01 septiembre, 2010

Viviana Mellet(Perú, 1959)


LA OTRA MARIANA


La luz. Ernesto se levanta del escritorio para encenderla. Esta hora siempre lo llena de zozobra. El cielo se pone lívido y las nubes parecen apurarse, como la gente que, en la calle, corre para alcanzar el colectivo. Los fluorescentes parpadean antes de iluminar la oficina, mientras Ernesto termina de anotar números en una planilla. La dobla y la deposita del cajón. Se pone el saco y sale. En el vestíbulo del edificio, el portero toma un café con bizcochos. Se le hizo tarde otra vez, le dice, tocándose la gorra a manera de despedida. Él le responde encogiéndose de hombros. Habrá que tomar un taxi, qué remedio, sin auto y a esta hora. No está acostumbrado a caminar en el centro. Normalmente, entra y sale en auto. Con el tránsito si sabe defenderse. En cambio a pie tropieza con la gente, pisa la mercadería de los ambulantes, roza las paredes inmundas.

Detiene el primer taxi que divisa entre el barullo de los omnibuses y sus cláxones. Sube como quien se aferra a un salvavidas. Ya dentro se da cuenta de que es un caro destartalado con los asientos cubiertos de cretona descolorida y sucia. Huele a pescado y el conductor tiene ganas de conversar, pero mientras el auto alcanza la avenida, siente un gran alivio, casi felicidad. Va camino a casa, el aire que entra por la ventanilla malograda los despeina y se lleva el olor a pescado y el centro va quedando atrás. Atrás van quedando los edificios enmohecidos y la muchedumbre y la noche se define ya sobre los árboles de la venida. Recién repara en el taxista no ha tomado la vía expresa. Demasiado tarde. Es de los que les gusta conversar y no le importa demorarse con los semáforos cada dos cuadras: esto es más bien un agradable pretexto para prolongar la charla. Le está contando una nueva versión de la última “bola” que ya le comentaron a la hora del almuerzo: el surgimiento de un nuevo grupo terrorista de extrema derecha. Él responde con monosílabos. Solo piensa en legar a casa, pegarse un duchazo y tomarse un whisky en las rocas en el saloncito a media luz. Hoy fue un día de miércoles. Es miércoles. Es miércoles y él solo quiere sentarse en el saloncito a media luz y ver un video. El taxista insiste en que el nuevo grupo terrorista es el resultado de los pésimos sueldos de los policías con muchos exteriores, mucho verde y mucho azul: una mujer rubia, como Úrsula Andress, o Bo Derek, en una playa tropical o algo así. Si…recientemente, muy mal pagados los tombos. El taxista se ha entusiasmado en su plática, porque hay algo que obstruye el tránsito. Un marco inmenso de lado a lado. Y ahora, con el auto detenido, puede especular a sus anchas sobre lo que dirá esta noche en Ministro del Interior.

Es entonces cuando Ernesto la ve. “Mariana, piensa. Bajo la luz verde de un aviso de neón, su palidez dándole un aire fantasmagórico, además, la aparición, pues se trata del negativo de Mariana. Idéntica, pero opuesta. Lo que en Mariana es esbeltez, en la muchacha es debilidad. Lo que en Mariana elasticidad, en la otra nerviosismo: lo que en Mariana gracioso, en la otra mezquino: lo que en una atributo, en la otra imperfección. El taxi sigue detenido. Ernesto paga. Me bajo aquí, dice, sin esperar el vuelto. Si no fuera porque “sabe” que en estos momentos Mariana debe de estar accionando el control remoto, la puerta del garaje abriéndose suavemente, la llantas del Jaguar estrujando como celofán el cascajo del porche, juraría que lleva una doble vida. Tienes una doble, Mariana, le diría más tarde, igualita a ti, caminando otras calles, viviendo una vida en dirección exactamente opuesta a la tuya. Si no fuera porque sabe que Mariana regresa del vernissage de la Chichi, contenta con su nuevo Márquez. La sigue subyugando por el fantástico parecido y por la diferencia abismal. Y porque siente que ha ingresado a otra dimensión de espacio y de tiempo y que él también se ha desdoblado, y el hombre que camina detrás de la muchacha no obedece ya a su voluntad.

