06 noviembre, 2004

Josefina Vicens(México,1918-1988)


Los años falsos

I

TODOS HEMOS VENIDO A verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario.
Como siempre, yo no hago absolutamente nada. Me cruzo de brazos. Estoy de visita con mi corbata negra. Vengo a verme, me recibo en silencio y me agradezco las flores que traje: hortensias, mis predilectas. Esas hortensias tumultuosas, apretadas, jóvenes, cuyo color está casi por despuntar, pero que aún no se sabe si serán azules o lilas o rosadas.
Ellas —mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperantemente iguales— son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cortan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz; podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente la rejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas, sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que "escombran". Cuando terminen se bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos negros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran. O tal vez, en efecto, recen. Eso ya no me incumbe. Rezan por él. Lo demás sí, sobre todo porque nunca quedo conforme. Una tumba no es una cocina, pero ellas la arreglan y la frotan y la pintan como si lo fuera. Tres eficaces y activas amas de casa arrancándome las hojas secas, que son precisamente las que me gustan, y podándome la bugambilia para que no tape nuestro nombre y no trepe por la cruz y la oculte.
No digo que la cruz no sea bonita. Yo mismo la diseñé, muy ligera para que no le pesara demasiado. Pero ahora prefiero que la bugambilia la abrace y esconda, porque desde allí me gustan más las flores que las piedras. Como no tiene objeto que lo diga, dejo que hagan lo que quieran. A lo mejor a él le gusta que se luzca su cruz y que no se tape su nombre. No lo dudo. Mejor dicho, tengo la seguridad de que le agrada porque recuerdo aquellas tarjetas de visita, de las que mandaba hacer varios cientos, y en las que aparecían su nombre, su aparente puesto oficial, su domicilio y sus teléfonos, todo con letras y números grandes, de complicado trazo. Las daba a cualquiera, con cualquier motivo. Por eso, claro, ahora no debe gustarle que la bugambilia tape su nombre realzado en la lápida de mármol.
Si él hubiera podido escogerla habría sido más grande, con alguna alegoría y una extensa leyenda que hablara del eterno desconsuelo de su esposa y sus hijos, y de la pérdida irreparable que su muerte constituía para ellos. También mi mamá la hubiera preferido con juramentos y frases de dolor. Pero a mí me pareció más serio poner únicamente su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Ahora me alegro de haberlo hecho, porque así quedó bien. Nuestro nombre, el de los dos, Luis Alfonso Fernández, sin más. Aunque las fechas no me correspondan a mí y el nombre casi no le pertenezca a él porque le fue disminuido y denigrado desde que nació: el niño "Ponchito", el joven "Poncho" y después, para todos y para siempre, "Poncho Fernández". Nadie le decía Luis Alfonso, ni Luis, ni Alfonso, ni Fernández, a secas. En realidad agregaron el apellido al diminutivo convencional del nombre y con los dos formaron un apodo permanente, cariñoso sin duda, pero que a mí me parecía despectivo. No fui nunca el hijo de don Luis Alfonso o del señor Fernández. Lo fui de "Poncho Fernández" siempre, desde aquel tiempo en que serlo era una especie de éxtasis, de trémula y secreta dicha, hasta este tiempo clausurado, que no me pertenece y que no transcurre.
Y ahí siguen mi mamá y mis hermanas, lavando las letras de nuestro nombre y cortándome las amarillas, las rumorosas hojas secas que son precisamente las que más me gustan.


II

HACE UNOS DÍAS VINE a vernos, solo. Había llovido. La bugambilia, aglomerada y espesa, estaba húmeda todavía y destacaba insolente junto a los alcatraces ya muertos pero erguidos aún en los cuatro floreros de las esquinas. Yo no traje esos alcatraces. Debe haber sido mi mamá, quien también viene con frecuencia, sola, para poder decirnos después, suspirando profundamente:
—Hoy fui al panteón y estuve hablando de ustedes con su padre.
Siempre dice lo mismo y siempre ocurre lo mismo: mis hermanas bajan la cabeza y yo sonrío. Entonces ella me pregunta:
—¿Por qué te ríes?
Sin dejar de sonreír la miro fijamente y no le contesto.
Una de mis hermanas, cualquiera de las dos, indistintamente, me reprocha:
—Siquiera contesta, Luis Alfonso, no seas grosero.
Y de inmediato mi madre la reconviene:
—No le hables así a tu hermano.
Y guardamos silencio. Ninguna de las tres puede "hablarme así" porque ahora yo soy el hombre que sostiene la casa. Eso soy nada más. Pero eso ha acabado con todo.
La mejor prueba es que aquí estoy, ahora, con los brazos cruzados, mientras ellas pintan mi reja de alambrón. La van a dejar horriblemente verde. Ojalá llueva antes de que la pintura se seque.


