10 diciembre, 2006

Diamela Eltit. Lumpérica (fragmento/novela ,1983)

Me preguntó:—¿cuál es la utilidad de la plaza pública?

Yo miré extrañado a ese hombre que me hacía una pregunta tan rara y le dije un tanto molesto: —Para que jueguen los niños.

Pero su mirada siguió pegada a la mía y me dijo: ¿Sólo para eso?

Bueno —le respondí— es un área verde, trae oxígeno al ambiente.

Pero cuando ya creía que se iba a ir a otro tema, me dijo: ¿De veras que es sólo para eso?, piensa un poco más. Entonces empecé realmente a esforzarme por recordar las escasas veces que yo había permanecido allí, lo que había visto y le contesté: —En verdad es un sitio de recreación, aunque también llegan muchos enamorados, ahora que lo pienso, está también llena de enamorados.

—¿Y qué hacen los enamorados en la plaza pública? —Se besan y se abrazan, le dije.

—¿Y qué más hacen allí?, continuó.

—A veces he visto que tocan sus cuerpos, contesté.

—¿Qué quieres decir con que tocan sus cuerpos?, insistió el otro.

—Se acarician, dijo el que interrogaban.

—¿Y en qué lugar exactamente ocurre eso?, dijo el interrogador.

—Generalmente están sentados en los bancos de la plaza, aunque a veces están apoyados en los árboles pero esto pasa menos. Ellos se tocan acariciándose sentados sobre los bancos.

Así lo hacen.

El interrogatorio pareció detenerse, o al menos, el silencio lo indicaba así. Por eso, cuando la voz del otro se levantó de nuevo el interrogado se sobresaltó.

—¿Y qué más has visto en la plaza?, preguntó con energía .

El interrogado se demoró unos instantes en contestar: —He visto viejos que también se sientan en los bancos, especialmente con sol hay muchos viejos, dijo.

—¿Y qué hacen los viejos sentados en los bancos? ¿cuánto tiempo se quedan?, preguntó el interrogador.

—No hacen nada, piensan, pero si alguien se sienta a su lado ellos intentan conversar, por eso tal vez siempre están solos o bien se sientan de a dos o tres, pero nunca conversan entre ellos, sólo hablan cuando su vecino de banco no es un anciano, respondió el interrogado.

—Pero no contestaste toda la pregunta, dijo el otro, ¿cuánto tiempo se quedan allí?

—Por muchas horas, contestó.

—¿Quiénes más acuden a la plaza?, insistió el que lo interrogaba.

Se agotaban sus respuestas. Tuvo que concentrarse una vez más en su magra observación de la plaza hasta que una imagen llegó a su mente. Por eso le dijo con tono seguro:

—Mendigos, se ven algunos mendigos. Eso dijo.

—¿Mendigos?, ¿y qué hacen ésos?

—Se tienden en el pasto y he visto algunos que lo hacen sobre los bancos. Duermen de cara al sol cuando lo hay, o bien si es Invierno y hace frío se tapan con trapos o con diarios, dijo el que interrogaban.

—Y los demás ¿se molestan por sus presencias?

—Nadie se acerca a ellos y si hay niños cerca, éstos son llamados por sus madres. Donde ellos están se produce un vacío. Creo haber oído alguna vez que está prohibido dormir en las plazas, dijo el interrogado con un dejo de entusiasmo en la voz.

—¿Quiénes más, preguntó el que lo interrogaba, aparecen por allí?

El creyó que ya no tendría respuesta. Qué más podría haber en la plaza fuera de unos cuantos que mataban allí su ocio. Dios mío, quiénes más acudían a ese lugar. Sabía sin embargo que debía responder, más le valía al menos, por eso dijo:

—Algunos desquiciados, llegan algunos locos que están muchas horas igual que los demás, pero éstos, a diferencia de los otros, hablan solos e incluso hacen discursos incoherentes —se expresaba ahora más sueltamente—, pero la gente, si bien también se aleja de ellos, no tiene la misma actitud que hacia los mendigos como si supieran que ninguno les va a hacer daño. No es frecuente que aparezcan, pero tampoco es tan extraño verlos allí.

—¿Y cómo sabes tú que son locos?, dijo el que lo interrogaba.

—Bueno, contestó, es fácil; por sus gestos, por lo que dicen, no sé, hay algo en sus miradas que hace imposible confundirlos. Se ve de inmediato que son enfermos, que algo anda desajustado en ellos, están en otra parte, su mente está en otra parte.

—¿Recuerdas a alguno en especial?, inquirió el interrogador.

