21 febrero, 2008

Pìa Barros, Santiago de Chile, 1956.

El orden de las cosas

Ante la recepción del ese hotel de mala muerte, donde no me atreví a bromear por la ausencia de la letra O en el letrero que pomposo señoreaba sobre el techo “ H tel Ciel”, te llamé Talo y pienso que ese fue el segundo orden que tomaron las cosas.
El hombrecillo de cejas depiladas sonrió con mecánica afectación y preguntó:
- ¿Y Don Gonzalo cuánto es usted?
Y yo agregué socarrona
- Widow, don Gonzalo Widow.
Me miraste de reojo pero yo percibí los cuchillitos que pretendían taladrar mis arranques de humor.
Estábamos algo tensos y por suerte que el hombre de modales de medusa húmeda ignoró el respingo que diste al firmar junto a Gonzalo Widow y Sra.
- La habitación está aquí nomás, a la vuelta. Es la cabaña tres. Si quieren, yo les bajo las cosas del auto.
- No es necesario- te apresuraste- gracias.
Tomé la llave y nos dirigimos hacia la puerta donde pampeaba un dorado tres plástico con pretensiones de metal. Dos camas, una silla, la clásica mesa coja y una lamparita nos aguardaban. Entre los dos respaldos de las camas, un afiche desvaído de plaza de toros hacía imposible adivinar si era México o España.
Cuando me arrojé, agotada, sobre la primera cama ante mí, tu voz resonó:
-Baja los pies y primero ve a ducharte. No importa lo que haya pasado, todavía eres mi hija.(...)
Por un instante, solo un segundo, alcancé a tener lástima por el cuerpo de mi madre, enrollado en plástico y acurrucado en el portamaletas del auto.
Talo trajo el bolso y me enfunde en unos jeans limpios, como no tenía otra polera, tuvo que darme una de sus camisas. En el asiento trasero, nuestras ropas sucias del día anterior reclamaban un buen lavado sólo en la privacidad.
Dormimos unas horas y al comenzar la tarde, desperté con el sobresalto de quien está siendo observada. Estabas a los pies de mi cama, sentado sobre una sillas, mirando obcecado, como los niños, esperando que yo despertara.