III

CUANDO VENGO SOLO NO es para hablar con él sino para... no sé qué.
Me siento en la tumba de nuestra vecina, una pobre solterona (Esperanza Larios) a quien nadie recuerda. Algunas veces le pongo flores. Si hubieran dejado un pedazo de tierra en torno al monumento, podría sembrarle un codito de mi bugambilia. Pero debe haber sido únicamente la tía rica que heredó a sus sobrinos y éstos se lo agradecieron con un pesado y costoso mausoleo sobre el que nunca han puesto una flor. Yo le quito la tierra con mi pañuelo y me siento a contemplar desde allí mi nombre en la lápida.
Casi nunca le hablo ni le reprocho nada. ¿Para qué? Permanezco en silencio, cerca, mirándolo únicamente.
Sólo una vez pasó algo y tuve que reírme. Fue por la lagartija. Salió de la bugambilia y corría por todas partes: por la reja, por la lápida, por la cruz; se metía a los floreros, salía, y luego recorrió en toda su extensión, una y otra vez, la tierra que lo cubre y que está sembrada de un pasto fino. Yo iba calculando: ahora está sobre su cabeza, ahora en los pies, ahora la tiene en el pecho. Y empecé a sentir una leve vibración, primero, y después cosquillas francas, intolerables, que me hicieron reír a carcajadas.


IV

COMO REÍAMOS ANTES, CUANDO solamente éramos tú y yo, rodeados de todos los demás. Nadie entraba. Y yo, desde adentro siempre, no podía percibir que si a nadie permitías la entrada era para que yo permaneciera mientras tú te salías.
—Voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo, tal vez regrese más temprano.
Regresabas a la hora que querías, naturalmente, y me encontrabas dormido. Un niño se cansa pronto de un solo pensamiento y yo no me permitía ningún otro. Al día siguiente, cuando mi mamá se levantaba, yo iba a tu cuarto muriéndome de vergüenza por no haberte esperado despierto. Pero entonces eras tú el que dormías, fatigado de lo que ahora yo lo estoy. Me acostaba a tu lado y contemplaba interminablemente, con una especie de arrobo, tu pelo desordenado, tus cejas pobladas, la barba crecida, las pestañas, la boca entreabierta, el pecho que subía y bajaba con el ritmo de tu sueño. Después, con mucha cautela para no despertarte, me iba acercando a ti.
¡Jamás he vuelto a sentir igual tibieza! Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme. No era el calor espeso y cerrado de los abrazos de mi madre, que me asfixiaba, y que ella agravaba con frases mimosas y tontas, exactas a las que después les decía a las gemelas. Tú me hablabas. Mi mamá hablaba solamente. Yo no entendía que pudieras dormir con ella, en la misma cama. Cuando te preguntaba por qué lo hacías, me contestabas que las mujeres eran muy miedosas y que las asustaba la oscuridad. No supiste nunca que en las noches, cuando no estabas en casa, yo seguía a mi madre como una sombra, esperaba a que estuviera sola en alguno de los cuartos, entraba sigilosamente, apagaba la luz y me escabullía sin el menor ruido. Dejé de hacerlo cuando me convencí de que se aguantaba el miedo y, por el contrario, pensando que yo lo tendría, me gritaba que no me asustara, que la luz volvería en un momento, que mi ángel de la guarda estaba conmigo, y no sé cuántas cosas más. Yo sabía, porque tú me lo habías dicho, que la miedosa era ella, y que si hablaba tanto era para darse valor con su propia voz, no para tranquilizarme. Como también me dijiste muchas veces: "Déjala que hable, hijo, a las mujeres les gusta hacer ruido", la dejaba hablar, cerraba los ojos, muy apretados, y pensaba en ti.
Igual que en este momento: hace media hora que está diciendo que se le olvidó traer ese polvo que es tan bueno para tallar el mármol; que lo dejó sobre la mesa de la cocina; que ella tiene que acordarse de todo porque con “esas hijas” no puede contar; que ya están en edad de ayudarla; que nunca va a poder descansar…
Mis hermanas no protestan ni se defienden. Simplemente la dejan hablar, pero no creo que lo hagan, como yo lo hacía, para pensar en ti.