El pelo de Mariana la llueve sobre los hombros –horquillado, sin reacondicionamiento, sin hebilla de carey – a esta Mariana intrusa que libera el seguro de un coche oxidado y lo empuja con una mano. La otra la tiene ocupada con una bolsa llena de pan. El niño que va a pie se coge de su falda, lloroso. Upa, le pide. Ella lo mira con desasosiego y le dice algo que Ernesto no llega a oír. Está a unos diez metros y ha empezado a seguirla sabiendo que es absurdo, pero que lo hará de todos modos. La muchacha se interna por una calle oscura. Unos palomillas juegan pelota en la pista. La pelota alcanza al niño quien transforma su gimoteo en llanto franco y se niega a seguir caminando. La mano de Mariana –pero sin anillos Cartier, de plata quemada con oro, de brillante ruso -, suelta el coche para consolar con una caricia al niño que solloza. El coche empieza a resbalar acera abajo. Ella lo alcanza y lo detiene con brusquedad. Ahora también el bebe en el coche está llorando. Tres panes han caído de la bolsa y han rodado hasta un charco. Mariana – que no está acostumbrada a lidiar con los niños, porque para eso están las nanas -, se impacienta, insinúa un breve pataleo, levanta la voz, pero termina por cargar al niño. Echa a andar empujando el coche con la pierna. La pierna de Mariana que olvidó depilar, que no depila, que afeita con la prestobarba del marido. Ernesto adivina la aspereza de la pantorrilla de la otra. Mariana que dobla la esquina haciendo malabares con el coche. Las lágrimas y los mocos del hijo resbalan por el hombro inclinado. Ha oscurecido del todo, pero Ernesto continúa con la sensación de abandono del crepúsculo. Por las ventanas que dan a la vereda, ve los televisores encendidos en los comedores. Las familias comen mudas, absortas en las palabras del Ministro del Interior. A esta Mariana se le acabó el gas, seguro, y esta noche servirá pan con palta y café con leche. Está cansada y desesperada porque los dos niños lloran a la vez, le duele la cintura y todavía tiene que ir a hervir agua a la casa de la vecina.

En casa, Mariana ha encendido la radio – hoy hay un programa de jazz -, fuma un cigarrillo en el sofá que ya es tiempo de cambiar el tapiz de la chaisse longue. Tal vez algo como oriental y unas palmeras hawaianas detrás… y en la pared de nuevo Márquez… o no, mejor una ensalada de frutas y las alpargatas percudidas del negativo de Mariana pisan una cáscara de plátano parado junto a la carretilla del frutero. Y a Ernesto le asombra cuánto tiene de Mariana, su Mariana sin la ventajas de su protección, de su amor y de toda su prosperidad.

Cuánto de vulgar y desdeñable en el cansancio de esta muchacha y, sin embargo, por qué Ernesto siente, a la vez, una amarga ternura. Un riesgo en la vida de Mariana eliminando en el preciso instante de juraste hasta que la muerte nos separe. Entonces él todo se lo ofrece, porque una mujer así se merece lo mejor del mundo. ¿Qué se merece este calco borroneado de Mariana? ¿Acaso puede acercarse a ella y tenderle la mano? ¿Sacarla de esta dimensión como si la arrancara de una viñeta? Y recuperar a la Mariana de cuando todavía todo era una posibilidad. Hundir la cara en su axila tibia y jurarle te voy a hacer feliz. Mariana, te voy a dar todo lo que te mereces, tendrás lo que se te antoje, pero, por favor, no cambies la mirada, no estés más tan lejana…

Cruzaré una calle, piensa Ernesto,, mientras la muchacha escoge unas naranjas. Le daré la espalda y no miraré más a este remedo triste de Mariana. Es cuestión de sólo cinco o seis cuadras y ya estará caminando las calles arboladas de su barrio, llegando a su casa, sintiendo el crujir del cascajo bajo los pies y luego lo mullido de la alfombra. Mariana le mostrará con suficiencia su nuevo Márquez y le dirá que un shantung albaricoque le cae a pelo a la chaisse longue. Y Ernesto le dirá, envuelto en la bata de felpa y con el vaso en la mano, y en los hielos tintineando, tienes un doble. Mariana, aquí cerca, al otro lado del parque. Y ella lo mirará desde el rabillo del ojo. Y quién en ese barrio puede parecerse a mí, por favor, Ernesto… Una muchacha en alpargatas, cargada de bolsas, cuyo hombro húmedo Ernesto desea tocar ahora, para rescatarla de la viñeta y recuperar una mirada. Pero Mariana lo mira desde muy adentro de la historieta en la que está atrapado. Lo mira con reproche y le está diciendo, “Ay, Ernesto, qué haces ahí parado, ayúdame con estas bolsas, se me acabó el gas, caramba, cuándo me comprarás el balón de repuesto… ¡Carga, pues hombre! No puedo con tanto peso… ¡Ah! Te advierto: no hay ni una gota de agua.



Nacida en Lima, 1959. Actualmente gerencia la oficina de desarrollo de Télmex. Ha sido autora de libro de cuentos “La mujer alada” (Peisa, 1994).
Fue incluida en la coedición latinoamericana que seleccionó a las 17 narradoras latinoamericanas. Asimismo, fue incluida en la Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, obra seleccionada por Julio Ortega.
El crítico Roland Forgues hace un excelente análisis de su libro de cuentos en la "Mujer, creación y problemas de identidad en América Latina".
Los cuentos de Viviana Mellet han sido traducidos a varios idiomas.
El siguiente cuento, que aparece a continuación, fue finalista en el concurso "Premio Literario Asociación Peruano Japonesa" 1992

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