15 marzo, 2007

Àngela Hernández Núñez -República Dominicana, 1954-

Ojos Aguados

Filomena se negaba a irse, tal vez porque le faltaban sus cabellos. No era como otros difuntos, que meten miedo o revelan lugares en los que están enterradas piezas de oro. Deambulaba por ahí, sobre todo al atardecer, tal como fue en la vida, sin ofender ni admirar, únicamente molestando con su pura existencia. Las hermanas intentaban averiguar dónde había escondido la madre la cabellera que le cortó, ya colocada en el ataúd, por disconformidad con Dios; pero la madre estaba demasiado vieja, no recordaba que hubiese sepultado los cabellos, ni que la hija hubiera fallecido, ni tampoco se acordaba de aquello que sentenció con encono: no se irá entera, el tiempo que luchaba con las tijeras botas encima del cadáver. Había que entenderla, también estaba muy acabada en ese momento.
Filomena nació con el color de un limón maduro. La madre le prometió a Jesucristo que nunca le cortaría el cabello, a cambio de que mudara de aspecto. Como a los catorce, se volvió rosadita, pero entonces, ya se sabía que lo de la niña no era sólo de color. No se parecía a nada ni a nadie. El padre vivía sospechando de la veracidad de su filiación. Aunque, a decir verdad, el único rasgo familiar de la niña lo había heredado de él: lentitud, pesadez, resistencia al desplazamiento. Pero incluso esta cualidad le negaba el padre, razonando que la lentitud no le era natural, le había venido con el azúcar en sangre, con el sobrepeso y la vejez. El, igualmente, tenía demasiados años al concebir a Filomena, diez más que la esposa.
Como rechazando las edades de los padres, ella parecía carecer de edad. Al momento de su muerte debía estar cerca de los treinta años, y se veía del mismo modo que en la adolescencia: sonreída, queriendo a las personas, de las que sabía el nombre.
Sin embargo, no había que engañarse con este aspecto inocente y pacífico. A la menor contrariedad destrozaba lo que tuviera delante: lozas, sillas, vestidos. En una ocasión dio un puntapié a una lámpara, provocando el incendio de colchones, sábanas y mosquiteros. Cuando el fuego estuvo aplacado, quedaron los bastidores humeantes, trozos de espaldares y vidrios de las imágenes de los santos. En castigo la mantuvieron atada hasta que repararon todos los daños.
Nadie estaba preparado par atenderla ni entenderla. Por períodos se mostraba diligente: acarreaba agua, pilaba arroz y fregaba los trastos de la cocina. No le permitían cocinar, a fin de que no se acercara al fuego. Ya se sabía que éste atraía su curiosidad. A la mínima distracción, sacaba un tizón y se mantenía por ratos desprendiéndole con los dedos las películas de ceniza; cualquiera creería que deseaba pasarle la lengua. Por tiempo se convertía en una quicio, dando trabajo hasta para bañarse. Esto era de esa manera antes de que cumpliera los veinte años.
En el hogar no quedaba ninguna de las hermanas. La vivienda de la mayor estaba cerca; ella venía diariamente a ayudar a los padres. Sin embargo, el aumento del número de hijos disminuyó la frecuencia de sus visitas justo cuando más la necesitaban: Filomena andaba tras los animales, fijándose en cómo copulaban, más de una vez la sorprendieron desprendiendo a los cerdos enlazados o revisando el gallo al momento en que se encaramaba sobre la gallina.
Las personas del lugar bromeaban con ella, le profesaban afecto: Filomena, ¿tienes novio nuevo? Dízque Enrique está enamorado de ti. Anda pronto, que te quedas jamona. ¿Te dejaste quitar a Pedro? Anoche se llevó a Elvira. Filomena, te traje tu caramelo de estrellita. Se hincaba ante los mayores, a pedir bendición, pero no permitía que nadie la tocara, salvo los padres y la hermana mayor. Una equivocación en un saludo, alguien que por distracción le pusiera una mano sobre un brazo o la espalda la desquiciaba, al punto que la persona tenía que salir huyendo ante su arranque de frenesí.
La madre la quería de forma especial. Más, pasaba tanto trabajo, que a veces deseaba que muriera. Especialmente en los días en que empezó a desnudarse dondequiera. La recluyeron en el hogar, y así pasaba horas, caminando y cantando, en cueros, sin agotarse nunca. Las hermanas tuvieron que turnarse para ayudar a asistirla. Sin embargo, continuaba tan afectuosa como siempre, preguntando por cada conocido, enviando saludos y mensajes pidiendo pasaran a verla, ya que estaba quebrantada.
La situación llenaba de bochorno a la madre, quien de su parte jamás se había dejado ver desnuda, ni siquiera del marido con el que procreó diez hijos.
Filomena se fijaba en los hombres, demasiado, a juicio de los parientes, tranquilizándoles la idea de que no se dejaría poner las manos de ninguno encima, para volver a inquietarse profundamente al notarla manipular su sexo, sin la menor previsión. La madre en una oportunidad armó gran alboroto: la había visto apretar rígidamente las piernas, ponerse tiesa, voltear los ojos, el cuerpo endurecido de repente. Pensó que se le iba a morir, pero cuando llegaron la hija mayor y el marido, Filomena estaba relajada y contenta.