- Vamos, dijiste, creo que debe ser ahora. (...)
Le dijiste que volveríamos a cenar, seguramente para mantenerlo ocupado y subimos al auto.
Cuando mamá se emborrachaba, el mundo parecía un lugar mejor para vivir. Bailaba un rato por la cocina, nos abrazaba a papá o a mí, tarareaba canciones sin sentido y luego, exhausta, se dejaba caer en cualquier sitio ya fuera la alfombra del living, el sofá o la terraza. Entonces, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo de antemano, papá y yo nos acurrucábamos junto a ella, y nos abrazábamos, como las familias de verdad y podíamos hacerle cariño a su rostro relajado, a su boca algo gruesa en el labio inferior, como si estuviera en un permanente puchero de niña ofuscada que, aunque lo practiqué semanas ante el espejo, yo nunca pude imitar. El rostro de mi madre era hermoso, suave, sin aristas, cuando tenía cerrados los ojos. Su piel tersa, blanca y el pelo negro, negrísimo, que caía en pequeñas ondas hasta los hombros.
Así, dormida en el olor acre de los borrachos, ella nos acercaba al paraíso.(...)
Cuando mamá abría los ojos, la paz y el orden de las cosas, morían.
A veces, como una gata engañosa, esos enormes y rectangulares ojos verdes se agudizaban para preguntar susurrantes “¿Aún me quieren?”, y nosotros sucumbíamos de inmediato y gritábamos eufóricos “Sí, siempre, siempre”.
Entonces ella se levantaba de improviso y nos quedaba mirando desde arriba, “ Ya veremos el límite de su amor” amenazaba y nos dejaba allí temblantes, aterrados.
El viento me zumbaba en los oídos y el frío nos calaba hasta el temblor. Fui con papá al auto y le ayudé a llevar el rígido encogimiento de mamá.
Aunque tenía los ojos sorprendidos y una sonrisa congelada, se veía bellísima a través del plástico.
Con esfuerzo, la pusimos en la tierra. Se que papá pensó lo mismo que yo y por un instante quisimos acurrucarnos junto a ella.
Hacía frío, mucho frío.
Cuando papá se llamaba Ricardo y yo no usaba maquillaje, nos sentábamos juntos en los peldaños que iban de la cocina al patio y el me abrazaba, tratando de explicarme el orden de las cosas, el por qué debíamos permanecer en silencio y escondido, mientras mamá gemía en el dormitorio, desnuda, junto a un extraño.
Las explicaciones de papá consistían en un abrazo fuerte, un dedo silenciando mis preguntas y uno que otro brillo de lágrimas en sus ojos castaños.
Cuando yo era muy pequeña y algún desconocido estaba con mamá, él me llevaba a pasear y a comprar helados, hasta que un día los helados me supieron amargos y su sola mención me provocaba arcadas.
“Se que están ahí”, gritaba mamá, “vengan” y aún tenía al extraño entre las piernas cuando nosotros nos asomábamos.
El sujeto invariablemente, corría con sus pantalones con el rostro desencajado por el miedo. Debíamos ofrecer un extraño espectáculo, papá y yo, de la mano, en el vano de la puerta.
“¿Todavía me quieren?”, gritaba histérica mamá, mientras el hombre corría llevándose sus ropas y dejando siempre algo olvidado por ahí.
“Te amamos”, decíamos, y mamá lloraba y nos abrazaba y nos estrujaba a besos y caricias y rasguños y me echaba de la pieza, pero yo sabía que, llorosos y desolados, papá y ella hacían el amor, mientras ellas suplicaba “No me quieran, no me quieran, no me quieran…”. Yo entonces iba a la cocina y dibujaba pájaros sobre la pizarra del refrigerador.
Me incliné y tomé un puñado de tierra para tirarla sobre ella a modo de sepelio. Papá tomó otro puñado e hizo lo mismo. Después, con la pala empezó a llenar el agujero. Yo veía como, con cada palada, mamá nos iba dejando atrás, como quería.
Un mes antes, papá había renunciado a su empresa y habíamos decidido viajar por el país. Yo creo que era por la vergüenza, el estar siempre dando explicaciones a los vecinos por los gritos de mamá, por los extraños, porque ya no podíamos seguir cambiándonos de casa a cada nuevo escándalo.
El estaba cansado y sentía lástima de sí mismo y de mi, que no tenía amigos ni amigas y que en mis quince años, jamás había llevado a nadie a casa.(...)
La hostería era como todas fuera de la temporada turística, vacía, con un encargado entusiasta y deseoso de propinas.
Te pregunté en voz alta, para completar el puzzle de la revista “¿Cómo se llaman los ofidios que se pueden matar a sí mismos?”, “Crótalos”, dijiste.
Después, yo te llamaría Talo.
Mamá estuvo contenta, conversadora e insistió en maquillarme y ponerme bonita. Papá se fue a caminar por los alrededores.
Ella limpió su rostro, hasta que casi semejó a una niña, y maquilló el mío hasta que me vi como una mujer.
Nos vimos ante el espejo y ella insistió en que nos tomáramos una foto con la Plaroid.
Salió corriendo hasta el auto, pero como estaba en ropa interior, se puso mi chaquetón.
De lejos, mi padre gritó:
-Beca, ven, aquí hay lagartijas.
Ella se quedó suspendida, rígida, como un sabueso, pero luego le devolvió el grito:
-Soy yo, Alejandra- y agitó la mano.
Entró tan rápido como había salido y nos instalamos ante el espejo del baño, complicadas para buscar la pose en la foto. Como era muy pequeño el espacio, desistimos y nos fuimos a la sala.
Mamá puso sobre una silla la cámara y las dos nos echamos al suelo, con el rostro entre las manos y enfilado hacia el lente, sonriendo, mientras el clic anunciaba que estaba lista la imagen.