—No, a ninguno en particular. Me parecen tipificados, como si se constituyeran por suma, dijo, o tal vez es siempre el mismo que se presenta más desgastado cada vez.

No sabía que más podría venir si seguían en eso. Ya el haber incluido a los dementes en la plaza le parecía asombroso, pues en realidad, casi no había reparado en ellos. Siempre su permanencia en la plaza era más bien un intermedio entre una cosa y otra y como tal, ese lugar no llamaba su atención. Por eso le parecía ahora que era una especie de observación inconsciente lo que afloraba y que vio mucho más allá de lo que había imaginado. Así estaban las cosas. Pero estaba seguro que las preguntas se habían agotado.

Pero no. Se alzó la voz para decir:

—Está bien, revisemos todo de nuevo, ahora en forma ordenada y coherente. Describe la plaza, sólo eso, descríbela en forma objetiva.

Era absurdo, definitivamente lo era. No iba a proseguir con ese juego, por eso dijo:

—No, no lo haré, es algo estúpido.

El interrogador lo miró y le respondió:

—Hazlo. Simplemente eso dijo.

—Es un cuadrado —contestó el que interrogaban— su piso es de cemento, más específicamente baldosas grises con un diseño en el mismo color. Hay árboles muy altos y antiguos y césped. A su alrededor se disponen los bancos; algunos de piedra y otros de madera. Los bancos de madera están pintados de verde y entra en concordancia con el color del pasto y de las ramas de los árboles. Algunos de estos bancos están deteriorados por el uso, faltan tablones en los respaldos de los asientos, o bien listones en los asientos mismos. Los que se encuentran en buen estado son los bancos de piedra, de seguro por su material.

—¿Y los cables de luz eléctrica y los faroles?, dijo el interrogador, ¿acaso no los has visto?

—Sí, es verdad, respondió el otro, hay cables y faroles. Se divisan los cables por entre las ramas de los árboles y los faroles se disponen alrededor de la plaza. También están pintados de verde. Pero no se prestan para una mayor observación. Su función se evidencia en la noche cuando se enciende la luz.

—¿Y qué efectos dan cuando la luz está encendida?, dijo el que lo interrogaba.

—Se ve fantasmagórica la plaza, como algo irreal, dijo. Para ejemplificar parece un sitio de opereta o un espacio para la representación. Todo eso está muy desolado entonces.

—¿Has estado allí en la noche?, preguntó, quiero decir: ¿has permanecido?

—No, dijo, nunca he permanecido allí en la noche, sólo he pasado cuando he ido en camino a otra parte, pero quedarme, jamás.

—Está bien, dijo el interrogador. Dejaremos este punto por el momento, pero dime entonces, en el día: ¿quiénes llegan a la plaza?

Tenía que seguir el juego. En esa situación el comportamiento adecuado era no dejarse vencer por la ira ni por el cansancio.

La obediencia era lo que correspondía. Por eso calmadamente contestó:

—He visto niños que juegan allí acompañados por sus madres o una empleada que los vigila sentadas en los bancos de la plaza. Conversan entre ellas mirando de rato en rato a los niños que no se alejan mayormente. Algunos pequeños de corta edad se caen y se golpean en el cemento, entonces, las madres o la persona encargada se levanta y los consuela hasta que los llantos cesan. A veces pelean entre ellos lo que obliga al adulto que está a su cargo a levantarse de su asiento interrumpiendo la conversación para separarlos.

A los niños les gusta extraordinariamente el césped, ruedan sobre él, lo arrancan y de esa manera no sólo ensucian sus manos, sino que además sus ropas. Las madres a veces no los ven hasta que los niños se acercan y entonces les dirigen palabras de reconvención. Algunas madres tejen e incluso otras bordan y llevan en sus bolsos alimentos para los pequeños. Al atardecer se levantan despidiéndose y se alejan con los niños en los brazos o de la mano. La hora exacta va a depender del clima, pero salvo en caso de lluvia siempre hay niños en la plaza.

Lo dijo de un tirón, como una lección bien aprendida, en tono suave como se recitaría una buena pieza literaria, así lo dijo.

—Pero también llegan viejos a la plaza, continuó, están siempre abrigados, sea Invierno o Verano. Están solos y buscan sentarse al lado de alguien para iniciar una conversación. El pretexto siempre son los niños, pero generalmente la otra persona se cambia de asiento y por ello es frecuente ver dos o tres ancianos compartiendo el mismo banco en silencio. Prefieren los bancos de madera evitando los de piedra. Se quedan por varias horas ahí con la mirada que va de un lado a otro. Las mujeres también tejen y los hombres leen el diario a medias, pues sus miradas se distraen ante el panorama general de la plaza. A menudo se retiran dejando el diario sobre el asiento cuidadosamente doblado.