V

ELLAS TE RECUERDAN MUY vagamente, no porque fueran demasiado pequeñas cuando sucedió todo —tenían nueve años—, sino porque tú nunca las tomaste en cuenta. ¡Y cómo disfrutaba yo ese desdén! Cuando nacieron lo único que te entusiasmó fue que eran dos. Hablabas de eso con tus amigos, ameritando tu virilidad y justificando que en los seis años anteriores no hubieras tenido hijos. Yo estaba horrorizado con la llegada de esas dos niñas tan flacas, tan feas y tan iguales, pero como todos opinaban que eran preciosas, que parecían dos muñecas, empecé a temer que me suplantaran. Entonces, para evitar que tú las quisieras yo fingía quererlas. Sólo cuando estabas presente, y con verdadera repugnancia, las besaba y les decía las mismas palabras tiernas que mi madre les dedicaba. Ahora comprendo que obedecía a un instinto oscuro, turbio, femenino, para provocar tus celos. Y lo lograba.
—¡Deja en paz a esos monigotes!
—No les digas así, papá, pobrecitas.
—Estás igual que tu madre. Vámonos a dar una vuelta.
El corazón me latía apresurado. En ese momento me hubiera lanzado a tus brazos y te hubiera confesado que detestaba a las niñas. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, me atrevía a seguir el juego:
—¿Las llevamos? Tú cargas a una y yo a la otra.
Te enfurecías, que era precisamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas.
—¡Qué somos viejas, o sus nanas, o qué! ¡Ándale, vámonos!
Antes de salir, disimulando mi felicidad, lanzaba a las pobres niñitas una mirada de gratitud. Eran mi instrumento para lograr tu atención exclusiva y tu compañía.
Todos los días le pedía a Dios que regresaras temprano y esperaba tu llegada con una excitación extraña. Me gustaba ver la transformación que se operaba en la casa desde el justo momento en que tú entrabas. Todo empezaba a funcionar; todo sonaba; todo se movía: en un sentido si llegabas contento, en otro, si enojado. Parecía que personas y objetos estuviéramos silenciosos, contenidos, inmóviles, esperando que aparecieras, porque tú traías la fórmula para que todos cobráramos vida. Mi mamá empezaba a moverse de un lado a otro para servirte; las gemelas, según tu estado de ánimo, eran llevadas a sus cunas o volaban por los aires, lanzadas por tus brazos velludos, entre carcajadas, en unos estúpidos juegos de acrobacia que pudieron matarlas, pero contra los que mi madre nunca protestó no obstante el evidente terror que le causaban. Yo también sentía miedo, pero no de lo que pudiera pasarle a las niñas, sino del remordimiento que sentirías o del cuidado que tendrías que prestarles si por tu culpa se lastimaran.
A medida que crecían nos íbamos desinteresando más y más de ellas. Hasta que las pobres admitieron inconscientemente que la familia estaba dividida: de un lado, el prepotente y ruidoso mundo de los hombres; del otro, el sumiso y mínimo de las mujeres. En el nuestro, ni mi madre ni ellas tenían nada que hacer.
Después, cuando las necesité tanto, cuando lo comprendí todo y quise compensarlas de esa infancia desleída y arrinconada a que las sometimos, ya no fue posible.
Por eso ven con naturalidad que yo permanezca aquí, con los brazos cruzados, mientras ellas limpian nuestra lápida y podan nuestra bugambilia para que no oculte la cruz que te diseñé, muy ligera para que no te pesara demasiado.
Tal vez no debió ser tan ligera. Debes sentirte mal. Es curioso, pero no se me había ocurrido hasta hoy. Tú me lo hiciste notar en este momento porque lo pensé con tus palabras:
—¡Esa cruz de señorita que me pusiste encima!
¿Pero es que no entiendes todavía? ¿Te la puse a ti? ¿La cargas tú?
Yo podría hablarte de lo que es estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar aquí arriba, contigo, en mi aparente vida.
Un día cualquiera, por algo que sucede o por alguien que lo ordena, uno deja de ser lo que era. Deja de respirar o sigue respirando. Es igual. Otros miden el cuerpo, lo colocan en una caja negra con forros de raso blanco, lo meten en una fosa honda y lo cubren de tierra. O miden el cuerpo, lo visten con un traje de luto, lo llevan a un sitio extraño y ahí lo dejan, a la intemperie. Allá abajo el cuerpo espera quieto y a su tiempo empieza a vivir su transformación. Acá se queda quieto también, sorprendido, atemorizado, invadido, pero no se transforma ni se aniquila: permanece igual y ya no es igual.
No protestes por tu "cruz de señorita" ni por tu lápida concisa. Hoy es nuestro aniversario, no me obligues a hablar. Cállate y deja que esas mujeres que me heredaste aliñen nuestra tumba, eficientemente.


