14 agosto, 2010

Mylene Fernández Pintado (La Habana,1963)

Otras plegarias atendidas (fragmento)

Halloweeners Hunter es mi tío. Y además de cazar halloweeners le gustaría ser el depredador de muchas otras cosas, de tantas que sería como un terminator en esta ciudad en la que se construye tan rápido como si todo fuera sólo un boceto en espera de algo más serio y perdurable, sitio maldito y no escogido que concentra, en dosis descomunales, como todo aquí, la estupidez humana, inagotable como el poder del dios en que no cree.
Los comerciales no logran hacerlo consumir y lo pillan desprevenido delante del televisor sólo cuando juegan los comemierdas de los Marlins, ejército de improvisados que sólo lo hacen bien hasta que los fichan y después se dedican a anunciar los Lincoln Mercury y demás cacharros impuestos por su vanidad y conveniencia y lo dejan a uno siempre con las ganas de disfrutar un buen juego de pelota como los de antes.
Porque eso sí lo tiene muy claro, Miami no es la Cubita linda de los cincuenta, sino algo que no debía siquiera intentar parecérsele. Le molesta esta ciudad que no se ocupa de ser ella misma, sino viajar hacia atrás con todas sus fuerzas y toda la tecnología y perentoriedad del futuro. No le perdona que no sea Cuba y en este juicio final la calle ocho y el Bacardí llevan todas las de perder.
Se niega a comer comida de los supermercados, le molesta la asepsia de tanto veneno lleno de edulcorantes y químicas, celofanes y plásticos. Viaja a Homstead a ver a un viejo y recalcitrante agricultor, con el que se ha inventado un delicioso y envidiable pasado común y se queja del asqueroso e insípido presente. Además de pasar largas horas evocando el paraíso perdido con lujo de detalles, algunos de los cuales se les ocurren en ese mismo momento y de enumerar de manera minuciosa e implacable los defectos, fariseísmos e insuficiencias de Miami, mi tío le compra provisiones, con la enorme satisfacción de quien le saca la lengua a tanto Publix, Eckerd y Seven Eleven, de quien da la espalda a tantos anaqueles repletos, en los que la variedad y organización lo dejan desorientado como a un campesino las callecitas que rodean el centro de una ciudad. Le compra pollos que comen mierda y cucarachas y puercos criados en el fango del patio, viandas cosechadas como en los tiempos del barbecho trienal y le compra maíz, que luego muele sentado al sol, ese con el que uno no termina nunca de hacer confianza, para hacer tamales que nunca saben igual porque el maíz tiene un montón de defectos, sobre todo el imperdonable de no ser de allá. Orgulloso regresa con su carga y como un oso, acopia sus provisiones hasta el próximo viaje.
Todo lo que sucede en la televisión es mentira. No existen las personas ni los lugares, las noticias se fabrican para tenernos todo tiempo enganchados al dichoso aparato. Compre, use, pruebe. Modelos con estúpidas sonrisas de dentífricos colgando de sus labios de silicona, galanes maricones que se quieren tanto que no templarían por no despeinarse. Niños monstruosos que no fingen ser tontos porque lo son de verdad, ancianos prostituidos castañeando sus dentaduras a plazos, bajo ocasos que son una alusión directa a que les queda muy poco a ellos y a sus dientes de porcelana, se los cubre el Medicare porque de todas formas todos se van a morir antes de terminarlos de pagar. Todo está "made in". Nadie se monta en el Discovery, no se reúnen los inexistentes políticos, no nacen siete niños de un parto ni hay un gordo que para salir de su casa necesita que derrumben la pared de su habitación.
Esta ciudad es de tontos. Nos han escogido por eso. Mientras más idiota eres, mejor te sientes aquí. La comida la hacen en probetas, llena de conservantes y colorantes, refinados, nuevos, envueltos de manera chillona e infantil, tan limpia que da asco.
