24 abril, 2007

Patricia E. Blumenreich *Uruguay (1954).


GUANTES BLANCOS

por Patricia E. Blumenreich






Habían pasado seis meses desde la última vez que vi a mi madre. Aquel día, al despedirme de ella en la sala de espera del aeropuerto regional, no pude evitar sentir cierta aprensión y temor por su futuro. Mi padre la había abandonado dos semanas atrás luego de cuarenta años de matrimonio. Por primera vez en sus sesenta y cinco años ella viviría sola, sin los padres que la sobreprotegieron en la niñez y sin el marido que creí la había guiado y acompañado durante su vida adulta. Mi hermana Cathy y yo tomamos aviones que nos llevaron a cientos de kilómetros de distancia de la casa que había compartido con mi padre y donde ahora viviría sola. Durante las primeras semanas luego de nuestra despedida, Cathy y yo la llamábamos frecuentemente con la intención de asegurarnos de que sabía pagar las cuentas, de que salía con sus amigas del Country Club y de que no había interrumpido los partidos de bridge que había jugado por décadas. El paso de las semanas y los meses trajeron la tranquilidad que necesitábamos, la certeza de que mamá, quien estábamos convencidas había dependido de papá para tomar todas las decisiones, podía funcionar por sí misma. Lo que es más, en nuestro secreto egoísmo, que no iba a depender de nosotras para poder desenvolverse como un adulto independiente.

Su llamada me sorprendió una de las tantas mañanas en las que sentía que cada minuto perdido era irrecuperable, atrasada desde que desperté. Casi no reconocí su voz, llena de entusiasmo, energética, jovial. Mi imaginación, más veloz que mi habilidad de escuchar la razón de su inesperada llamada e inundada por el súbito pánico, creó emergencias que obligarían a reorganizar mi día, quizás toda la semana, si debía acudir en su ayuda.

-Lynn querida, no tenés nada de que asustarte,- intentó calmarme al percibir mi ansiedad- pero tengo mucho para contarles, y quería saber si Cathy y tú pueden venir pronto así conversamos y las pongo al día acerca de las novedades.

-Pero mamá, hablamos a menudo por teléfono. ¿Por qué no nos contás lo que sea cuando hablamos? Sabés que es tan difícil salir de casa, dejar todo, conseguir una sitter- y lograr que mi marido cancele un viaje de negocios para cuidar a los niños, pensé. Pero mis argumentos no tuvieron efecto en ella, que insistía en contarnos acerca de su vida en persona. Eventualmente accedí a visitarla en dos semanas. –Una cosa más,- me dijo antes de terminar la conversación- hacé reservas en un hotel. Ya no vivo más en casa, alquilé un apartamentito.

