03 noviembre, 2006

Lucía Guerra (Chile, 1944)


Alborada

Esa tarde entré a la clínica sin saber que, entre esas paredes blancas, se fraguaría el despertar de mi cuerpo y mi conciencia. Un renacer a flor de piel para mi existencia que había sido totalmente anulada por un hombre. Llegué allí con esa sensación de desgano que ya se había hecho usual en mí, ahora convertida en esa sombra inútil de la mujer que ha fracasado en su matrimonio. Y sin otra alternativa que seguir cumpliendo el papel de la esposa abnegada y satisfecha aunque el marido haya optado por levantar una trinchera de hielo a su alrededor.

Este es un lunar atípico-declaró la doctora. Y más vale extirparlo de inmediato porque ya puede estar produciendo células anómalas.

Al oír su diagnóstico, vino a mi mente la imagen del cáncer invadiendo todo mi cuerpo, irradiando la muerte desde esa minúscula porción de piel que crecía en la parte superior del muslo izquierdo y a no más de medio centímetro de la ingle. A la yema de mis dedos llegaba la textura algo rígida de ese lunar marrón en una circunferencia perfecta que me hacía imaginarlo como un planeta en miniatura que, por capricho, se había posado tan cerca de mi pubis. Noche a noche lo palpaba mientras, hundida en la zona gris de la impotencia, sufría por el rotundo abandono de José. Hacía ya casi dos años que había dejado de amarme y me trataba con una total indiferencia, como si yo de pronto hubiera dejado de existir. A veces, durante varios días no regresaba a la casa y después de los primeros meses, me di cuenta de que ni siquiera valía ya la pena implorar o hacer reproches. Aunque parezca absurdo, ese lunar me otorgaba una sensación de compañía que hacía menos insoportable vivir el vacío dejado por José y esa atmósfera impregnada de soledad y de silencio que me cercaba en cada uno de los rincones de la casa. Dándose un aire de importancia, él casi no me dirigía la palabra, pese a que seguíamos casados y por conservar cada detalle de las apariencias, manteníamos la costumbre de compartir el mismo dormitorio y el mismo lecho. Era muy posible, como acababa de decir la doctora, que en ese lunar ya estuviera germinando la muerte, pero el hecho de que José hubiera dejado de amarme había sido también vivir la muerte en carne viva.

En este tipo de operación, sólo se usa anestesia local y no toma más de cuarenta minutos extirpar y poner los puntos. ¿Quiere hacérsela ahora mismo?-me preguntó echando una ojeada eficiente a su reloj.

Y yo asentí como una autómata porque el abrupto desamor de José me había despojado de mi ser convirtiéndome en un ente pasivo que obedecía todo lo que se le imponía; incluso el hecho de estar esa tarde en la clínica no se debía a una iniciativa propia sino a la voluntad de mi madre quien se había encargado de pedir hora para una consulta.

Perfecto. Yo ahora estoy terminando mi turno, pero el doctor Muzárvez se encargará de todo. Relájese. El vendrá a hacer la operación en menos de diez minutos.

Recostada en la camilla, cerré los ojos y con un cierto dejo de ternura, volví a palpar ese lunar tan cercano a mi pubis, a mi clítoris y a mis labios vaginales. A esos labios que se entreabrían cuando José los acariciaba con su lengua mientras emitía susurros casi imperceptibles, como si estuviera arrullándolos. Aquella había sido la época de su "furor pasional", así lo llamaba él, de aquellos días y aquellas noches cuando nos entrelazábamos a cualquier hora y en cualquier lugar de la casa. Sobre el amplio sofá de la sala, en el pasillo que conducía a nuestro dormitorio e incluso contra la pared de la cocina mientras se cocinaba el estofado. Era entonces cuando me miraba a los ojos y abrazándome muy fuerte exclamaba que jamás en su vida había sentido "esa vorágine de sensaciones increíbles", "ese impulso enloquecedoramente salvaje" que le producía mi cuerpo. . . "Jamás antes, jamás antes", repetía con su rostro empapado de sudor y los ojos entrecerrados después de habernos hecho el amor en rutas siempre imprevistas. Y a mí todo aquello también me parecía un torbellino creado exclusivamente por este cuerpo mío que me hacía sentir como una diosa sensual de senos muy exuberantes y caderas voluptuosas, de brazos y piernas semejantes a troncos de agua que se ajustaban y lamían cada retazo de la piel de José. Disfrutando el poder de mi propio cuerpo, permanecía desnuda a su lado y cuando él volvía a abrir los ojos, me contemplaba con devoción y nunca dejaba de mencionar que era yo quien había hecho de él, un hombre maravillosamente potente e imaginativo en los haceres sexuales.