Con las dificultades en el trato de la hija crecieron las desavenencias entre los dos viejos. El, sugiriendo a cada rato que no podía ser suya: esa nariz afilada ¿a quién salió? Tan larga, ¿a quién salió? Tonta ¿a quién se parece? Era su manera de insinuar sospecha. No se atrevía a enfrentar directamente a la mujer, ni aceptaba que la rareza de la hija se debía a que era anormal. Por su parte, la esposa lo culpaba de los problemas de Filomena, debidos, según ella, a que se la hizo en trance de sonambulismo, mientras ella dormía. ni uno ni otro se acordaban bien como la engendraron.
Viejos los dos, apenas podían con la muchacha. La hija mayor intentó hacerse cargo, pero el marido la amenazó con abandonar la casa, debido al mal ejemplo de esa mujer en cueros, manoseándose delante de los niños. Filomena también opuso resistencia a la mudanza: había que amarrarla para evitar que huyera a su hogar original.
Con la ayuda del médico del pueblo vecino y la intervención de distintos allegados, consiguieron internarla en el Manicomio. Al cabo de un mes la devolvieron porque estaba muriéndose de tristeza. Además era mansa, y en el hospital tenían otras prioridades. Los hermanos se la rifaron resignados, siendo imposible sostenerla por muchos días en sus hogares particulares. En el caso de los hombres; las esposas no estaban dispuestas a cargar con semejante responsabilidad; en el de las mujeres; Filomena, obscena y provocadora a su pesar, constituía una peligrosa atracción para sus respectivos maridos.
Le construyeron un cuarto sin ventanas, con una única puerta que daba a la habitación de los viejos. Allí la mantenían encerrada. En los períodos de luna nueva Filomena se alteraba, gritando y arrastrando sus manos contra los setos de tablas de palma hasta que le quedaban en carne viva. Entonces los padres tomaron la previsión de atarla de pies y manos en esos períodos. A veces la hermana mayor venía a vestirla y pasearla por los alrededores. Iba tomando nuevamente el color del limón maduro, probablemente por la falta de luz solar.
Padre y madre, temblorosos ya, olvidaban las diferencias uniéndose en la aceptación del destino. Entre ambos la bañaban con agua tibia y zumo de romero. Ella la enjabonaba: él le peinaba los cabellos, cuyos flecos alcanzaban hasta los pies. Aunque la pérdida de visión le impedía advertir el regreso del color enfermo, la madre notaba que la hija se resumía, sufriendo hondamente por ello.
Cuando parecía que los tres morían al mismo ritmo, Filomena salió embarazada. Otra vez se le modificó el color, adquiriendo un rosa muy pálido. La madre lloraba ante los desvanecimientos y vómitos, sin saber bien qué sucedía. Ningún extraño tenía acceso al cuartito, el padre estaba tan viejo que resultaba absurdo atribuir lujuria al cuerpo que con escasa voluntad arrastraba. Consultado por los hermanos de Filomena, el médico del pueblo vecino les dijo que podría tratarse de un embarazo psicológico. La condujeron a su dispensario a fin de examinarla y confirmar el tranquilizante pronóstico. Ella se dejó guiar, recostándose en la cama a una indicación del doctor. Pero cuando éste trató de abrirle las piernas, fue sorprendido con una potente patada en pleno rostro. No pudieron someterla, así que la recluyeron de nuevo en el cuartito, esperanzados en que el médico tuviera razón y no fuera a nacer otra Filomena para mortificación de todos.
El vientre le fue creciendo, como sucede a una mujer preñada. Sin embargo, la notable hinchazón que le iba copando el resto del cuerpo proporcionaba mayores ilusiones sobre la falsedad del embarazo. A los siete meses era incapaz de levantarse del suelo, las piernas del grosor de un árbol joven, el cuello abotagado uniéndole el rostro al tronco en lisa configuración. Allí le echaban agua y alimentos. Dejaba que su hermana mayor le cambiara las ropas y le pusiera cayenas rojas en el pelo, dándole a veces secretos y cómplices mimos.
Muerta, el vientre sobresalía en la caja; se lo aplanaron mediante un trozo de madera amarrado a la espalda con cáñamos. La madre desvariaba: él, sonámbulo ¿qué hace?, no sabe lo que hace, sonámbulo. Cortándole el cabello para que no se fuera entera, temblándole en las manos las tijeras melladas. Los hijos la alejaban de las personas para que, oyéndola, no fueran a pensar mal sobre su padre.
Poetisa, narradora, crítica literaria, investigadora. Nació en Jarabacoa, el 6 de mayo de 1954. Estudió Ingeniería Química en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, habiéndose graduado con honores. Junto a la militancia política y la investigación de los problemas de la mujer dominicana, ha desarrollado también una prolífica labor en el campo de la poesía y el cuento. Con su novela Mudanza de los sentidos obtuvo el Premio Cole de Novela Corta, año 2001.
Obras publicadas:
Desafío (1985), Las mariposas no le temen a los cactus (1985), Emergencia del silencio. La mujer dominicana en la educación formal (1986), Tizne y cristal (1987), De críticos y creadoras (1988), Alótropos (1989), Libertad, creación e identidad, selección de ponencias Encuentro Mujer y Escritura (editora, 1991), Masticar una rosa (1993), Arca espejada (1994), Telar de rebeldía (1998), Piedra de
sacrificio (2000), Premio Anual de Cuento.

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