Los carros son de lata, todo en ellos es plástico y vuelven a rodar los Impalas y los Pontiac por la loma de San Lázaro, cómodos, seguros como caballos amistosos. Su Chevrolet de hace ocho años, del que no se deshace porque al final todo es la misma mierda, es frágil como un juguete del que no puedes abusar. Tan coloridos, tan lindos que te da pena empujar el acelerador con el pie porque lo estás maltratando. Por eso hay muchísimos. Fíjate en un expressway a las seis de la tarde. ¿Cuándo de algo bueno ha habido tanto? Y se ríe de que la matemática, siempre tan convincente en estos tiempos de precios, le haga la segunda. Y las casas. Cartón en las paredes, en las puertas, todo hecho de papel. Nunca una casa ha sido menos un refugio, una seguridad. Eso de las películas en las que los puñetazos atraviesan paredes y puertas no es truco de cine sino la ver- dad. Yo no soy una Barbie para estar entre tantos materiales falsos y oropel -concluye.
Halloweneers Hunter se ganó el apodo que ostenta con verdadero orgullo de indeseable y conflictivo en las primeras fiestas de Halloween que lo sorprendieron allí. Al regreso de su trabajo -en esa época oficiaba de contratista en una constructora a las órdenes de un par de arquitectos rubios, imbéciles y con gafas e intentaba hacer trabajar a un montón de comemierdas que se inventaban una buena vida en Cuba que nunca habían tenido, en lugar de doblar el lomo y atender a sus mandatos secos y descompuestos- empezó a ver calabazas que le hacían muecas en los jardines y que se quemaban por dentro como una brujería de mal gusto y poco auténtica. Según él, a los muertos hay que dejarlos en paz ya que tuvieron el acierto de irse para no fastidiarnos a los vivos, y respetar la suerte que gozan al no tenemos que sufrir a los demás. Un día de los padres le mandaron un folleto de promoción de bóvedas con fascinantes facilidades de pago y la caja gratis. En lugar de reírse del chiste de mal gusto o deprimirse por lo inoportuno de la propaganda, se encabronó, llamó a la compañía funeraria y se cagó en la madre de todos los hijos de puta que se creían vivos y como los mismos gusanos que rondaban los despojos de los enterrados necesitaban, "cual antropófagos, muertos para poder comer, como un holocausto solapado sin Reich". Se negó a pagar a plazos algo que no iba a poder disfrutar y mi tía de América, a sus espaldas como hace todo desde que se conocieron, hizo los arreglos con otra empresa que tuviera sobre todo buenos maquillistas, porque con eso de que la cara es el reflejo del alma a mi tía de América se le va la mano.
Mi tío, que sabe que no puede contar con ella para vengarse de lo que le molesta en la vida, que es casi todo, meó en todas las calabazas de su barrio y les propinó unos cuantos puntapiés ante el espanto, y la indignación de sus vecinos que lo acusaron de comunista, hereje y maricón. Llegó a la casa con sus improperios como quien porta un ramo de delicadas flores y le contó a mi tía de América su venganza y la falta de cojones que hay ahora y aquí. Mi tía de América, para aplacarlo, le hizo frijoles negros y lo engañó diciéndo1e que se 1os habían mandado desde Cuba, luego de hacer desaparecer oportunamente el sobre en que venían y la factura del mercado de la Pequeña Habana, de donde eran oriundos.
Cuando parecía que su ira se había aplacado y disfrutaba con un disco del Trío Matamoros, jactándose de que los había conocido e inventándose juergas en su compañía por todo el país, comenzaron a llegar niños, pequeños monstruos disfrazados de manera estrafalaria y terrorífica, hablando en inglés o en un español humillado. Mi tío les recordó a los primeros una buena dosis de obscenidades en el más puro cubano, con lo que salían espantados y finalmente descolgó una escopeta de perdigones como la de Elmer, el cazador gruñón de la Warner, y amenazó con dispararle a todos los halloweeners que fueran a su casa vestidos de mamarrachos a interrumpirle su ceremonia de degustación de frijoles negros de Cuba.