VI

MI TRAJE DE LUTO fue aquél negro que usabas para las fiestas de "alta categoría" como tú decías. Me quedó muy bien, ya ves que éramos de la misma estatura; sólo tuvieron que meterle un poco en la espalda. También esto quisiera explicártelo. No era ponerme tu ropa, era vestirme de ti. A cada momento pasaba la mano por la tela de la manga, acercaba la nariz a la solapa, buscando en el tejido tu olor rezagado, metía las manos en todas las bolsas, cuidadosamente, acomodándolas en el mismo sitio en que tus manos estuvieron. ¿Te acuerdas que siempre me decías que no caminara jorobado? Tu traje negro me obligó a caminar erguido, arrogante, como tú. Y desde el primer día que me lo puse empecé a usar cadena para las llaves y a jugar con ella, como tú lo hacías. Las gentes se ponía tan nerviosas como me ponía yo cuando te veía dar vueltas a la cadena hacia un lado y hacia otro mientras hablabas. Observaba su molestia y me daba pena; además, se me cansaba el brazo. Pero la pena y el cansancio quedaban olvidados cuando las oía decir: "Es exacto a su padre en todo, hasta en las manías". O cuando mi mamá se me quedaba mirando fijamente y de pronto se tapaba los ojos exclamando: "¡Dios mío, si parece que lo estoy viendo!"
Entonces iba de prisa a mi cuarto, cerraba con llave la puerta y me sentaba ante el espejo a escudriñarrne, a analizar minuciosamente mis rasgos y a imitar tus expresiones que recordaba tan bien: sonreía, reía, me pasaba la mano por la barba, contraía el entrecejo, entrecerraba los ojos con picardía, adoptaba un gesto de preocupación, me frotaba la nuca como si estuviera cansado, soltaba una carcajada imprevista, simulaba que me estaba rasurando y tarareaba o chiflaba las canciones que a ti te gustaban tanto.
¿Por qué yo no te encontraba en mí? ¿Por qué aseguraba la gente, incluso mi madre, que éramos exactos? Yo sólo veía en el espejo una cara grotesca, sin vida, haciendo muecas absurdas. ¿Será porque lo preparo y me vigilo? —decía—. Entonces me retiraba del espejo, pensaba en otra cosa, tomaba un libro y leía unas cuantas páginas, o me quitaba los zapatos y los cepillaba tenazmente. De pronto, cuando calculaba que ya había quedado rota la premeditación, corría al espejo para sorprenderme.
¡Pero sólo veía la cara ansiosa de un joven que te buscaba, papá, que te buscaba!


VII

ME DEVOLVIERON LA PISTOLA, ¿sabes? Al principio me dieron otra, también Colt, pavonada, pero de distinto calibre. Reclamé, investigaron y después de muchos días y muchas gestiones logré que me entregaran la tuya. Mi mamá no la quiso ver. El Chato Herrera, que se portó muy bien y me acompañó en todos los trámites, me pidió que se la regalara porque quería guardarla como recuerdo tuyo. Ni siquiera le contesté. Desde entonces la llevo conmigo, bajo la camisa, pegada a la piel. Es una forma de no olvidar lo que me hiciste; de volver a esa línea divisoria, a esa frontera donde cambiamos los trajes y ordenaste que me aprehendieran. En ese momento se inició el proceso. Después las rejas. Luego vino el silencio.
Nunca he podido reconstruir la escena completa. Veo el comedor de la casa, la mesa, los platos y las botellas de cerveza. Te veo a ti y a tus amigos, muy contentos. Oigo las risas estrepitosas, excesivas. Después, fugazmente, te recuerdo con la Colt pavonada en la mano, mostrando con orgullo tu adquisición. Luego el estallido. Y no recuerdo más.
Pero siento todavía, y precisamente en los oídos, aquel instante en que dejaste de hablar. Mientras todavía hablabas ni yo ni nadie prestábamos atención a tus palabras. Vivías aún. Todos asentían, todos prometían, todos te decían que no tuvieras cuidado, que no pensaras en eso, que era una herida leve, que ya no tardaba en llegar el doctor. Nadie se daba cuenta de lo que estabas recomendando entrecortadamente. Tus palabras no tenían más sentido que el de confirmarnos que todavía estabas vivo. Y eso bastaba: tu voz, el sonido de tu voz, no las órdenes que con ella dabas. ¿Quién iba a analizar o a rebatir tus palabras, que para todos representaban únicamente la esperanza de que no cesaran? ¿Quién iba a tener en ese momento la frialdad de meditar en las consecuencias de tus recomendaciones? Exigías a tus amigos que prometieran, que juraran, y ellos prometían y juraban en forma atropellada, sincera, vehemente, en un desesperado deseo de tranquilizarte para que pudieras morir en paz.
Han cumplido. Me ayudaron. Pueden tener la conciencia tranquila. Pero yo me pregunto aún: ¿cómo hicieron para recordar y entender? Si nadie oía lo que hablabas porque todos estábamos viéndote morir, ¿cómo de pronto recordaron con tanta exactitud tus demandas y sus promesas? ¿Cómo se ordenó todo, súbitamente, con tu último aliento, y cada uno supo lo que le habías pedido que hiciera y lo que te había prometido hacer?
No lo entiendo. Tal vez el estar muriendo sea un rumor que puede no oírse, pero el morir es un silencio que tiene que ser escuchado.


