25 mayo, 2007

Breve historia casi real de Maria Esther De Miguel(Argentina,1929-2003)


Se llamaba Sacramento Álvarez. Era alto y flaco, y de puro encorvado parecía un garabato.
Era, además, el cuidador del cementerio en ese pueblo de mala muerte donde hasta la muerte
podía ser una novedad. Aquel día, Sacramento Álvarez quedó agotado: había muerto Luisa Rossi,
la rubia enfermera de la clínica, y acontecimientos como ése, claro está, incidían en su labor.

El tuvo ocasión de escuchar las dispersas voces que propagaron la noticia: una intoxicación,
parece que diagnosticaron los médicos; exceso de barbitúricos, repitieron vecinos menos piadosos,
aunque algunos agregaron: un descuido, quizá. Pero el rumor unánime y subterráneo musitó: suicidio.
A Sacramento Álvarez sólo le quedó la pena de saber que ya no vería más a esa muchachita frágil
que todos los domingos, apenas asomaba el alba, se acercaba hasta el cementerio para perderse
entre sus minúsculos senderos, un ramo de rosas en las manos y una mirada triste en los ojos claros
rumbeando, precisamente, para el lado ese al que la habían llevado por la mañana, un lugar cercano
a la venerable bóveda de los Fernández Duval.

Vaya pues con la coincidencia, pensó ese día y al siguiente, cuando regresó para retirar las flores que,
marchito su esplendor de un día, proclamaban la fugaz persistencia de lo efímero. Porque, miren que
en su momento el pueblo habló y habló de esos dos: de la enfermera rubia y del doctorcito aquel,
recuerda Sacramento Álvarez. Y si no insistieron más en la cosa, fue por el alto cargo del hombre,
por la prudencia de su propia mujer, y por ese accidente en el que ambos murieron unos meses atrás,
poniendo así fin al vértigo de conjeturas.

"Aquí reposan los restos del doctor Elbio Fernández Duval, médico ejemplar, y los de su mujer,
María Teresa, esposa abnegada", decía la leyenda al pie de las dos estatuas que la solidaridad de
la gente levantó en el lugar. Por pura costumbre, Sacramento Álvarez volvió a leer la inscripción
ese día; pero algo insólito llamó su atención primero, solicitó su asombro luego y concluyó alarmándolo:
desde la vecina tumba de Luisa Rossi, un leve trazo de pisadas nacía, se prolongaba y concluía justo
frente a la estatua del doctor Fernández. Ajá, musitó, ya casi repuesto, como haciéndose cargo de la cosa,
más intrigado que sorprendido ante los dobles y entremezclados rastros que desde la grava, el pasto húmedo
y la callejuela polvorienta, parecían deshacer, con agresivo desparpajo, la intimidad de un secreto.

Ni por un momento Sacramento Álvarez pensó que la influencia del tinto, al cual era adicto, lo volvía
propenso a divagar; tampoco se imaginó víctima de alguna fantasía: simplemente se supo depositario
de un secreto y se quedó callado, sin decir ni mu ese día ni los días siguientes. De algún modo, su silencio
fue el homenaje o la colaboración que pudo brindar a los enamorados urgidos a concluir con tres vidas para poder entenderse sin mañosos estorbos. Y hasta compadeció a la otra, a la mujer de Fernández, de rostro inmutable, en vida, como las ondulaciones de su traje de mármol entonces.

Durante algunos meses las cosas siguieron tranquilas, dentro de su sigilosa ambigüedad, hasta que se
aproximó el primer aniversario de los Fernández Duval.

Conocedor de las circunstancias lugareñas, Sacramento Álvarez supo que para esa fecha la gente sacudiría
sus hábitos letárgicos y se volcaría con flores, placas y discursos en el cementerio. La tarea de él consistiría, entendió, en extremar cuidados a fin de que la vieja grieta por la que tantas habladurías se habían colado, no volviera a abrirse: así lo exigía el eterno reposo de sus muertos, dictaminó.

Limpió una tumba y la otra, repasó baldosas, mármoles y césped una vez y otra vez y, en el anochecer de
esa víspera, hasta marchó de una sepultura a otra –de una sombra a la otra, habría que decir para ser más exactos–, murmurando quién sabe qué; aconsejando prudencia, pienso yo.

No obstante, a la mañana siguiente, como sabiendo de antemano que mal pueden dos enamorados acatar los consejos de un viejo, apenitas el sol apuntó en la satura con que cielo y trigo cercaban al pueblo por el lado
del horizonte, Sacramento Álvarez cargó con sus elementos de limpieza y marchó hacia el rincón de sus desvelos, adelantándose al más madrugador de los pobladores. No sería por él, no, que el secreto se
propagaría a los cuatro vientos, comunicando el extraño intercambio sentimental que noche a noche allí se cumplía.

Pero, al llegar al lugar, Sacramento Álvarez sonrió enternecido, casi con agradecimiento, podría decirse,
a esos dos enamorados que, pese a sus conjeturas maliciosas, se habían abstenido del encuentro o, por lo menos, evitaron dejar rastros que alertaran a la gente del pueblo. Ante el sendero impecable, apenitas
salpicado con alguna gota de rocío, supo que estaban de más sus cuidados. Y ya se volvía a su casa a fin
de ponerse el traje reservado para ocasiones como ésa, en que debía presentarse con toda su dignidad,
cuando descubrió algo que esta vez sí lo enterneció de veras: las manos de María Teresa Fernández,
encogidas sobre su falda de mármol, estaban sucias de tierra, salpicadas de grava y, en sus rodillas, restos de césped atestiguaban el largo trajinar de quien se había adelantado a los propios afanes de él, de Sacramento Álvarez.

del libro "EL OTRO LADO DEL TABLERO"(Editorial Planeta, Argentina ,1997).


María Esther de Miguel nació en Larroque, Entre Ríos. De joven fue monja y luego se volcó a la literatura. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y literatura italiana contemporánea en Roma. Se ha dedicado a la enseñanza y al periodismo; fue directora de la revista literaria Señales. Entre sus obras destacan: La hora undécima (1961), el volumen de cuentos Los que comimos a Solís (1965), Espejos y Daguerrotipos (1980), La amante del Restaurador (1994) y El general, el pintor y la dama (Premio Planeta, 1996). La novela Pueblamérica (1973) fue reeditada en 1998 con el título Violentos jardines de América. De este mismo año es Un dandy en la corte del rey Alfonso. Es autora, además de una biografía sobre Norah Lange (1991).

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