Así obtuvo su apodo, el odio de los vecinos y la tranquilidad de que nadie le hablaría en el barrio. Mi tía de América, a la que le encantan las relaciones sociales, logró salvar la situación repartiendo postres por todo el vecindario -convenientemente aderezados con la almibarada información de que su título de repostera se lo habían dado unos maestros pasteleros franceses, "porque aquí nos hemos visto obligados a juntamos con mucha gente de cualquier tipo, pero es bueno que todos sepan que uno no es un improvisado de última hora y sin clase"- y fomentando la leyenda de la dama encantadora que vive con un ogro incontrolable, con lo que los vecinos la adoran y ella por contraste con mi tío resulta aún más cautivadora.
Halloweeners Hunter tiene un taburete de campesino para sentarse y cuando mi tía de América enciende el televisor para ver los anuncios con un ojo mientras posa el otro en las revistas de ofertas de Sears y JC Penney, él se pone a leer a Samuel Feijóo o el Quijote, en una edición amarilla y manoseada que le regaló un viejo amigo republicano español. Nunca entra a los malls porque lo aturden los niños y la gente gorda mascando porquerías, le fatiga caminar tanto bajo techo para ver cosas que para él son todas igualmente espantosas y carísimas. Se queda sentado en el carro y lee periódicos que, luego de preguntarle a mi tía cuanto gastó y qué mierda encuentra de bueno en esos sitios, critica con la energía y la verborrea que le achacamos al abogado del diablo. Mi tía de América casi siempre va de compras sola o con sus amigas, le esconde los precios de las cosas, rompe las etiquetas y se inventa rebajas descomunales e inexistentes que él hace como que cree porque, detrás de las mentiras de ella, reconoce el deseo de darle la razón. Además, el Halloweeners Hunter, que es un franciscano para sus cosas, nunca le ha negado a mi tía de América un dólar para sus boberías infelices a pesar de que nunca le ha dicho un piropo porque en este mundo de disparates y espantajos, ni siquiera mi tía de América merece su aprobación. Mi tía de América se viste con la tranqui1idad de que va a ser invariablemente desaprobada por su mirada socarrona y honesta.
Le gusta ir por la ciudad con ese look de viejo loco y excéntrico protestando por todo, por la ciudad veleidosa y con poco seso, por los que se creen que se dan la gran vida y lo que hacen es trabajar como esclavos para con ese dinero vivir en casas de cartulina, rodar carros de papel de aluminio y comerse la tabla de Mendeleiev disfrazada de delicatessen. Lo único que les queda es hablar mierda todo el santo día y por supuesto escuchar la que hablan los demás.
Es de izquierda en las fiestas en las que detecta fundamentalistas de derecha, ateo en los bautizos, poligámico en las bodas y terrorista en las reuniones de conciliadores, radical frente a los moderados y anticomunista ante los que le cuentan que algo bueno se ha hecho después del 59. A la larga, no es nada que no sea un provocador encantado de llevarle la contraria a todo el mundo y con un deseo adolescente de ser popular aunque sea de manera negativa.
