26 enero, 2007

Cristina Rivera-Garza (México, Matamoros,1964)




El día en que murió Juan Rulfo

foto de Juan Rulfo


¿La ilusión? Eso cuesta caro.A mí me costó vivir más de lo debido.
Juan Rulfo, Pedro Páramo.




Encontré a Blanca en el café del centro, a las seis de la tarde, tal como habíamos quedado. Como siempre, ella ya me estaba esperando en una de las mesas de la esquina, lejos de las ventanas, los trajines de los meseros y los merolicos. Nos besamos ambas mejillas a manera de saludo y nos sonreímos. Un cigarrillo a medio consumir humeaba desde el cenicero y, a su derecha, su viejo cuaderno de tapas negras estaba abierto. Dijo que ya había ordenado mi café expreso.
-Dejé de tomar café hace exactamente cuatro meses, Blanca -le informé.
La noticia no la sorprendió. Estaba distraída, garabateando una última línea en las hojas cuadriculadas de su libreta. Cuando terminó, guardó a toda prisa su pluma fuente en una cajita de madera y, todavía sin verme, entrelazó las manos y se dedicó a tronarse los nudillos uno a uno, empezando por los del dedo meñique. El sonido me enervó, como siempre lo había hecho, pero me abstuve de hacer cualquier comentario para evitar ironías innecesarias o una riña a destiempo. Teníamos poco más de medio año sin vernos, y ya más de tres de no vivir juntos, pero por una razón o por otra nunca habíamos dejado de estar en contacto. Primero fue el arreglo sobre el carro con el que ella se quedó a final de cuentas, después los préstamos de libros y discos que habíamos comprado a la par sin nunca definir a ciencia cierta el propietario. Más tarde, nos empezamos a ver sólo para criticar a nuestros respectivos amantes de paso. Unos eran demasiado irresponsables, otros muy aburridos, la mayoría demasiado jóvenes y desprevenidos pero todos, sin lugar a dudas, bellísimos. No había afán alguno de coquetería o seducción en nuestros ácidos comentarios. Blanca y yo sabíamos que nunca volveríamos a compartir una casa y mucho menos una vida juntos.
-Estoy embarazada -me anunció con los ojos clavados en su tarro de café descolorido.
Sus cabellos lacios estaban resecos y sus uñas llenas de mordiscos. No supe si tenía que felicitarla u ofrecerle ayuda para contactar a un médico. Blanca siempre había sostenido que nunca tendría hijos pero, de la misma forma voraz y firme, yo había jurado en más de una ocasión que jamás dejaría de tomar mi café expreso. Cuando el mesero se aproximó a la mesa, pedí una botella de agua mineral con mucho hielo. Ella siguió fumando. Se sonrió sin ganas.
-¿Te imaginas? -dijo.
-No -le contesté de inmediato. Luego tomé sus manos. La piel del dorso estaba rugosa y las palmas llenas de sudor. Blanca no quería una felicitación.
-¿Qué vas a hacer?
-No lo sé todavía, pero el suicidio está descartado -mencionó en tono de broma. La sonrisa se le congeló en el rostro. A través de los labios abiertos, resecos, pude observar sus dientes despostillados. Era difícil creer que alguna vez la había amado; que alguna vez su algarabía y sus risotadas me habían mantenido pegado a sus faldas, manso como un cordero a la espera de sus delirantes dictados. Por dos años. Era difícil creer que, alguna vez, sólo la mención de su nombre, su nombre entero, Blanca Florencia Madrigal, me había hecho pensar que podía poseer el mundo sólo para tener la oportunidad de regalárselo.
-¿Y tú cómo estás? -preguntó.
Pensé en el ensayo que tenía a medio terminar, en la llanta ponchada de mi coche y en las piernas esculturales de una de las alumnas que se sentaba en las primeras filas del salón de clase, pero no me decidí a hablar de nada de eso. Iba a empezar a contarle de mi última aventura con una muchacha que tenía la costumbre de afeitarse el vello público pero no supe por dónde empezar la historia. Intenté esbozar algunas imágenes de los cambios más recientes que había hecho en mi apartamento pero todas me parecieron insulsas. Podía describirle en todo detalle las incontables horas que pasaba calificando exámenes incorregibles o descubriendo nuevas grietas en las paredes blancas de mi cubículo pero supe que se aburriría. Sin Blanca, mi vida se había vuelto pacífica y regular. Me levantaba temprano, asistía puntualmente a mi trabajo, me bañaba todos los días y hasta había dejado de fumar. Ya sin su tumultuosa presencia a mi lado, los miembros del departamento de filosofía habían empezado a tomarme en serio y, en menos de tres años, recibí dos ascensos. Tenía mucho tiempo de no pensar en suicidios.
