30 marzo, 2008

Liliana Pualuán (Chile)

LA HUESCA
En Pueblo siempre había alguien que avistaba el horizonte.
Esa madrugada don Ramiro lo escudriñó mas allá, con sus ojillos vivaces. Tenía la boina, heredada por generaciones, encajada hasta las orejas, sobre su largo cabello blanco Lo surcaba la expresión nostálgica de hijo de hijo de hijo de emigrantes aragoneses: quedó como una marca en su rostro. Una manta de Castilla lo cubría.
- ¡Que la Huesca viene! -gritó de pronto don Ramiro con el acento español que revelaba su ascendencia - ¡Que la Huesca viene -fue pregonando esa madrugada por las calles de Pueblo- ¡Que viene, ¡que viene! ¡Que la Huesca viene, y que viene con bandera blanca! ¡ Y que por el río viene, que ya viene! ¡La Huesca! ¡la Huesca!
Don Ramiro se dirigió al campanil sin dejar de pregonar. Hizo repicar las campanas, y un lamento ya conocido atravesó las casas de Pueblo, estremeciendo a los pueblinos
- ¡Que la Huesca viene! ¡Que viene!
Las campanas, con notas lentas y tristes, atravesaron una otra a vez la campiña y a los pueblinos
Se iluminaron las casas: la serial golpeó huertas y ventanas.
- ¡Alguien no despertó hoy! -dijo doña Manirrota
- ¿Quién será el finao? - exclamó doña Sabañona, preocupada.
- ¿A quien tocó la Parca? - cantó doña Alba
Se asomó la Fiura con su falda roja y cabello en desorden; salía de su descanso mítico.
Se asomó el señor Relegado con su sombrero de copa y su violín.
El señor Escribidiario dejó sus papeles por un instante.
El señor Traba detuvo su constante movimiento.
Doña Manilarga desenrolló su brazo para abrir la ventana; la voz de don Ramiro llenó de golpe la habitación:
- ¡Que la Huesca viene! ¡Que viene!
Hasta el señor Danaides dio un minuto a sus oídos para recibirla señal de las campanas y el pregón de don Ramiro.
-Death is coming- murmuró sir Hilo al escucharlo.
Se reunieron niños en la calle.
-La Huesca, la Huesca y con bandera blanca cantaron danzando hacia el río
- La Huesca, la Huesca - repitió doña Eufrasia, entre el fuelle de sus labios, como tragándose las palabras.
Como sucedía en esas ocasiones, los pueblinos se dirigieron hacia el río: los que miran hacia abajo, el marqués de Atril, el señor Fango, Neptis, la señorita Philesia, el capitán Palinuro, el deshollinador Cantilagua, la niña Cydonia: todos fueron, grandes y chicos. Los que no fueron observaban el movimiento desde sus ventanas.
La Huesca se acercaba muy segura zarandeando los remos, que parecían plumas en sus manos; la túnica de arpillera se veía húmeda sobre su largo y huesudo cuerpo: era flaca, alta, de frente grande; tenia ojos verdes como las algas verdes; su rostro era cetrino y huesudo de rasgos marcados, duros y con una leve sonrisa en la que asomaban los dientes blancos apenas cubiertos por sus labios delgados. El cabello largo y gris en una trenza le llegaba hasta la cintura. Sabia encontrar los cuerpos que arrastraba la corriente, y ese era su oficio.
-¿Quiénes son? - preguntó uno de los estibadores que se acercó al bote de doña Huesca para ayudar a desamarrar los muertos.
Doña Huesca era de pocas palabras: sólo le señaló los cuerpos.
Se escuchó un murmullo: los estibadores levataron los cuerpos
-¿Ajuerinos? – preguntó alguien
- El Turista con su hijo - afirmó un policía
- ¿Quienes son? - preguntó el señor Gedezona
La Huesca hizo un gesto de ignorancia y muchos pueblinos lo repitieron.
Se acercó don Tepa, el carpintero hacedor de botes y ataúdes; tomó las medidas de los cuerpos. El niño estaba amarrado al padre.
- Se les voltió el bote en el Correntoso - afirmó don Pletorio.
- Así ha debido de ser - respondió la enana Eumarginula.
Doña Huesca los había encontrado enredados entre los sauces y arrayanes que están inclinados en las orillas.
- Vienen de quién sabe donde - dijo alguien
- Nadie preguntó nada - dijo otra voz de los pueblinos.
- Se jueron, se jueron - dijo otra voz -, y ya no han de regresar.
En eso llegó el cura que bendijo al padre y al hijo, primero; a la multitud después; nadie dijo nada
Nadie se atrevió a desatar al hijo del padre Así los encontró la Huesca, y así los dejaron La Huesca bajó la bandera blanca y remó de regreso, el agua salpicaba su rostro cetrino; la túnica de arpillera se bamboleaba al viento.
La Huesca, que vivía en el agua más que en tierra, se fue alejando.
Algunos pueblinos siguieron al cura, otros regresaron a sus casas, las rondas se deshicieron.
- ¡Que se fue la Huesca! - repitió don Ramiro- ¡que se fue, que ya se fue!
Silenciosas golondrinas dibujaron pequeños arcos blanquinegros sobre las nubes grises.
de La Huesca y otros relatos, Ed. Rumbos, 1995
Liliana Pualuán vivió su infancia en Puerto Aysén. Ha publicado cuentos, novela, participado en antologías, ferias del libro y talleres literarios.

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