VIII

NO HUBO DIFICULTADES. Sólo se llevaron la pistola para confrontar huellas. Tus amigos son muy influyentes y lo arreglaron todo con dos o tres llamadas telefónicas: “usted siempre ha sido cuate...”, cuento con usted, no se me raje...”, “el Diputado tiene interés, es cuestión de una firmita y ya sabe, luego hablamos...".
Te velamos en la casa y no me separé de ti un solo instante. A instancias de mi madre y para que no me molestara más, accedía a sentarme por momentos, pero casi de inmediato volvía a colocarme de pie junto a la caja para verte por el cristal.
No dejé que te pusieran la tela blanca como se acostumbra: tapando el pelo y dejando al descubierto sólo la cara. Yo quería contemplarte como lo hacía de niño, cuando me metía en tu cama con mucho cuidado para no despertarte. Quería ver cada uno de tus cabellos, ya más escasos por una incipiente calvicie; quería ver cada punto de tu barba cerrada y dura, de la que renegabas todos los días y que te obligaba a hacer aquellos gestos raros al rasurarte; quería ver cada uno de los poros de tu cara, más abiertos en las aletas de la nariz; quería ver las líneas que se te habían ido formando en la frente, en torno a los ojos, en las comisuras de los labios; esas líneas a las que jamás llamaste "arrugas" sino "marcas de la risa". Quería ver tus cejas, tan espesas que tenías que peinártelas con saliva para que no se desordenaran. Quería verte la boca, que te había quedado entreabierta, igual que cuando dormías, y de la que estaba seguro que en cualquier momento iba a surgir aquel resoplido un poco animal con que despertabas siempre. Quería ver tus manos velludas, fuertes, de uñas estriadas y disparejas, a pesar de que no me gustó la forma en que mi madre te las acomodó: con los dedos entrelazados, como las de los curas. Tú nunca las habrías puesto de esa manera y sin duda te avergonzaba esa actitud beatífica que nada tenía que ver con tu manía de mover la cadena de un lado a otro, ni con los puñetazos que dabas a los muebles cuando estabas enojado, ni con los apretones de manos que dejaban los dedos pegados y adoloridos. Conste que yo traté de separártelas y ponértelas de otro modo, más tuyo, pero las vecinas, que no sé cómo ni en qué momento aparecieron en la casa, empezaron a llorar y a gritar que era profanar el cadáver y faltarle el respeto a un muerto. Debí haberlo hecho, a pesar de todo, pero me asusté cuando me rodearon y una de ellas, con los ojos desorbitados, me preguntó que "si no tenía yo compasión de mi pobre madre".
Las manos se te quedaron así, papá, como las de un cura, y yo evitaba vértelas porque sabía que tú te sentías incómodo. En cambio miraba interminablemente tus párpados caídos. Los observaba sin parpadear para no perder ese instante en que tú tendrías que hacerlo. Porque tendrías que hacerlo. Ya estábamos en el panteón, ante la fosa abierta; ya iban a empezar a bajar la caja y yo todavía pedí que la abrieran una última vez, la última, esperando ver un levísimo, imperceptible movimiento de una sola de tus pestañas. Y lo vi, y grité que habías parpadeado, que estaba absolutamente seguro. Pero el Doctor del Diputado, el Chato Herrera y Pepe Lara me retiraron de tu caja.
En ese instante, como si le hubieran abierto la puerta, entró el dolor.