La reacción de Cathy, al igual que la mía ante la invitación y sobre todo la mudanza, nos pareció repentina e irresponsable. ¿Cómo se atrevía a vender la casa en la que crecimos sin habernos consultado? ¿Y qué podía ser tan importante que nos obligaría a interrumpir nuestra precaria rutina? Pero, al igual que yo, Cathy aceptó viajar. Dos semanas después nos encontramos compartiendo un cuarto de hotel, la primera vez desde nuestras últimas vacaciones en la infancia. Siguiendo las instrucciones que nos había dado por teléfono, la esperamos en un restorán del que ninguna de las dos había oído hablar en lugar del country club donde todos los jueves de noche y sábados al mediodía había comido con papá sentada a la mesa con vista a la piscina y campo de golf. El local, un ciber-café vegetariano frecuentado por estudiantes universitarios, era tan diferente a todo lo que ella era y prefería, que creímos haber hecho un error, habernos perdido. A mamá nunca le agradaron los cambios, y, o los rechazaba o demoraba en aceptar, manteniendo sus costumbres al igual que su vestimenta, sus trajes chaqueta de colores sobrios, la chaqueta entallada y la pollera angosta hechas a medida, los zapatos de taco que armonizaban con la cartera, los guantes blancos y sombrero en una época en la que ya nadie vestía así, con un fervor que en nuestros años de rebeldía desafiamos. Ese día, habiendo dejado atrás la etapa en la que vestíamos los jeans más descoloridos y los buzos más rotozos con tal de provocar su irritación, ambas elegimos trajes para nuestro encuentro, el mío azul, el de Cathy gris, tratando de conformar a su gusto, de formar con ella un trío de similitud, de no ser una nota discordante. Mientras dudábamos si llamarla para confirmar nuestro supuesto error, vimos entrar a una mujer, su figura vagamente similar a la de ella. Esa mujer, el pelo crespo canoso tocando sus hombros, los lentes sin armazón dejando entrever sus ojos sin maquillaje, una blusa blanca y cinturón tejido ciñendo la cintura de una pollera amplia estampada que llegaba a los tobillos cubiertos por medias blancas, las sandalias anchas y chatas, se acercó a nosotras, una amplia sonrisa iluminando el rostro. ¿Acaso esa podía ser mamá? ¿La mujer a la que no conocíamos con otro color de pelo que el rubio que le teñían en la peluquería a la que iba todos los miércoles de mañana, que se pintaba los labios con un rojo brillante antes de bajar a tomar el desayuno, su cara siempre empolvada, una mujer a la que nunca vimos en taco chato? Mi primera reacción ante esa mujer que no reconocí como la madre que yo conocía, mi madre, fue una de rechazo, incredulidad, sospecha. Mamá se parecía a nosotras, o a lo que nosotras fuimos o quisimos ser una vez, o tal vez nosotras a mamá, aunque no ahora, en nuestros trajes clásicos con los que sobresalíamos de entre todo lo que nos rodeaba, sobre todo nuestra madre, que parecía más joven que nosotras. –¡Por fin soy una mujer libre,!- fue su primer comentario al sentarse a la mesa y apretar nuestras manos, -¡por fin puedo ser yo! Me siento como si alguien me hubiera desatado, librado de una mordaza. ¿Se dan cuenta lo que eso significa?- preguntó sin esperar una respuesta mientras alternaba su mirada entre Cathy y yo, súbitamente incapacitadas por la sorpresa. -¡Por fin puedo usar lo que quiero cuando quiero y hacer lo que se me de la gana! El mejor regalo que me hizo vuestro padre en toda la vida, haberme dejado- dijo con aparente alivio.- Hasta estoy tomando unos cursos de antropología y me voy de viaje en unos días. Recobré mi libertad, ¿se dan cuenta? Mi libertad- repitió como si recién hubiera salido de una cárcel en la que había sido prisionera toda su vida.

-No creí que habías sido tan desgraciada con papá- dijo por fin Cathy, que la observaba con escepticismo, claramente desilusionada ante esta nueva madre que acabábamos de conocer. Nos confesó entonces que siempre se comportó y vistió como lo hizo porque así lo había querido papá; que su pelo duro pintado, sus trajes apretados, su vida social en el Country Club, sus guantes blancos, todo lo había hecho para satisfacer a papá sin nunca atreverse a mencionar su disgusto, que todo había sido por lo que designó como "el bien del matrimonio", "la paz conyugal". Ahora papá había desaparecido de su vida, física y obviamente emocionalmente también, finalmente dejándola en libertad. –Y no me digan- siguió, su cara tan cerca de las nuestras que su aliento a almendras pareció tocar mi piel, - que nunca pensaron en todo lo que hacen para mantener el matrimonio andando aunque no las haga feliz, porque si nunca lo pensaron están peor de lo que yo nunca estuve.- Las protestas de Cathy defendiendo la elección de su pareja, con quien vivía hacía años, y mi silencio, no parecieron afectarla, orgullosa de sus decisiones y aparentemente indiferente a nuestra opinión.

