a su costado derecho, unos centímetros atrás. Ambos sentados en una primera fila. Silla con silla. La de él y la mía. El y yo.

Ahí quedé, náufraga muda, por esas cosas de la Feria del Libro de Guadalajara, con mi coraje a medias y mi vergüenza desorbitada, incapaz de aproximarme. Paralizada no avanzaba para pedirle, como todos, un autógrafo, una dedicatoria, tomarme con él una foto. Ni siquiera me movía de aquella silla azul trabada a la de él. Simplemente flotaba mientras mis ojos enfocaban la manga de su saco como el único territorio posible.

Claro que soñé encontrarlo. Muchas veces. Imaginé pasillos de alfombras rojas en los que nos cruzábamos y yo festiva y ocurrente, entre tintineos de pulseras, lo besaba y le decía:

—Maestro, ¡qué placer!

Pero así, manga a ojo, trama verde y negra jaspeada a yema de dedo, acariciando la textura de la tela de su saco, nunca.

Mientras yo permanecía en patético trance, él sonreía y firmaba los libros que la raza de valientes admiradores, a la que yo definitivamente no pertenecía, le acercaba con descaro e irreverencia.

Con una sonrisa estúpida, a la derecha de su manga derecha yo continuaba con mi dedo acariciando la tela jaspeada, eternizando el instante, ya vencida por las evidencias que era una cobarde. Admitiendo que nunca sería festiva ni ocurrente. Y que nunca tuve pulseras tintineantes.

¡Dónde había quedado la que años atrás bajaron de decenas de escenarios de festivales, la que fue vergüenza de sus hijos en múltiples recitales donde el frenesí me empujaba sin pensar en el ridículo! Sobre mi parálisis sobrevolaban mariposas amarillas y nunca me sentí tan poca cosa. Sólo mi dedo índice derecho se movía con leves saltos, cada vez que tropezaba con un nudo diminuto del tejido de su saco. De la manga derecha de su saco, de la que me había hecho propietaria a fuerza de tantos frotes. Desfallecida de dicha, era ya una hebra más de aquel género.

Recuperé mi movilidad, ordené a mi mano que basta de caricias, el género sin duda se había adelgazado a fuerza de tocarlo. Intentaría, con una hilacha de audacia, darle la mano, mirar su rostro familiar al que comencé a reverenciar desde mis cientos de soledades. Si no lo hacía, no existiría para mí una segunda oportunidad sobre la tierra.

Comencé a levantarme lentamente de mi silla en medio de flashes que no cesaban. Pero su asiento enganchado en el mío, ya sin mi peso, hizo que él se tambaleara.

Entonces giró su cabeza hacia mí y sus ojos me sonrieron:

—No te vayas que me caigo —me dijo

Me desplomé sobre la silla, fulminada por su pedido. Y por un instante me sentí señora absoluta de su universo. Sin mí él se caía. Yo lo sostenía con mi cuerpo, era la dueña del equilibrio de Gabriel García Márquez. Y me quedé inmóvil en mi silla, con mi tonta sonrisa que ya acalambraba mis mejillas. No osaba siquiera respirar, no fuera que hiciera tambalear al maestro.

Dos muchachos se acercaron a salvarlo de los excesos de la idolatría. Lo ayudaron a incorporarse entre brazos extendidos llenos de fervor que le imploraban unos minutos más.

Verlo alejarse me hizo recobrar la voz:

—Sólo Dios sabe cuánto te amé —casi le grité, sintiéndome Juvenal Urbino antes de morir.

Se detuvo, se dio vuelta hacia mí y me susurró:

—Gracias.

Y yo supe que a partir de ese momento sólo me restaba envolverme en el azul del cielo, que para mí sería ya para siempre color verde oscuro y negro, y morir feliz, sin anunciar mi muerte a nadie.


publicado en La casa de Asterión




Ana Gloria Moya es escritora argentina, Tucumán, 1954. De profesión abogada, fue Defensora Oficial Penal y Jueza en Salta, provincia donde reside en la actualidad. Tuvo a su cargo el área de Cultura del Colegio de Magistrados y Funcionarios y ha coordinado el taller literario del Servicio Penitenciario de Salta. Participa activamente en la organización de eventos culturales en el norte argentino. Recibió el Gran Premio de Honor Literario de la Municipalidad de Salta (1993), el Primer Premio Pro Cultura Salta 2001 y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2002 por su novela Cielo de tambores. Publicó además dos libros de cuentos: Sangre tan caliente y otras pasiones (1997) y La desmemoria (1999). Su última novela  es Semillas de papaya a la luz de la luna (2008).

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