IX

EN EL VELORIO FUE DISTINTO. Todos me miraban con lástima y a cada momento una señora diferente y desconocida me daba una tacita de tila. Las dos novias que tenía yo entonces (únicamente para darte gusto y para que pudieras decir a tus amigos: "¿lo ven tan escuincle? pues es un tipazo, tiene una suerte bárbara con las chamacas...") se desvivían por consolarme. Yo las traté con tanta indiferencia que ni siquiera pudieron darse cuenta de mi engaño. A los pocos días terminé con ellas. ¿Qué objeto tenían ya?
El Diputado estuvo un rato, no más de media hora, hizo una guardia muy solemne, me dio tres palmadas y me dijo:
—Tu padre fue todo un hombre y tú tienes que ser como él. Ya los muchachos me informaron cuál fue su último deseo. Ve a verme la semana entrante.
Yo asentí con un movimiento de cabeza.
Mi mamá le dijo, sin duda para disculparme de que no lo atendí debidamente, ni le platiqué, ni le ofrecí café, ni lo fui a dejar a la puerta:
—¡Para él es un golpe terrible, señor Diputado, tenía adoración por su padre!
Pero lo cierto es que yo no sufría porque no creía en nada de lo que estaba viendo. Sencillamente no podía ser verdad. Actuaba como si lo fuera, pero estaba convencido de que todo eso iba a desaparecer de pronto, como una decoración.
No podía ser verdad porque las cosas estaban arregladas por ti de muy distinta manera y desde hacía mucho tiempo:
—Cuando seas un poco más grande dejamos a tu mamá y a las niñas en Durango, con mi tía Lupe, y nosotros nos vamos a correr mundo.
Yo te preguntaba, temblando de esperanza:
—¿Y ya no regresamos nunca?
—No tanto, hijo, no tanto... ¡pero verás cómo nos vamos a divertir!
Después, a medida que fui creciendo, se modificaron un poco los planes:
—Cuando termines la Secundaria dejamos a tu mamá y a las niñas en Durango y nos vamos a Europa.
Mi mamá intervenía de inmediato:
—Nada de Europa. Luis Alfonso tiene que estudiar y recibirse de médico.
Lo tenía resuelto, no sé por qué. Yo nunca dije que quería ser médico. Desde muy pequeño cambiaba de afición casi diariamente. Y de eso tú eras también el ignorante responsable.
Decidí ser cartero aquella vez —tendría yo cuatro años— en que estuviste enojado muchos días porque no llegó a tiempo una carta que te interesaba especialmente. Lanzaste maldiciones al correo, a los carteros, a la portera del edificio en que vivíamos. Regañaste rudamente a mi mamá porque no había estado pendiente:
—¡Piénsalo, acuérdate…! ¿no la habrás dejado tirada por allí y ese niño la rompió? —le repetías una y otra vez.
"Ese niño" era yo.
¡Con mis propias manos, del fondo de la tierra, hubiera querido sacar la carta y entregártela con un gesto de triunfo! ¡Cualquier cosa, todo, por no oírte decir “ese niño”!
El cartero del rumbo, un viejo muy afable y cumplido, se me convirtió en una verdadera obsesión. Lo esperaba diariamente y le reclamaba tu carta, incluso después de que tú la habías olvidado por completo; incluso después de que, con un retraso de varias semanas, la recibiste. Mi reproche llegó a constituir un motivo de diversión para el cartero, y mi temor de que el incidente se repitiera afirmó mi propósito de serlo yo. Entre los trebejos encontré un viejo portafolios tuyo, le puse un cordón para colgármelo en bandolera y todos los días te recibía con una supuesta carta: un pedazo de papel en que yo había dibujado algo, un anuncio que había caído en mis manos, un viejo programa de cine, un recorte de periódico:
—Te llegó esta carta, papá.
Tú examinabas el papel muy atento y yo experimentaba la inmensa dicha de oírte decir:
—Ah, justamente la estaba esperando. Usted sí es un buen cartero.
Sí, lo sería. Estaba resuelto.
Pero poco tiempo después decidí ser bombero.
Entonces trabajabas como cobrador de una casa comercial y recorrías la ciudad en un viejo automóvil que la compañía te proporcionaba. A veces, accediendo a mis ruegos, tímidos al principio y casi histéricos después, me llevabas contigo. Bajabas a hablar con los clientes y yo te esperaba en el coche. Me aburría, sudaba, luchaba heroicamente contra el sueño que, sobre todo en las horas de más calor, me invadía. Pero nunca me encontraste dormido, ni me quejé, ni te hice ningún reproche a pesar de que estaba seguro de que enfrascado en la conversación con tus amigos, te habías olvidado de que yo estaba solo, muerto de calor, esperándote.
Un día íbamos por el rumbo de Nonoalco y de pronto tuviste que hacer una rápida maniobra para dejar paso a los carros de los bomberos que se aproximaban a gran velocidad sonando estrepitosamente las sirenas. Con una expresión infantil me propusiste la aventura:
—¿Los seguimos?
Yo asentí entusiasmado y emprendimos una veloz carrera hasta llegar al lugar del incendio. Unas barracas de madera ardían impresionantemente y las pobres gentes que las habitaban contemplaban, en un silencio más impresionante aún, cómo el fuego destruía sus miserables pertenencias. Mientras los bomberos maniobraban con rapidez, supliendo con heroicidad la falta de elementos, tú elogiabas vehementemente su valor, su sacrificio, su temeridad. Cuando dijiste que debían levantarles una estatua, yo decidí mi destino: sería bombero y algún día tú podrías contemplar orgulloso la estatua de tu hijo.
No te dije nada, pero desde ese día los cerillos y la manguera jugaron secretamente un importante papel en mi vida, y la casa estuvo mucho tiempo bajo una constante y peligrosa amenaza.
Más tarde, y a partir de aquella noche en que declaraste que "estabas aburrido de trabajar como negro y que te ibas a largar solo, sin rumbo fijo", yo decidí hacer lo mismo, solo también, puesto que tú no me habías incluido en tu proyecto. Proyecto que, naturalmente, no lo era, porque al día siguiente lo habías olvidado y hablabas, con gran asombro de mi parte y con indiferencia por parte de mi madre, acostumbrada ya a tus vaivenes, de tu decisión de "hacerte rico a cualquier precio".
Así, durante toda mi infancia, fui variando de aficiones y decidiendo mi destino, siempre a la sombra de tus falsos proyectos, o de tus circunstancias, o de tus elogios, o simplemente de tus exclamaciones fugaces. Bastaba que dijeras, después de una buena comida y estirándote voluptuosamente: “Ah, qué ganas de tener mucho dinero y no ir a trabajar..”, para que mi alcancía adquiriera la máxima importancia. Como un avaro guardaba cuanto centavo caía en mis manos, y no constituía ningún sacrificio el vencer mi apetito por los dulces. Esa labor de urraca duraba hasta que cualquier otro día decías riéndote, a propósito de alguna juiciosa reconvención de mi madre: "el dinero es para gastarlo, si lo guardas se te vuelve carbón". Pálido, ansioso, corría yo a sacar mi alcancía del insospechable lugar donde la guardaba, y la hacía pedazos sin el menor titubeo, sorprendiéndome de que mi dinero no se hubiera transformado todavía.
Sólo una de mis aficiones de niño, tan implacable que perdura hasta hoy, quieta, escondida en mi memoria, no tuvo su origen en ti: la de buzo.
Resolví serlo aquel día que vi un documental en el que un hombre encontraba accidentalmente un barco hundido desde hacía muchísimos años. Durante el tiempo que duró la película yo fui ese hombre; yo había encontrado ese barco, no hundido sino dormido en el fondo del mar, reclinado en la arena, carcomido, herrumbroso, herido, atrapado y devorado por plantas carnosas y ondulantes que al mismo tiempo lo adornaban como guirnaldas.
Ahora puedo explicarlo: sentí que el fondo del mar era mi sitio y mi destino; que había yo muerto y que caminaba ingrávido, como un ángel, por ese cielo sumergido donde todo era lento, oscilante, cadencioso, trémulo. Sentí que había yo llegado al centro mismo del silencio y que era ahí donde debía permanecer.
Cuando la película terminó y se encendieron las luces y la gente empezó a hablar y a abandonar ruidosamente las butacas, me tapé los oídos y sentí que había sido devuelto a un lugar hostil en el que ya no me sería posible respirar, ni moverme, ni vivir en paz.
Muchos días guardé silencio. Con nadie, ni siquiera contigo, quise compartir esa emoción que entonces para mí solo era eso: una emoción extraña, nueva. Pero una noche, tal vez porque estuviste especialmente cariñoso, te pregunté casi con miedo:
—Papá, ¿te gustaría que yo fuera buzo?
Y nunca volví a hablar de ello porque recuerdo que con un gesto un poco cínico, el mismo que ya había observado en ti cuando tomabas copas, me dijiste:
—Sí, pero sólo que me traigas una sirena gordita.
Pasó el tiempo y mi emoción se fue debilitando, pero aquella mañana que me llevaste a volar sobre la ciudad en una avioneta, sentí nuevamente el encuentro con algo que me pertenecía. También ahí podría permanecer siempre: en el aire, posándome brevemente en los picos de los cerros, en las altas montañas, en los volcanes nevados. En todos aquellos sitios desde los cuales pudiera contemplarse, pero muy a lo lejos, la tierra.