Sin embargo, todos los torbellinos del placer se agotaron después de aquel viaje de negocios que se prolongó más de lo planeado. Fue entonces cuando de un solo portazo clausuró mi cuerpo y me abandonó de una manera tan abrupta e irrevocable como la propia muerte. "No estaba deslumbrado con usted sino consigo mismo", me explicó la sicóloga quien trató de ayudarme a superar la angustia y la desesperación. "Eso le ocurre a muchos hombres cuando una mujer los hace descubrir que tras la sencilla penetración, hierve otro caudal de preámbulos y creatividad sexual. Entonces, como proyección de sí mismos porque eso es en realidad, surge un amor espectacular . . . hasta que la experiencia se repite con otra mujer . . ." Y lo que ella decía era muy cierto porque, en el fondo, José sólo era capaz de amarse a sí mismo, de vivir todo lo que lo rodeaba como proyección de su propio ego . . . de ese ego vanidoso que lo hacía detenerse frente a un espejo para constatar que era un hombre atractivo o que lo incitaba a darle una inusitada importancia a sus objetos personales, a cada detalle de lo que hacía en su oficina e incluso a lo que él denominaba su conocimiento enciclopédico de las lides futbolísticas en las canchas nacionales e internacionales.

Todo eso lo comprendí gracias a la sicóloga quien, a pesar de sus consejos, no logró que yo decidiera divorciarme. Y de dónde podía yo sacar la fuerza y la determinación para crear tal escándalo en mi familia tan católica y de mujeres abnegadas que jamás elevaban una queja, todas muy bien casadas y cumpliendo felices el rol de madres y dueñas de casa bajo el santo e indisoluble lazo del matrimonio. Las tragedias y los escándalos nunca habían sido admisibles en nuestra sacra familia y yo no podría, eso lo sabía muy bien, rebelarme contra todos ellos y tener la osadía de trizar ese orden. Paredes blancas y vacías, en eso se había convertido mi existencia, concluí mientras yacía en la camilla de la clínica, yo era una mujer anulada y muerta por dentro, pese a mis treinta y tres años pletóricos de hormonas que ahora, por el abandono de José, me recorrían el cuerpo como insectos narcotizados, como cadáveres flotando en el fango de un pozo oscuro y sin salida.

Alguien dio dos breves golpes en la puerta y entró el doctor Muzárvez seguido por una enfermera a quien apenas miré porque él irradiaba una energía insólita con sus cabellos ensortijados, su sonrisa seductora y ese aire atlético que transformaba la blancura de las paredes en diseños sicodélicos.

Veamos-dijo en un tono jovial y la enfermera se apresuró a apoyar el lado exterior de mi muslo sobre la camilla para que él pudiera ver el lunar. Con un gesto profesional, acercó el rostro, lo tocó preguntándome si sentía algún dolor y volviendo a erguirse, le indicó a la enfermera que me cubriera con una sábana dejando todo el muslo izquierdo al descubierto.

Ábrase de piernas lo más que pueda y manténgase así durante toda la operación. Más abiertas, por favor. . . así. . . Primero le pondré una inyección que no le va a producir dolor-agregó y, junto con el pinchazo, sentí la presión de sus dedos sobre la piel.

Estos lunares atípicos son bastante frecuentes-dijo antes de volver a inclinarse y esta vez me pareció que apoyaba toda la palma de la mano en esa zona tan cercana a mi pubis que ahora estaba recibiendo una corriente cálida, casi electrizante. En estos momentos, señora, empiezo a extirpar el lunar, no siente ningún dolor ¿verdad? . . . esta dosis de anestesia siempre resulta suficiente-comentó y a mi pubis llegó su aliento haciendo entreabrirse los labios de la vagina en un leve temblor.