Pensó que debía agregar mucho más sobre ellos, podría hacerlo, pero no lo hizo.

—También llegan enamorados, dijo. Parejas que se sientan en los bancos tomados de la mano. Hablan muy despacio y de cuando en cuando se besan. A veces están sentados en el mismo banco que algún anciano, el que visiblemente molesto mira hacia otro lado. Las parejas ríen y la mujer acaricia a algún niño cuando jugando se acerca.

También la plaza es a veces escenario del fin de alguna historia. Conversan largamente y alguna vez la mujer llora sin disimulo. El hombre entonces se siente visiblemente avergonzado a causa de los otros que miran la escena y abraza a la mujer, no por gesto amoroso, sino para cubrirla ante la mirada de extraños, como si temiese que los demás lo culpasen. En esos instantes la mujer olvida el entorno, pero el hombre está pendiente de lo que los demás pudieran pensar de él. Generalmente el hombre convence a la mujer de irse con rapidez y ella abandona la plaza llorando.

Se puede observar también a otras parejas que se juntan clandestinamente. Se sientan en los bancos apartados, miran la hora a menudo y la impaciencia condiciona cada uno de sus gestos. Esos siempre parecieran que están al borde del fin. Uno de los dos está a la fuerza, como requiriendo un lugar más íntimo, pero paradójicamente abundan en la plaza, como preámbulo para algo. Ellos no se quedan mucho tiempo, pero siempre tienen un ritmo distinto al resto de la plaza. No se percatan de los demás, por un presunto terror a ser descubiertos en su clandestinidad. Bajan el rostro cuando una mirada se cruza con la de ellos. En resumen, están allí a su pesar como una manera de diluirse jugando con el azar.

Pero algunos jóvenes se acarician sin disimulo. Se dejan llevar en el umbral de sus sexualidades. También éstos se apartan en los bancos más alejados, o se tienden sobre el pasto y sus cuerpos se frotan. Evaden la mirada de los otros y sus manos se deslizan con sutileza. Pero sus caras los denuncian. Uno podría darse cuenta de que la posesión es inminente, que el deseo se tiende en la plaza.

Se interrumpió. Con los ojos bajos dijo —tengo sed—. El que lo interrogaba le respondió:

—Más adelante, concluye primero.

—Pero no sólo los jóvenes tienden su deseo en la plaza, siempre están presentes las diferentes edades a través de las distintas intensidades con que exteriorizan su procacidad.

Pensó que todavía podía nuevamente agregar mucho más, pero decidió guardar algunas reservas. Además todavía le quedaba mucho que decir de las personas de la plaza y su sed iba en aumento.

Al revés, debía ser más sintético, ahorrar el máximo de palabras siendo certero en lo que quería expresar.

—Los mendigos, dijo, llegan a la plaza y permanecen a intervalos en ella. A veces, incluso llegan grupos de ellos. La gente les teme y evita que sus hijos se les acerquen. Son presencias amenazantes, no sólo por el peligro de agresión, sino que por un posible contagio de alguna enfermedad que se pudiera extender por roce o cercanía. No piden limosna. Incluso duermen allí tapados con trapos o simplemente con diarios que cubren sus cuerpos en los días helados. No les importa el banco, que puede ser de madera o de piedra. Duermen con la boca abierta y muy profundamente. Otros vuelven al lugar varias veces al día, como si tuvieran algo que hacer y retornaran a la plaza a descansar. Es posible que vayan a algún bar que hubiese cerca. Eso es muy posible, ya que casi todos ellos están alcoholizados. Se ven demacrados y envejecidos. Las mujeres apartan a sus hijos y ellos mismos ni siquiera intentan conversar con nadie. Se saben alejados del resto. Pero, sin embargo, están con la propiedad que les otorga el lugar público. También es notoria su indiferencia para con el resto y su enorme capacidad de desconexión con el entorno. Es frecuente también que empiecen a arreglar la bolsa con cosas que portan e incluso, saquen algunas tiras y venden sus piernas que yo he visto ulceradas y heridas. Si están en eso y un niño se les acerca, su madre o la persona encargada se los lleva rápidamente, reprendiéndoles y explicando en voz alta que nunca, pero nunca deben acercarse a ellos, que son peligrosos, que están enfermos. Sus edades son indeterminadas, en fin, siempre están yendo y viniendo.