X

NADA DE EUROPA. Luis Alfonso tiene que estudiar y recibirse de médico. Para que se callara de una vez, para que no interrumpiera tus proyectos, para que nos dejara tranquilos, le contestaba impaciente:
—¡Sí, mamá, sí, pero cuando regresemos del viaje!
Entonces tú, que lo decidías todo, nos mirabas sorprendido de nuestro atrevimiento y nos decías:
—De modo que ustedes ya resolvieron por su cuenta... ¡Pues no señor, no vas a ser médico! Qué quieres, ¿quemarte las pestañas estudiando para acabar de empleadillo del Seguro Social? ¡No hijo, tú vas a pisar fuerte y a llegar muy alto!
Yo no te preguntaba cómo iba a lograr esas cosas; simplemente asentía, temeroso de disgustarte:
—Sí, papá.
Otras veces, cuando estabas contento y te había gustado la cena, abrazabas a mi madre y me decías:
—Cuando tus hermanas se casen nos vamos con tu mamá a Europa.
Mi mamá sonreía incrédula y afirmaba:
—Luis Alfonso se casará mucho antes que ellas.
Y tú protestabas indignado:
—¡Primero tiene que conocer la vida... ya después sentará cabeza!
Naturalmente yo estaba de acuerdo contigo. Lo que no te decía era que no pensaba casarme nunca para no separarme de ti, pero que te compensaría creándome una espectacular fama de mujeriego, difícil de atrapar.
Algunas noches, cuando estábamos absortos en el mapa marcando con un lápiz rojo la ruta del viaje —interminable porque a cada momento la prolongabas con otro país "que sería una lástima no conocer estando ya tan cerca"— mi mamá dejaba caer la frase razonable y helada, eliminándose del proyecto:
—¿Y con qué dinero van a ir a todas esas partes?
Yo levantaba los ojos y los clavaba en ti, que siempre tenías la respuesta esperada:
—Ya veremos...
Y de inmediato, como represalia, prolongabas la línea roja para abarcar tres o cuatro países más.
Entonces yo creía firmemente en ese "ya veremos" que nunca me pareció ambiguo sino categórico.
Ahora comprendo que jamás habríamos podido hacer el viaje porque "Poncho Fernández sí sabía vivir", porque "Poncho Fernández era el primero en sacar la cartera", porque "Poncho Fernández gastaba en una parranda lo que ganaba en un mes", porque "Poncho Fernández era lo que se llama un hombre...".
Tus amigos me han hecho de ti un retrato fiel: "eras el más macho de todos, el más atravesado y el más disparador". De no haber ocurrido ese accidente estúpido, pronto habrías "pisado fuerte y llegado muy alto".
Ahora yo tengo que hacerlo. ¿Por qué, papá?
¿Te acuerdas de aquella vez que fuimos al llano a volar el papalote? Se balanceaba en el aire, negligentemente, como simulando una libertad de la que no deseara hacer uso excesivo.
Si a mí me hubiera sido posible, o si tú hubieras querido soltar el amarre, ahora yo sería el que podara, amorosamente, tu bugambilia.