Papá llegó un rato después, para observar el rostro contraído de mamá mientras examinaba las fotografías.
-No me amen, masculló, no soy única, hasta mi dolor se repite…
Se puso el lápiz labial en su boca de puchero, una blusa azul y dijo que se iba a conversar con el encargado.
Era noche cerrada cuando la última palada de tierra terminó de cubrir a mamá. Había estrellas en la oscuridad, casi demasiadas y parecía que el mundo se había puesto de rodillas ante ella. Por un instante, nuestra desolación se ocultó en el paisaje.
Mamá se fue a “conversar” con el encargado y le pidió dos vodkas secos. Yo salí tras ella y la observé bebérselos uno tras otro, acodada en el mesón.
El empleado, por sobre la cabeza de mi madre, guiñó un ojo en mi dirección, así es que giré para ver si alguien estaba a mi espalda: pero no, era a mí. Fue la primera vez que un hombre me miraba de ese modo, el modo en que siempre habían mirado a mamá. Me inspeccioné en el reflejo de la vidriera y vi a una mujer excesivamente maquillada. Mujer, entiéndase, no adolescente. Fue una sensación extraña, agria, desconcertante, el no reconocerme de inmediato en el reflejo.
Papá me hizo señas desde la cabaña para que la dejara sola y me escondiera con él, pero yo a mi vez agité la mano a la distancia para que me dejara en paz.
Mamá pidió otro, seguro, porque vi al encargado servírselo y volver a guiñarme el ojo mientras mamá bebía hasta el fondo del vaso. El hombre me hizo unas señas y pude darme cuenta de que más tarde, cuando ella se durmiera, él me invitaba a pasear.
Algo parecido al vértigo se me instaló hasta la náusea, respiré profundo, pero había mucho polvo, mucho calor en el entorno. A unos minutos de la hostería, Copiapó hacía señales verdes en el desierto.
Volví la mirada a lo que ocurría tras los ventanales y al parecer mamá había dicho algo porque el hombre reía socarronamente ante la furia de mamá que gesticulaba y agitaba sus brazos, y mostró sus pechos abriéndose la blusa. El hombre miró hacia la puerta y ella a su vez giró y me sorprendió espiándola a través del vidrio. Se cerró la blusa casi cruzándola del todo sobre el pecho y echó a correr hacia nuestra cabaña, algo aturdida y entorpecida por los vodkas.
Fui tras ella y me insultó. Dijo que no la queríamos ya, que tampoco debíamos quererla, que nadie debía hacerlo y que yo ahora iba a ser la deseada indeseable, la no amada, la loca.
Yo tuve miedo, un miedo que me entumecía mis piernas, mientras la veía abalanzarse sobre el bolso de las provisiones y tirar fuera los fideos, el azúcar, la olla de camping, los fósforos, el café, hasta dar por fin con el whisky, destaparlo y beberlo directamente de la botella.
Me puse contenta: mamá se emborracharía, volvería el orden de las cosas, y fui en busca de papá, que estaba a cierta distancia, observando algo en el suelo.
Cuando llegué hasta él, me mostró una lagartija enorme, confundida con el polvo. La observamos juntos largo rato, pensando en lo mítico de esas criaturas prehumanas, en sus ojos sabios, en esa mirada a la que nada podría escandalizar o sorprender.
Ante ella, éramos una familia como las otras, algo difusa, pero cuánto habría en su mirada, cuánto de todo aquello que sus antepasados, subrepticios o malvados, mágicos o reveladores, le habrían enviado como señales por el camino de la sangre… ¿Tendrían sangre las lagartijas? ¿Cómo sería la nuestra?.
Volvimos a la cabaña para observar a mamá tendida, con la botella a medio beber a su lado, mascullando obscenidades, pero ya por fin al borde abisal del sueño.
Nos miramos con papá, sonreímos y nos acurrucamos junto a ella.
Nos dormimos pensando en la lagartija y en que la felicidad es a veces tan extraña.
Si mamá abría sus ojos verdes el mundo se ponía de rodillas ante su mirada y papá y yo sólo temíamos, temíamos más certeramente cuando mamá abría sus ojos a la tierra.(...)
Mamá se levantó sin que nos diéramos cuenta y nos dejó acurrucados, dormidos sobre el piso.
Despertamos sobresaltados con los gritos y vimos el reguero de su ropa en el suelo. En algún lugar, de seguro cerca del encargado, mamá estaba gritando desnuda. Corrimos hacia la recepción, para ver en ese instante a mamá abalanzarse sobre el encargado, blandiendo un cuchillo inmenso en su mano derecha.
El forcejeo fue breve y ambos cayeron. Todo pareció detenerse en un segundo y luego, mamá se levantó, ante los ojos desorbitados del hombre en el suelo.
Estaba de espaldas a nosotros, cuando le oímos decirle:
-Tú me liberaste.
Y luego cayó junto a él, encogida, echando extraños borbotones rojioscuros por la boca.
Nos quedamos quietos, estupefactos, los tres. No había más ruido que el de la boca manchada de mamá, como si tuviera el lápiz labial corrido.
Papá fue el primero en acercarse. Caminó hacia ella y la cogió en sus brazos, como hacía conmigo cuando era niña, acunándola, susurrándole secretos inaudibles. Mamá lo miraba sonriendo, hasta que un velo extraño le fue subiendo por el verde para dejar sus ojos opacos y sin brillo.
A mi lado, sentí que el hombre sollozaba. No le prestamos atención.
- No fue culpa mía, fue un accidente, ustedes lo vieron, no me denuncien por favor…
Papá la puso encogida sobre el suelo y los dos nos abrazamos a su cuerpo desnudo, pero no pudimos dormir, teníamos los ojos abiertos, muy abiertos. (...)
- No la toque, ahora es nuestra.