-Bien -le dije-, pasándola.
Blanca no me estaba poniendo atención de cualquier manera pero yo, secretamente satisfecho, comparaba su rostro marchito y sus movimientos torpes con mi nueva seguridad y autonomía. Ya no le pertenecía.
Un hombre de cabellos largos y anteojos quevedianos se aproximó a nuestra mesa. Le rozó el hombro y luego la besó en los labios. Debía ser al menos 10 años más joven que Blanca y era, sin lugar a dudas, mucho más hermoso. Supuse que ése era "el padre" y no me equivoqué. Blanca nos presentó y él jaló una silla para estar cerca de ella. Después, plácido, pasó uno de sus brazos sobre los hombros de ella: su mano cubierta de anillos de plata y pulseras de cuero casi tocaba uno de sus senos. Viéndolo, no pude evitar pensar que Blanca todavía tenía que ser tan buena e inventiva en la cama, de otra manera era muy difícil dilucidar qué veía en ella un jovencito a todas luces bien educado y, tal vez, hasta codiciado en su círculo de amigos.
-Blanca me ha platicado mucho de ti -dijo con una voz modulada y sin dobleces. Puse cara de no saber a qué se refería y cambié de tema. Mencioné algunas huelgas derrotadas, la rampante crisis económica y el tipo de cosas con las que todo mundo está irremediablemente de acuerdo: este país está lleno de mierda. Con el paso de los años el que me asociaran con Blanca Florencia me iba incomodando cada vez más y más. Cuando aceptaba verla, lo hacía con la condición de que lo hiciéramos a solas y, cuando algún despistado me preguntaba por ella, mi respuesta usual consistía en alzarme de hombros. ¿Por qué tendría yo que saber algo de ella? Durante nuestros años juntos mi fidelidad y sus constantes adulterios se convirtieron casi en una leyenda. Bastaba que yo encontrara a un nuevo amigo para que Blanca se interesara en él y éste terminara pasando las mañanas en nuestra cama, ocupando un lugar que era el mío. Y lo mismo sucedía con las amigas. Yo, en cambio, no encontraba a nadie lo suficientemente interesante como para dejar de ponerle mi incondicional atención a Blanca. Sus locuras, sus intentos de suicidio, sus incomparables artes sexuales, consumían todo mi tiempo y mi energía. Al final, aduciendo que yo me estaba volviendo viejo y aburrido, Blanca me dejó por otro hombre, sin discreción alguna, casi con bombo y platillo. En menos de dos meses lo cambió por otro y a ése otro por otro, mientras yo opté por volver con renovados esfuerzos a mis estudios, menos por sincero interés y más para demostrarle que no me estaba volviendo viejo. Al inicio, recién acontecida la separación, mi devota dedicación a escribir ensayos y dar clases no tenía otra intención más que hacerla volver. Quería poseer el mundo, el mundo entero, sólo para tener la oportunidad de envolverlo en papel celofán y colocarlo luego sobre su regazo. A Blanca, sin embargo, nunca le interesó el mundo. Conforme ella se fue alejando sin posibilidad alguna de regresar, sólo me quedó el trabajo. Supuse que el jovencito estaba al tanto de todo eso y, compungido, avergonzado casi, evité seguir hablando. ¿Qué le había podido contar ella a fin de cuentas?
-Tu columna semanal es fantástica -dijo-, nunca me la pierdo.
Sus dedos ensortijados descansaban sobre la clavícula derecha de Blanca. Yo tenía mis manos alrededor del frío vaso de vidrio. Bajé la vista, quise sonreír con condescendencia o al menos ironía, pero no pude. Sus palabras, como las de mis estudiantes, no eran beligerantes sino inocentes. No tenía caso luchar. Los murmullos del café me distrajeron: el sonido de cucharas chocando contra platos o de tenedores cayendo sobre el piso tenían un ritmo sincopado, casi alegre. Volví a ver a Blanca y, una vez más, no pude creer que alguna vez la había amado. Con sus ropas desgastadas y sus rostros ajados por incontables noches de desvelo, los dos parecían ir con toda velocidad cuesta abajo. Cubiertos por el humo gris de los cigarrillos, tenían el aura saturnina de los perdedores y los viciosos.
Después de un incómodo silencio, Blanca y su amigo me invitaron a acompañarlos al cine.
-Conseguimos boletos gratis -me informaron con una expectante actitud de triunfo. Su inocencia me dio risa. Aduje compromisos inexistentes y la carga de trabajo para no ir. Pagué la cuenta y les estreché las manos antes de retirarme.