Debería agregar a los otros que también rodeaban la plaza, los estudiantes, las personas de paso, pero sería interminable. A no ser que fuera imprescindible no lo haría.

La mirada del otro lo incitó a continuar, la impaciencia se asomaba a sus ojos, por eso le dijo:

—Algunos locos también aparecen y frente a ellos las personas mantienen una actitud distinta que frente a los mendigos. No porque se les acerquen, sino más bien se nota en ellos la conmiseración mezclada con la ironía y el asombro. Ellos, por su parte, se caracterizan por sus discursos incoherentes que dejan oír en distintos tonos. Algunos, incluso con virulencia. Están vestidos de modo similar al de los mendigos, pero con toques mayores de extravagancia. Tampoco miran al resto. Aunque sus discursos están cruzados por insultos a un público que nunca conforma el que los escucha. La vida de la plaza no se altera por su llegada. Después de algún tiempo se van y el ruido de sus voces continúa después de sus figuras.

—Eso es lo que sé de la plaza, nada más podría agregar. El interrogador se levantó de su asiento y lo miró desde lo alto, obligándolo a levantar su cabeza y le dijo:

—Estás cansado.

—Sí, dijo el interrogado.

—Ya descansarás, más tarde, todavía debes responder algunas preguntas. Y subiendo el timbre de su voz le preguntó:

—¿Quiénes llegan hasta la plaza pública?

—Los niños, los que los acompañan, los enamorados, los ancianos, algunos mendigos, ocasionalmente algún desquiciado, contestó el que interrogaban.

—Describe la plaza, dijo el interrogador.

—Árboles y bancos, baldosas de cemento, césped, cables de luz, faroles, respondió el otro.

—¿Hasta qué hora permanece la gente ahí?

—Hasta la caída de la luz natural, hasta que se encienden los faroles.

—¿En qué ocasión la plaza está vacía?

—En días de lluvia, en la noche, en esas situaciones nadie se queda en la plaza, respondió.

—Vamos, di la verdad; ¿son tan distintos los mendigos de los locos?

—En realidad no son absolutamente distintos entre sí, pero los locos siempre están hablando, parecen enardecidos, pero hay algo en común que pasa por sus facciones, por el abandono de sí que presentan, contestó el interrogado con voz cansada.

El interrogador guardó silencio algunos instantes y su voz se elevó de nuevo:

—¿A qué hora se enciende la luz eléctrica?

—No sé exactamente, pero su encendido corresponde al de toda la ciudad. Cuando se ilumina la plaza están también iluminándose todas las calles de Santiago.

Algo en definitiva se había roto. Las preguntas se trivializaban cada vez más. Pero no era cosa de ponerse a discutir. Hasta donde pudiera iba a responder cualquier asunto que le preguntaran. Porque algo dependía de eso, si no por qué el otro ocuparía ese tono; la impavidez de su mirada, la falta de gestos faciales, la profesionalización de esa situación. Tal vez era humillarlo o el preámbulo para llegar a algo significativo y entonces él estaría tan cansado que diría, suplicaría y pediría agua, porque su sed sería entonces insoportable. Por eso volvió la vista con prontitud cuando el que lo interrogaba dijo:

—Yo también he estado allí y sólo por eso sabrás todo lo que esto podría alargarse para llegar de todas maneras a la inevitable conclusión. Así es que no dilatemos el asunto. Dime:

—¿Qué has visto cuando se enciende la luz? —No he visto nada.

—¿Nada? Yo vi las tomas y es más, las desmonté hasta el momento de desarticularlas, cuadro a cuadro. Fue un tiempo excesivo en que el rayo de luz me daba en la cabeza, pero aún así estuve hasta que terminé con ese trabajo.

Eso era, pensó el interrogado, de ahí su actitud. Todo se simplificaba si el tipo ése había visto las tomas. Eso le permitió decir:

—Sí, yo te vi y te reconocí desde el primer momento. Cuando la cámara te tomó tal vez tu actitud era distinta, pero sin duda era un gesto muy tuyo el copar ese ángulo completo:

cuando ella estuvo a punto de caer y se tendió el brazo del hombre que lo impidió. Así estuvieron hasta que él, que se inclinaba sobre ella, le dijo algunas palabras con el rostro mojado por las lágrimas y fue una confesión lo que L. Iluminada le lanzó en medio de la plaza a ése que la escuchaba, envuelta en su traje gris, con la pelada baja y su boca casi en el oído del hombre que sí estaba preparado para ese acontecimiento.

Se extendían entonces los cables para constituir la escena. Fundidos en uno paisaje y personaje, escritura y medio, error también para alabarla.