- No hay parques para que los niños se suban a los árboles- evalúa pasando por Coral Cables, que le parece horrible y pretenciosa en su intento de que nos engañemos evocando Miramar o Siboney- porque si un niño se cae... el Halloweeners Hunter está encantado de que yo esté aquí. Dice que siempre fui su sobrina preferida y tengo buena cabeza, virtud que no le concede a casi nadie y no me dice que me quede de este lado como nunca ha hecho con nadie porque la gente tiene que decidir esas cosas a solas y sin que otros le programen la vida. Pero lo que más contento lo pone es poder soltarme su andanada de recriminaciones ácidas y disfrazarla con el hecho de que me está explicando cosas de la ciudad y la vida aquí. Es gruñón y tiene un corazón de oro, bien cubierto por una coraza de buenos materiales duraderos como los que no se encuentran en este lugar en estos días... si un niño se cae... mientras vamos por Ponce de León y se burla de las banderitas de esta avenida nada solidaria con el resto de América, mis tíos pasaron su luna de miel en Miami Beach y luego estuvieron en México y eso le da cuerda para hablar de toda la América hispana y terminar diciendo que los cubanos no nos parecemos a nadie porque somos una mezcla engendrada por los españoles en un sitio sin indígenas, con los peores ingredientes de todas partes y como la genética es tan caprichosa, tanta mierda revuelta dio los mejores resultados del planeta y ahora estos, los americanos estúpidos se tienen que joder con nosotros que hemos venido a fastidiarles la vida... Si un niño se cae pues le ponen un sue al parque, entonces los niños juegan en las casas cuando sus papás siempre ocupados logran arrancarlos de la televisión llena de películas malsanas y perjudiciales que no les enseñan nada bueno, si bien en este mundo no hay nada bueno que enseñar, o de los videojuegos, que los preparan para ser unos perfectos imbéciles con miopía y mal de Parkinson de tanto andar dándole a los mandos de Mortal Combat y matando gente de mentiritas hasta que tengan la oportunidad de matarlos de verdad, y extrae de su amplia cultura informativa los asesinatos más recientes cometidos por niños y adolescentes, casi orgulloso de que la vida le de la razón.
Todo es de pilas, los juguetes son tan auténticos como las personas con pilas en la espalda, y los diferencia que estas sean R6, 12 o 14. Cada vez que a los neonazis de Disney se les ocurre hacer una película para forrarse el bolsillo con sus ejércitos de dibujantes coreanos y thailandeses, hacen todos los muñecos y a comprar dinosaurios que se comen unas hojitas con hilitos, Hércules con caras de maricones y Batmans con el cuello anudado por capas estáticas para que no alcen el vuelo mas allá de las cajas contadoras de Toys'R Us. Es una centrífuga aburrida y el Halloweeners Hunter que odia a los niños en particular, les tiene una profunda simpatía como sector en abstracto, víctima y heredero de tanta imbecilidad contemporánea. Todo está tan tediosamente organizado que los niños no cazan lagartijas ni crían palomas porque todo es por control remoto. Los niños de verdad son como Tom Sawyer, descalzos y con un ratón muerto amarrado a un cordelito como todo tesoro, según él.
Se burla de las bodas decimonónicas, con toda esa muselina en una ciudad tan húmeda, llena de pantanos y ciclones, de las despedidas de solteros, si todavía las hicieran cada uno con el sexo opuesto tendrían lógica. ¿Qué idiotez es esa de un montón de mujeres y hombres solos, calentándose la cabeza y otras cosas y verbalizando el sexo en vez de irse a templar y ya? Y las listas de bodas, esa modalidad tan elegante de la mendicidad. Y los babyshowers que se convierten en una especie de junta de accionistas mezclado con el diezmo de la iglesia, en vez de una fiesta por el nacimiento de un comemierda más -que todos son iguales cuando nacen porque cuando no parecen ratones tienen la mismísima cara de Winston Churchill.
Halloweeners Hunter está en desacuerdo con todo, es muy creativo para buscar defectos al mundo contemporáneo y los encuentra a una velocidad supersónica. Halloweeners Hunter reniega de todo y una de las cosas que más le gustaría es encontrar a alguien con quien poder conspirar, por eso le encantan los Simpsons. La otra es enfrentarse con un rival a su altura. Mi tía de América lo es.
Mi tía de América era maestra en una escuela primaria. Atildada, dulce y severa. Bonita y siempre bien compuesta, le encantaban las pequeñas diferencias del capitalismo, sobre todo las que eran a su favor. Todos somos diferentes, qué sentido tiene inventarse lo contrario, decía mientras ejercía su caridad con los niños pobres del barrio y daba piadosas e indiferentes limosnas en las misas del domingo. Su familia era de funcionarios públicos y comerciantes con más o menos suerte, decentes y correctos ciudadanos, pero en el fondo soñaba con un iconoclasta, alguien que le llevara la contraria a su vida organizada de meriendas en el Tencent de 23 y 12.