-Felicidades -les dije. Estaba seguro que Blanca no interrumpiría su embarazo.
Afuera, el vientecillo nocturno de enero me obligó a levantar el cuello de mi chamarra. Caminé sin rumbo pensando en Blanca Florencia. El recuerdo de nuestras apasionadas peleas seguidas por las horas de sexo olímpico me dejó impávido. Me fue imposible recordar las razones que alguna vez activaron los golpes y los gritos, los gemidos, la saliva y el semen blanquecino. El frío me forzó a apurar el paso y, conforme cruzaba calles y daba vueltas en las esquinas, noté que me faltaba el aire. La sensación de asfixio se hizo tan grande que tuve que detenerme. Me recargué bajo el portal de una vecindad oscura, sobándome las manos, tratando desesperadamente de recuperar la respiración. Intenté inhalar y exhalar con fuerza un par de veces pero sin resultado alguno. El aire se hacía cada vez más exiguo, cada vez más escaso. El aire pasaba a mi lado como si yo no existiera, negándose a introducir en mi nariz y en mis pulmones. Me senté sobre un escalón, resollando. Las rodillas me temblaban. Pensé que estaba a punto de morir, que nada ya tenía remedio ni salida y, en ese momento, como una daga bien afilada, la violenta imagen de Blanca rasgó por completo la pantalla de la realidad entera. Una luz mortecina se trasminaba a través de la hendidura desde el otro lado. Subyugado por el deseo de tenerla cerca una vez más, bajé los párpados, cerré los ojos.
-No se preocupe, todo está bien, sólo se le fue el aire -dijo un hombrecillo de largos cabellos enmarañados que sostenía una botellita de alcohol frente a mi nariz.
-Pasa mucho por aquí -añadió.
Todavía con la cabeza sobre las baldosas, sin poder moverme, supuse que me había desmayado, pero en realidad no tenía conciencia alguna de lo que había pasado. Me incorporé con lentitud, temiendo un nuevo ataque de asfixia. Abrí la boca de par en par y, después de contener el aire por un momento, lo expelí con gusto. Todo había vuelto a la normalidad.
El hombrecillo me ofreció un trago de licor con sus manos temblorosas y sucias. Lo acepté sin pensarlo dos veces. El latigazo del mezcal en la boca del estómago terminó de despertarme.
-Yo he visto a muchos caer así, pero usted tuvo suerte -murmuró. Se sentó a mi lado. Al hablar, de su boca salía un vaporcillo rancio y blancuzco que le cubría la cara por completo. Cuando calló, me di cuenta que era un enano. Tenía un lunar oscuro sobre el labio superior y profundas marcas de acné por toda la cara. Una barba rala, descuidada, le caía hasta la punta del esternón. A pesar de que no era tan tarde no había nadie caminando en la calle. Estábamos los dos solos, ahí, el enano y el filósofo bajo el portal de una vecindad derruida, a oscuras. El mezcal no sólo me protegió del frío sino también del miedo. Lo vi a los ojos. Él me miró sin expresión.
-¿Qué le trajeron los reyes? -me preguntó con voz gangosa.
Crucé los brazos alrededor de las rodillas tratando de encontrar algo de tibieza en mi propio cuerpo.
-Una mujer -le dije. El se arremolinó dentro de su suéter de lana, le dio otro trago a su botella, alzó los hombros.
-Y qué, ¿se la llevaron de regreso?
-Hace muchos años -le contesté.
El deseo de tener a Blanca cerca volvió a invadirme por completo. Un mudo dentro de mí alzaba los brazos, abría la boca, hacía gestos desesperados hacia el mundo y, después, derrotado, volvía a su inmovilidad de piedra.
-Hubiera dado la vida por ella -murmuré. El enano me pasó la botella.
-La diste -aseguró.
Blanca Florencia Madrigal, su nombre caía dentro de mi cabeza con la cadencia de las gotas que salen de un grifo descompuesto. Ahí estaba ella, en cada gota, correteando catarinas alrededor de los árboles, guiando mis manos temblorosas sobre sus senos, desnudándose frente a los espejos. Quería colgarme de sus hombros, esconderme bajo su falda, aspirar el olor de sus cabellos. El deseo creció; el deseo de abarcarla y de no dejarla ir; el deseo de besar sus muslos y de ser una vez más el adolescente enamorado, tonto, a la total merced de una mujer enloquecida; el deseo de caminar sin rumbo en las tardes lluviosas de verano y de hacer el amor tras los altares de iglesias concurridas; el deseo de verla seducir amigos comunes con los ademanes más artreros y de oír, después, el detallado recuento de los hechos; el deseo de caer de bruces y rogar y suplicar con todo el alma, Blanca. De repente me vino a la memoria la última escena de nuestra despedida. Estábamos recostados sobre el pasto oloroso de un parque y Blanca me acababa de decir que ya nada tenía caso.