No supimos más de ella por varias semanas. Cathy y yo tomamos nuestros respectivos caminos evitando hablar del tema que aunque pareció ser un episodio irreal, logró echar raíces en nuestras mentes. Cada vez que pensaba en mi matrimonio, que parecía haber llegado al punto del que no podía progresar, el trabajo que no me satisfacía, una vida que parecía tener más descontentos que satisfacciones, me preguntaba si era como mamá había sido, o quizás yo era peor, mucho peor, porque ella nunca demostró la falta de alegría que yo no sabía esconder; ella siempre se mostró en control de su vida, una mujer estoica, alguien digna de emular. De a poco y casi sin quererlo, esperando sentir la felicidad o quizás el conformismo que llegaría si simulaba lo suficiente, cambié mi actitud, mi vestuario, mi color de pelo, hasta mi espalda ahora se sentía rígida. Cathy me llamó un día, el tono de su voz tenso, la imaginé apretando el auricular. –Dejé a Ron,- me dijo, -lo dejé porque por fin me convencí de que nuestra pareja no marcha y no voy a pasar el resto de mi vida en una mentira como lo hizo mamá.- No supe si felicitarla por haberse percatado de su infelicidad y haber hecho algo al respecto, desearle suerte o sentirme triste por ella, porque, después de todo yo también había cambiado, aunque de otra manera.

Recibí una tarjeta de mamá poco tiempo después, su letra clara, los trazos delicados demarcados en tinta azul oscura sobre el papel amarillo pálido que olía a su fragancia y que había usado por años para comunicarse con sus amistades. Nuevamente nos pedía reencontrarnos, "para contarles algunas novedades acerca de papá y yo". Pero esta vez, contrariamente a lo que supuse, nos invitó al Country Club. Cathy y yo nos encontramos nuevamente en la misma pieza de hotel, y mientras me ponía el traje chaqueta azul y me pintaba los labios del mismo color que mi madre había usado en una época, me pregunté si esta vez la reconocería. Cathy, en jeans gastados y campera, la actitud de rebeldía y desafío renacida de su adolescencia, me observó con curiosidad e intercambiamos miradas críticas a las que no nos atrevimos darles palabras. Sentadas a la mesa que reconocimos como la de nuestros padres, esperamos a mamá, buscando a la figura que se movía con agilidad, la pollera amplia rozando las mesas. La vi entrar al salón comedor, su cuerpo erguido, su espalda recta, sus tacos altos y medias de seda, quitándose los guantes blancos mientras se acercaba a nosotras, la sonrisa débil en los labios rojos apretados. De inmediato supe lo que nos iba a comunicar. Papá había vuelto. Se habían reconciliado. Miré a Cathy, su boca contorneándose en una sonrisa sarcástica, y miré mi falda sobre la que había colocado un par de guantes blancos, y me pregunté, ¿qué va a ser de nosotras? ¿qué va a ser de mí?


Patricia E. Blumenreich nació en Montevideo, Uruguay (1954). Se graduó de la Facultad de Medicina de la República Oriental del Uruguay en 1980 y emigró a los Estados Unidos en 1981. Se especializó en Psiquiatría en la Universidad de Louisville, Kentucky. Integró la cátedra de dicha universidad por varios años y recibió el Golden Apple Award (premio al mejor profesor del año) en 1992. Publicó artículos relacionados con su especialidad médica en Postgraduate Medicine, Journal of the Kentucky Medical Association, Clinical Advances in the Treatment of Psychiatric Disorders. Es el principal editor del libro “Clinical management of the violent patient. A clinician’s guide” (Brunner Mazel, 1993) y autor de cuatro de los capítulos de tal libro. Es principal autor de un capítulo sobre alucinaciones en el libro “Difficult Diagnosis II” (WB Saunders, 1992). Reside en Minnesota desde 1995. Ha publicado un libro de cuentos en español, Vidas, y divide su tiempo entre la práctica a tiempo parcial de la psiquiatría y a escribir ficción. En breve publicará otro libro de cuentos.

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