¡Listo!-anunció mientras ponía presión con los dedos seguramente para obstruir el flujo de sangre.
¿Me necesita para algo más, doctor Muzárvez?-preguntó la enfermera.

No. Vaya no más a ayudar al doctor Mora. Yo puedo seguir solo. . . Esta es la parte que toma más tiempo, señora, porque debemos cerrar la incisión con una hilera de puntos por dentro y otra por fuera . . . ¿Está cómoda? . . . Quédese así, sin moverse, por favor.

Y empezó a dar puntadas con su rostro a escasos centímetros de mi ingle, de la cesura labial y la superficie carnosa de mi clítoris. La yema de sus dedos en un arpegio de acordes imprevistos hacían resonar mi cuerpo en ondas profundamente eróticas, los movimientos de sus manos semejaban los de un ave en vuelo fogoso y tanguero que revoloteaba cerca de mis labios entreabiertos y mi vagina excitada produciéndome en el pecho una sensación de ansiedad que me aceleraba el corazón . . . Desde la cabecera de la camilla, sólo podía divisar su pelo ensortijado, negro, muy negro y muy andaluz, y entonces pensé que sólo los andaluces habían traído ritmo y color a mi país tan desabridamente sobrio, tan lleno de reglas que reprimían toda espontaneidad. "Muzárvez, Muzárvez", repetí varias veces imaginando que, en cualquier momento, iba a recibir un beso allí, a medio centímetro de lo que empezaba a ser un volcán en erupción. "Muzárvez", hasta el apellido de ese hombre tan atractivo acariciaba la piel con sus zetas lentas y ondulantes y aquel acento en la "a" muy abierta produciéndome un estado de celo, del más puro y vigoroso deseo. Cerré los ojos extasiada con el rehallazgo de este cuerpo mío que José había hecho caer en el letargo y en la nada mientras él, protegido por la dualidad injusta de nuestra sociedad, se dedicaba a cultivar lo que pomposamente llamaba su furor pasional en otras mujeres y me relegaba a mí a seguir atada a una moral que no admitía mujeres adúlteras.

Con los ojos cerrados, el deseo era aún más intenso y opté por fijar la vista en la pared blanca para apaciguar esa marea que ya empezaba a humedecerme. Pero en un impulso inconsciente o tal vez porque ya se estaba iniciando en mí un renacer, ese yo voluntarioso del cual me había despojado José me instó a hundir la mirada con pleno gozo en el cabello abundante e indómito del doctor Muzárvez mientras el ritmo acompasado de su respiración caía sobre mi pubis ahora descubierto. Poco a poco, imperceptiblemente, la sábana que lo tapaba había estado deslizándose y ahora sólo cubría tres cuartas partes de mi muslo derecho. Álvaro, ése debía ser su primer nombre, pensé, Álvaro Muzárvez, fogoso y viril Álvaro y no el vulgar José, nombre santurrón y pacato para ese hombre de doble vida que mantenía las apariencias del marido perfecto mientras había hecho de las aventuras amorosas su pasatiempo favorito. Y aunque nunca antes había querido admitirlo, el deseo que estaba sintiendo hacia este otro hombre me hizo decirme, por primera vez, que José seguía casado conmigo porque disfrutaba de ser miembro de una familia de vieja cepa como la mía y no quería perder este prestigio ni la herencia que dejarían mis padres. "Álvaro", repetí, brillante especialista en dermatología y no el prosaico jefe de ventas de la sucursal de los camiones Pegaso en una lejana ciudad sudamericana . . . Mientras sentía que el brazo del doctor rozaba ligeramente la piel de mi vientre, recordé el logo ridículo y anacrónico de la marca Pegaso con su caballo dotado de alas y me pareció el colmo de la prepotencia masculina... Fue entonces cuando descubrí que José también era el colmo de la prepotencia porque no dejaba ni un solo minuto de sentirse atractivo, a pesar de su baja estatura. . . ¡Ah! Pero por haber nacido hombre, él sí que tenía la libertad para embarcarse con cualquier mujer mientras mantenía un hogar bien constituido como la fachada decente para sus fechorías. . . porque ¡cómo no iba a ser una fechoría engañar a otras mujeres y mantenerme a mí cautiva y con mi existencia hecha un estropajo!