Qué diría:

Nada de lo que pudiera decir haría tambalear lo sostenido y, sin embargo, el mero gesto familiar de acercar su boca al oído de un desconocido podría generar en otros la pasión —de ella la desesperanza—. Imagínate decirle algo así a un perfecto extraño.

Exponer ante otro su preferencia.

Fue un equívoco constante porque su voz estaba baja y los automóviles que seguían pasando tapaban las palabras. Él escuchó a medias y completó con sus pensamientos y con sus deseos lo que quería oír.

Cambió palabras, suprimió frases enteras, obvió parlamentos importantes por creerlos secundarios. No pudo extenderse a totalidades. Ni siquiera reparó en sus gestos, ansioso como estaba por consumirse en los contenidos.

Pero olvidemos lo superfluo, se constituye la cuarta escena:

Pongámoslo de esta manera.

La proyección de dos escenas simultáneas.

1. Interrogador e interrogado.

2. La caída de L. Iluminada.

Pero tal vez una podría fundirse en la otra y así es el hombre (cualquiera) el que estuviera a punto de caer en la plaza y otro hombre (cualquiera) se levantara prontamente de su asiento y lo sostuviese para prevenir el golpe en el cemento y después de eso, quizás, el accidentado le confesara el motivo de su distracción; que se hubiera debido a unos tragos de más y el otro pudiera pensar que cómo ayudó a un simple borracho.

Pero si tampoco fuese así y el hombre ése hubiese estado enfermo, realmente enfermo, buscando un lugar donde descansar y, sin embargo, no alcanzó a llegar hasta el banco de la plaza y ahora, gracias a la mano salvadora, lo consiguiera y reposara un rato hasta que todo el malestar desapareciera.

Aunque pudiera ser el cansancio el que lo hizo trastabillar y, por lo engorroso de la situación ni siquiera agradeciera la ayuda y se sentara sin mirar al otro para reponer sus energías.

Si eso ocurriera, entonces se subvertiría la caída en la plaza y sería a ella tal vez a la que interrogaban y de su boca no habría salido palabra, porque interrogatorio aquí es vocablo sagrado y por cámara se habría valorado solamente su expresión.

Si ella interrogara en cambio, de confusos asuntos habría tratado. Por todo esto sería del todo imposible la suplantación de la escena.

Aunque se insertará como telón de fondo, escena sobre escena: interrogador e interrogado. De esas palabras secretas se dispondrá. Ya están catalogadas en cintas magnéticas para ser repasadas como posibilidad de diálogo, como elementos subrepticios.

Es verdad, alguien a esa hora estaba siendo interrogado. Quizás hayan tocado someramente el asunto ése de la plaza. Hasta pudo haber dicho todo lo que vio ahí: sus manifestaciones, los desfiles, el fervor de esas personas. Identificará algunos rostros por los retratos. Habrán cambiado. Estarán envejecidos con la palidez que los caracteriza y hasta él mismo se reconocerá en esas fotografías o en las tomas de esos aficionados.

Pudiera ser así, más bien así es. Porque en esos casos cada documento es un índice o una prueba, pero es imposible no dejar señales. Es sabido el amor por la fotografía. Alguien ya no estará allí, unos cuantos nombres serán borrados del kardex y el kardex destruido y la plaza dejará de ser importante. Vuelve a ser la decoración de la ciudad.

Aunque se filma.

Con otra técnica se imprime el rostro en celuloide. Siguen llegando los fotógrafos y toman a los niños, a sus madres y hasta a algún mendigo como telón de fondo.

Pero en la noche, en la noche es algo distinto y ya se ha dicho que el frío no los deja permanecer en los bancos ni apoyados contra los árboles y por eso, en movimiento, levantan sus ojos hasta el luminoso y creen ilusamente que les da calor.


Estudió Letras en la Universidad de Chile y Católica. Ejerció la docencia en diversas instituciones y dictó conferencias en Inglaterra, Alemania y los EE.UU. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, alemán y búlgaro.
Ha escrito guiones de cine. Ha publicado Lumpérica (1 ...983, traducida al francés), Por la patria (1986), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1991, traducida al inglés), Los vigilantes (1994), El infarto del alma (1994, en colaboración con Paz Errázuriz), Emergencias. Escritos sobre arte, literatura y política (2000), Los trabajadores de la muerte (2001, Norma), y Mano de obra (2002). Puño y letra (2005) Jamás el fuego nunca (2007).Colonizadas (2009)
El cuarto mundo que fue traducido al inglés y al francés.

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