30 diciembre, 2006

El silencio es un golpe seco en las terrazas del alma. A quienes no callaron. A quienes siguen luchando contra la desmemoria aprendida.

-La mano en la pared-
Márgara Averbach, Buenos Aires, 1957.

(fragmento)



En el lugar donde conocí a Ester, yo era sobre todo madre. Cuando volvió a llamarme, me dijo que quería una vendedora. Ahora, las dos somos madres de nuevo, pero la palabra tiene un sentido distinto, casi opuesto.La conocí en la puerta del colegio cuando esperábamos a los chicos todos los días a las cinco y cuarto.
A la entrada, ¨las madres¨(en el espacio de esa manzana de veredas maltratadas, éramos siempre ¨las madres¨) apenas si nos saludábamos. Tal vez porque a la entrada no había excusa para quedarse por ahí perdiendo el tiempo, tal vez porque sin excusas, suponíamos que con un poco más de esfuerzo, podríamos ganarle al trabajo y por eso volvíamos corriendo a las escobas y las clases y las compras. A mediodía, apenas había inclinaciones de cabeza, Chau, Hasta luego, ¿Qué tal? Hace frío. Cuatro palabras y las puertas del colegio quedaban vacías. (...)Ester tenía el reproche en los gestos. Sus hijos -tenía dos- venían peinados, limpios, perfectos y antes de entrar, ella los examinaba con cuidado, de arriba abajo, y a veces, se agachaba a limpiarles una mota de polvo del zapato o se inclinaba a arreglarles el cuello del delantal. Recuerdo sus manos, en el aire, arreglando un mechón rebelde de las tranzas de Cata. Sí, de Cata me acuerdo también.Cuando volví a ver a Ester, no había pensado en su hija en mucho tiempo pero descubrí que me acordaba de ella. No hubo tiempo suficiente para acumular recuerdos, pero me había quedado con una cara cansada de quince años, el aburrimiento en los ojos, ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde.(...)Después de la escuela, dejé de verla. Cuando las cosas se derrumbaron y empezaron a verse los espacios vacíos, los huecos oscuros, tuve miedo y les pedí a mis hijos que se fueran. En nuestra ceguera parcial de aquellos tiempos, pensamos que cualquier ciudad era mejor que la nuestra y que tal vez, bastaba con corrernos a un costado unos kilómetros para evitar el espanto. Así que tampoco los veía a ellos. Apenas había cartas de vez en cuando. Y después, de pronto, en el año de la guerra, con los comunicados y las noticias falsas sobre las islas en los oídos recibí un llamado.No la ubiqué enseguida. Ester, decía la voz, una voz más cascada y sin embargo, más llena de fuerza que la de la mujer de la casa perfecta. ¿Ester? ¿Ester qué? El apellido no me aclaró mucho, tal vez porque entonces, cuando éramos ¨las madres¨, los apellidos eran los nombres de los chicos: ¨lamamádecata¨, ¨lamamádealberto¨. Tuvo que decirme la dirección para que me acordara. Pero en ese año, con los hijos lejos, me alegré de oírla. Me preguntó si seguía vendiendo ollas a domicilio. Dije que sí. (...)El living estaba oscuro y tenía otro color, turquesa, tal vez celeste, con esa luz era difícil saberlo. Había carpetas de hojas manchadas, abiertas sobre la mesa. De pronto, recordé el desierto del mantel en otros tiempos, la mesada brillante que seguramente seguía allá, del otro lado de la puerta entreabierta, en la cocina.Ester hojeó mis folletos despacio. No les prestaba atención. Quería decirme algo y las ollas eran una excusa. No me resultó difícil darme cuenta pero no supe cómo hacérselo más fácil.Y entonces, porque sí, levanté la vista y la vi.La huella de la mano en la pared azul.Me quedé inmóvil, mirándola. Una mano grabada como un bajorrelieve en la pintura del living de la casa de Ester era algo tan inconcebible que pensé que me había dormido. Un olor agudo a pesadilla cayó sobre el mantel y los papeles y las carpetas. La penumbra nos tocó los pies.-¿Qué?- dijo Ester, de pronto, las dos manos apoyadas sobre mis folletos de colores absurdos, abandonados a su suerte sobre la falda-. ¿No sabés?Yo no sabía. ¿Quién hubiera podido contármelo? Mi Alberto se había ido lejos y por otra parte, nunca había sido muy amigo de Cata. Los otros eran más chicos y tampoco estaban. Ya no éramos ¨las madres¨. No estábamos envueltas en la humareda tibia de los chismes.Los ojos de Ester eran otros. Como su voz, tenían más fuerza y más años. Parecían partidos por grietas infinitas. Sé que ese día le di la dirección de Alberto y sé que se escribieron. Ella me mostró las cartas. Ahora que Cata la estaba armando a ella con su ausencia, ella quería armar a Cata con las palabras de otros. La vida de Ester era un movimiento hacia arriba, en picada, hacia la escena que yo no había olvidado, hacia ese ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde, sobre las veredas maltratadas del colegio.-Casi la mato cuando puso la mano sobre el enduído- me dijo. Había sido dos días antes de los golpes en la puerta, dos días antes de las sirenas y los hombres y el Falcon y la no-despedida. La voz de Ester se quebró en la segunda palabra. - Casi la mato.Apoyó los dedos demasiado grandes sobre la huella que siempre tendría dieciséis años. Ya no lloraba.
Márgara Averbach
nació en la ciudad de Buenos Aires, en 1957. Es Doctora en Letras y Traductora Literaria. Tradujo más de 50 novelas y se dedica al estudio de la literatura de las minorías étnicas estadounidenses. También escribe crítica literaria en diarios y suplementos culturales.

Como autora ganó el Primer Premio del Concurso de Cuentos para Niños de las Madres de Plaza de Mayo (1992) con el relato “Jirafa azul, rinoceronte verde” y el Primer Premio de Cuento en el Segundo Concurso “Identidad De las Huellas a la palabras”, Abuelas de Plaza de Mayo e H.I.J.O.S. (Córdoba, 2001) con “Rompecabezas de lunes”. Su libro El año de la Vaca fue distinguido con el premio “Destacados de ALIJA” 2004, en la categoría “Novela juvenil”.

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