- La acomodó encogida en el portamaletas.
Volvió junto a nosotros y pidió toallas, limpiamos los restos de sangre del suelo.
Luego fuimos a la cabaña y nos cambiamos las ropas, que dejamos en un bolso en el asiento trasero.
No recogió más nada, así es que aproveché de tomar los maquillajes de mamá, con los que más tarde jugaría, en medio de un silencio feroz, durante cientos de kilómetros, antes de llegar a Calama.
El hombre se quedó parado junto a la hostería, mirándose las manos una y otra vez incrédulo.
El auto estaba frío y nosotros también, así es que papá demoró unos instantes en hacerlo partir. Nos sentíamos tan solos ahora, con el portamaletas vacío, con la vida opaca que nos quedaba por delante.
Al pasar de regreso frente al ojo de agua, le pedí que se detuviera un momento. Tomé el bolso con nuestras ropas ensangrentadas y bajé para arrojarlo con todas mis fuerzas al centro del ojo. Sólo escuché el chapoteo al hundirse.
Antes de regresar a la cabaña 3, del hombre de las cejas depiladas, ya no quedaba en mí ni un rastro de maquillaje. Creo que habíamos llorado. El orden de las cosas no sería lo mismo sin ella.

Pía Barros no abandonó Chile durante la época de la dictadura y, por esta razón, su actividad como tallerista, editora y escritora está demarcada e inscrita por la experiencia del exilio interior. Por un lado, destaca su labor en los talleres de escritura, que comenzó en el año 1976, en plena dictadura militar. OJO (No fui pionera, solo fui una mas, pero tal vez si haya sido una de las iniciadoras de talleres para mujeres) Fue pionera en la imperante tarea de alfabetización y desarrollo de la lengua en grupos formados por gente marginada o con problemas de integración social, especialmente mujeres. (Inicialmente, esto fue por política; mas bien consistía en enseñar a las mujeres a escribir cartas a Organismos Internacionales de Derechos Humanos, relatando la desaparición de esposos, padres o hijos).
En 1985, inauguró la editorial Ergo Sum, donde aún hoy se publican los originales ‘libros objeto’ que ella misma creó, promovió y distribuyó clandestinamente durante años para sacar a la luz las distintas historias producidas en sus talleres literarios. Por otro lado, posee una prolífica carrera como escritora feminista autora de numerosos libros de cuentos y una novela: Miedos transitorios: de a uno, de a dos, de a todos (cuentos, 1985), A horcajadas (cuentos, 1990), El tono menor del deseo (novela, 1991), Signos bajo la piel (cuentos, 1994), Ropa usada (cuentos, 2000), Lo que ya no se encontró (novela digital, 2001), Los que sobran (cuentos, 2002) y Llamadas perdidas (cuentos, 2006).... Para leer la entrevista completa clikeá aquí

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Encantadora !

Anónimo dijo...

muy bueno...lo re-co-mien-do...

Anónimo dijo...

INVITACION

AGENDA MAYO
ACTIVIDADES CULTURALES
COMPLEJO BIBLIOTECARIO MUNICIPAL
CASA DE LA CULTURA
FRANCISCO LOPES MERINO
Calle 49 nro.835

Jueves 29 de Mayo

LETRAS CONCURSOS

19 hs
LANZAMIENTO: 7MO.CONCURSO LITERARIO AURORA VENTURINI – 2008
Presencia de la reconocida Escritora Aurora Venturini, acompañada por jurado del concurso los escritores Guillermo Pillia, Elba Ethel Alcaraz y Marta Darhampe,
Presencia De la Narradora Oral Teresita Bustos
Palabras de Soledad Garriga
Contara con la presencia de La Narradora Oral Teresita Bustos
Calle 49 nro.835





aurora venturini
curriculum

Una mujer de 85 años ganó el "Premio Nueva Novela 2007"
La novela Las primas de la escritora argentina Aurora Venturini, de 85 años, ganó la primera edición del Premio Nueva Novela, que organiza el diario Página 12, dotado de 30 mil pesos y la edición de la obra.
El martes pasado, un jurado integrado por Juan Ignacio Boido, Juan Forn, Rodrigo Fresán, Alan Pauls, Sandra Russo, Guillermo Saccomanno y Juan Sasturain dio a conocer la obra ganadora del Premio de Nueva Novela Página/12. La autora de Las primas resultó ser Aurora Venturini, una mujer de 85 años, licenciada en psicología, viuda del historiador Fermín Chávez, amiga de Eva Perón, exiliada durante la llamada Revolución Libertadora, compañera de parranda de la troupe existencialista de Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, autora de más de treinta libros, incluidas novelas emparentadas con Las primas y trabajos críticos sobre poetas como Lautréamont, y una larga lista de premios en la Argentina y en el extranjero. Pero lo más sorprendente es, sobre todo, la singularidad de su estilo, cargado a la vez de humor negro y candor. En esta entrevista, ella misma recorre su vida y habla del libro que será publicado por este diario en las próximas semanas.

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