-Pero si tú eres mi vida, Blanca, mi vida entera -le había dicho cuando ya no tenía nada más que decir. Blanca se incorporó, empezó a dar de vueltas sobre su propio eje, su falda de flores extendida como un paracaídas.
-Pero si la vida es muy poca cosa, corazón, ¿no te habías dado cuenta? -yo tenía el mundo ahí, en mi bolsillo, guardado como un regalo, y ahí se quedó.
Cuando volví a ver al enano nada me pareció extraño.
-Pero la vida es tan poca cosa -le dije, viéndolo a los ojos, sintiendo las palabras de Blanca como alfileres bajo las uñas.
-Eso es cierto -contestó con desenfado.
El enano arrojó la botella vacía al terreno baldío de al lado. El ruido del cristal chocando contra las piedras se extendió por la calle negra hasta que, rato después, desapareció por completo. En silencio, con dificultad, él se incorporó. Luego me tendió una de sus manos regordetas para ayudarme a hacer lo mismo. Me preguntó si me sentía bien y, sin esperar mi respuesta, dijo que lo mejor era que me fuera.
-Es peligroso caminar de noche por aquí -me advirtió-. Cuídese de la contaminación. Y guarde bien el aire -me aconsejó mientras juntaba las dos palmas de sus manos y las colocaba, cóncavas, sobre la boca, indicándome la manera en que se hacía.
No tenía la menor idea de dónde estaba. Caminé por horas tratando de leer los letreros de las calles o de toparme con algún edificio conocido, pero todo fue en vano. Tenía mucho tiempo de no venir al centro, el centro donde había vivido con Blanca, el centro que no era mío sino de ella. Eso, al menos, no lo había olvidado. Casi al amanecer me encontré frente al palacio de la Inquisición. Avancé rápido por la plaza de Santo Domingo tratando de sacarle la vuelta a los cuerpos de los perros callejeros y los borrachos tendidos sobre el suelo. El silencio era absoluto. Con el sol a sus espaldas, detenido todavía en algún lugar atrás del horizonte, el cielo adquirió una claridad desmesurada y violenta. Luego, casi sin transición, pasó a su acostumbrado azul plomizo. Iba caminando despacio, sin prisa, tratando de contrarrestar la cadencia del viento matutino. Mientras lo hacía, el mudo de piedra que vivía dentro de mí se desmoronó poco a poco frente a mis ojos estáticos hasta que no quedó sino un suspiro de polvo seco. Dentro de mi cabeza, Blanca Florencia también lo estaba viendo. Ella cayó de rodillas y jugó con los terrones entre sus dedos mientras alzaba la cara intentando verme. Sus ojos apagados, llenos de pesar, se incrustaron como alfileres dentro de mi cuerpo.
Sin nada dentro, liso y desolado como la explanada por la que iba caminando, comprendí con terror todas y cada una de las razones por las que la había amado. Luego, casi en el acto, las olvidé de nuevo. Ya en mi apartamento, tomé un baño a toda prisa y me lavé los dientes. Acomodé una serie de papeles dentro de mi portafolio y, con él en la mano, salí corriendo para llegar a tiempo a mi primera clase. No tenía la menor idea de lo que trataría en el salón ese día. Los alumnos me recibieron con la noticia de que Juan Rulfo había muerto. Era el 7 de enero de 1986 y yo, detenido tras el escritorio, inmóvil como una estatua, viendo hacia los ventanales, observé cómo la vida se iba corriendo despavorida por las calles, la vida entera; la vida que es siempre tan poca cosa, que nunca alcanza, Blanca.





Cristina Rivera-Garza nació en México- Matamoros, Tamaulipas, 1964. Doctora en historia latinoamericana, profesora de historia en San Diego State University, Cristina Rivera (Matamoros, Tamaulipas, México 1964) es autora del libro de cuentos La guerra no importa (Joaquín Mortiz, 1991), premio nacional San Luis Potosí en 1987; del libro de poesía La más mía (Tierra Adentro, 1998); de la novela Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999 en colección Flauta Mágica, 2000 en colección Andanzas), premio nacional José Rubén Romero 1997 y premio IMPAC-CONARTE-ITESM 2000 a mejor novela publicada; y de la novela Cruzar el Atlántico con los ojos vendados (Tusquets, 2001). Beca Salvador Novo, 1984-1985, rama de cuento; beca FONCA Jóvenes Creadores 1994-1995, en la rama de novela; y beca FONCA Jóvenes Creadores 1999-2000 en poesía.

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