Hombre chico, egoísta y vanidoso, eso era José, por fin lo veía sin velos ni tapujos de ninguna especie, a plena luz. . . y a plena luz me pareció la viva réplica de Sebastián de la Carra, el enano que pintara Goya junto con tantos otros hombres deformes para simbolizar la mezquindad de algunos seres humanos, de esa baja estirpe a la cual José pertenecía. De pronto me invadió la ira y sentí ganas de gritarle a José que tenía un alma roñosa e incapaz de amarme a mí quien era la primera mujer en el mundo que le había señalado los innumerables recodos del placer. . . "¡Ingrato, mal agradecido!" iba a decir a viva voz, pero fue en ese preciso momento cuando Álvaro, Álvaro Muzárvez, lanzó un breve suspiro que produjo un millar de ecos en mi cuerpo anhelante y entonces me entraron unos deseos enormes de acariciar su pelo abundante y deslizarme por la camilla en un movimiento sensual que nos dejara mirándonos a los ojos antes de caer abrazados sobre esas sábanas tan blancas. Y lo iba a hacer, lo juro, pero justo en ese segundo, él levantó la cabeza y con la mano izquierda alcanzó un tubo y de allí sacó una crema desinfectante que empezó a esparcir muy lentamente por la incisión. . .

"Ya sólo falta poner una pequeña venda", dijo mientras pasaba los dedos alrededor de lo que fue ese lunar, no ya opaco sustituto de los vacíos que había dejado José, porque junto con el despertar de mi cuerpo, se había producido otra luz que me había hecho decidir que ya sabría yo cómo llenar esos vacíos por mí misma y sin apéndices de ninguna especie. Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que José, después de todo, no había sido más que un apéndice para esta vida que era mía y sólo a mí me pertenecía.

Terminamos-exclamó el doctor con una sonrisa y en su mirada sentí que mi sensualidad no le había sido ajena. Puede ahora vestirse y en el mesón de la salida, una enfermera le indicará el procedimiento a seguir durante diez días.

Se despidió estrechándome la mano y yo me quedé contemplando con intenso regocijo su espalda erguida y viril, una porción de la nuca que dejaba entrever su cabellera ondulada y de negro azabache, y desapareció tras la puerta en el momento en que mis ojos disfrutaban de la curva de sus caderas infundiendo un ritmo vigoroso a su andar.

"Mañana mismo empezaré los trámites de mi divorcio", decidí echando a la mierda el lazo indisoluble del matrimonio y todos los otros sacramentos. En esta nueva alborada de mi cuerpo y mi conciencia, muy poco me importaba que a mi madre y a todas las otras mujeres de la santa familia les diera un soponcio o un ataque al corazón por el escándalo que yo iba a causar. Ya había tomado la resolución de rescatarme a mí misma y ser libre aunque mi padre me amenazara con desheredarme o el sacro padre de la iglesia me excomulgara. Yo sería libre porque el despertar de mi cuerpo, en el más genuino de los deseos, había creado también un nuevo umbral. Desde ahora sería una mujer sin ataduras de ninguna especie y enfrentaría el mundo con este yo auténtico que había permanecido amortajado por casi dos años.

Mientras me ponía las medias que se ajustaban como una segunda piel desde la planta de los pies hasta la cintura, sentí que de mi cuerpo emanaba un olor a trébol recién florecido.


Es profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de California, Irvine. Ha publicado: Más allá de las máscaras, Frutos extraños, Muñeca brava (novela publicada también en Inglaterra bajo el título de The Street of Night), Los dominios ocultos y Las noches de Carmen Miranda. En 1989, su cuento La pasión de la virgen recibió el Primer Premio en el Concurso Internacional de la revista Plural en México y en 1995, a su historia Emboscadas de la memoria se le otorgó el Primer Premio en el Certamen Bienal del Centro Cultural Mexicano. Con Frutos extraños recibió en 1991 el Premio Letras de Oro auspiciado por el gobierno de España y la Universidad de Miami y, en 1992, este mismo libro recibió el Premio Municipal de Literatura en Chile. Ha sido traducida al inglés, alemán y sueco.

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