En cuanto vio a mi tío se quedó prendada. Un Popeye perfecto, un Superman para las delgadas Olivia y Louise Lane, un bruto fortachón sin remilgos ni boberías, un hombro fuerte para fingir que se recostaba en él y usar los ladrillos de que estaba compuesto. Un rompeolas sin sinuosidades engañosas, cínico y muy puro. Mi tía de América fue serpenteante como la Carretera Central en la que él le dejó coger el volante de su auto por primera vez y en la que ella, luego de hacerse de rogar sólo un poquito, porque eso de hacerse la difícil no daría frutos, se dejó meter mano y quedó encantada con el resultado.
Una tarde de domingo lo invitó a su casa y mi tío, luego de aclararle que con conocerla y gustarle a ella le era más que suficiente y que su familia le importaba un carajo, se dejó conducir como en muchos otros itinerarios posteriores, urdidos más que trazados por ella.
Mi tía de América también está encantada con mi presencia. Entre otras razones, porque voy a servirle de mensajera de un montón de cosas materiales y espirituales que la nostalgia y las rebajas han acumulado en su cabeza y en los armarios. Cuando extendió su tienda en esta tierra de Okechobee y Opalocka, lo hizo con verdadero espíritu de conquista y permanencia, a diferencia de los que estaban rentando un pequeño espacio por corto tiempo "hasta que las cosas se arreglaran allá".
Se fue feliz de mudarse desde la filial de Woolworths, General Electric y RCA a la casa matriz y tenerlo todo de primera mano. Feliz de vivir en un sitio escalera lleno de peldaños en los que cada uno ocupa su escalón y tiene a alguien debajo y otro encima, buscando las pequeñas diferencias, huyendo espantada del lugar que amenazaba desde panegíricos, vallas y susurros, que estas se acababan de manera definitiva y de que la vida se volviera una gran explanada en la que una fila interminable la colocara siempre al lado de otros.
A mi tía de América le molesta la leyenda autocomplaciente y consoladora de los del otro lado, que dicen que la gente en Miami se retrata al lado de carros prestados y casas de las que sólo conocen las fachadas, refrigeradores ajenos con comida que no prueban y a las puertas nunca traspasadas de sitios deliciosos para alardear de una vida que no tienen, como la jactancia de los arrojados a un rincón. Mi tía de América conduce un Chrysler del año pasado, color verde transitivo de principios de otoño en Europa, que tiene dentro un equipo de CD donde suenan Di Blasio y Andrea Bocelli y en el asiento trasero un jersey de punto, botones pequeños color arena después de la lluvia en San Remo. Antes tuvo otros, siempre de ella junto a los que se hizo fotos en Key West, Palm Springs y Boca Ratón para enviar a los pasajeros de Leylands, Girón Ikarus y Camellos en La Habana.
Le encanta que le duela la envidia de los que no van de vacaciones a Venezuela ni pasan los domingos en Fort Lauderdale y escribe con un fervor sospechoso a sus amigas, envejecidas por la falta de aire acondicionado y de cremas. Las mismas que un día disfrazaron su envidia ante el matrimonio con Halloweeners Hunter de consejos escandalizados "por su bien". Mi tía de América siempre ha hecho el bien a su propia persona y por eso está aquí, miamense, feliz y sin fardos pasados de moda.



MYLENE FERNÁNDEZ PINTADO Licenciada en Derecho por la Universidad de La Habana. Narradora. Se desempeñó como asesora legal y consultora literaria en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Fue Mención del Premio de Cuento La Gaceta de Cuba y otros concursos internacionales. En 1998 obtuvo el Premio David de la Union de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por su libro Anhedonia. En el 2002 su novela Otras plegarias atendidas, obtuvo el Premio Italo Calvino y en el 2003, el Premio de la Crítica, siendo publicada también por la editorial Marco Tropea en Italia. Relatos suyos forman parte de antologías en Cuba y el extranjero y han sido traducidos al inglés, francés, italiano y alemán, entre otros. Actualmente reside entre La Habana y Lugano, Suiza italiana.

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