XI

Y LO HARÍA EN silencio, pensando que cada hoja tenía algo de ti y que debía tratarla con cuidado. Ellas las arrancan despreocupadamente, hablando de botánica casera, de plagas y desinfectantes. Después, cuando han terminado "el quehacer" y se disponen a rezar, mi mamá suspira, contempla la tumba y dice lánguidamente que jamás se consolará de que te hayas ido.
Cada vez que la oigo tengo que hacer un gran esfuerzo para no encarármele y explicarle todo. Admito mi debilidad, admito que no supe defenderme, admito que soy el culpable de la extraña relación que tengo con ellas, admito haberlas perdido para siempre. Lo admito todo, menos que piense que te has ido y que se atreva a decirlo en mi presencia.
¿Qué diferencia existe entre tú y yo? ¿No lograste que no la hubiera? ¿En qué ha cambiado su vida? ¿Por qué se lamenta como si en efecto fuera una viuda sin consuelo?
Durante los últimos dos años tú no ibas a dormir a la casa o llegabas en la madrugada alegando que salías de México o que tenías mucho trabajo "con eso de que el Diputado ya andaba picando piedra para la campaña". Ella misma, acatando como siempre tus órdenes, te arregló el cuarto del fondo porque dijiste que no era justo despertarla a esas horas después de que se pasaba el día batallando en la casa. La costumbre quedó establecida y ella hubiera sido incapaz de modificarla provocando una relación que tú eliminaste con argumentos tan persuasivos. Durante el último año, con frecuencia pasaban dos y tres semanas consecutivas sin que supiéramos nada de ti. Algunas veces, mirando tu lugar vacío en la mesa, mi mamá protestaba vagamente:
—El Diputado debería tener un poco más de consideración, no es posible trabajar en esa forma.
Yo pensaba lo mismo, convencido de que nos decías la verdad. Era difícil dudar de tus palabras cuando al regresar nos describías con tantos detalles los motivos de tu ausencia: el desarrollo de la campaña, las pruebas de confianza que te daba el Diputado, tu fatiga, las angustias que pasabas en "esos pueblos rabones donde no hay teléfonos, ni telégrafo, ni forma alguna de saber de ustedes"; los sacrificios que tú y los demás ayudantes estaban haciendo ahora, y todos los beneficios que muy pronto les reportaría el triunfo del Diputado.
Cuando yo te hacía alguna pregunta concreta sobre tan misteriosa campaña y tan seguro triunfo, tú evadías la respuesta y muy hábilmente nos convertías en cómplices de esa oscura política futurista que no era conveniente comentar absolutamente con nadie:
—El Diputado se las sabe todas y le tira a Ministro, no a mugre chícharo.
(Tenías razón. No llegó a Ministro, pero el actual Presidente de la República, escogido por el anterior, naturalmente, y "apoyado por todos los sectores", lo designó Subsecretario. Seguirá ascendiendo: con los superiores se porta como siervo y con los de abajo como patrón. ¿Protestar por algo, cambiar algo? Sí, cómo no. "Se las sabe todas". Tenías razón, papá.)
—Ni una palabra de esto, ¿entienden?
Nosotros te obedecíamos y guardábamos el secreto. Cuando alguien nos visitaba y preguntaba por ti, la respuesta era siempre la misma: "no ha de tardar en llegar".
Pero claro, no podías llegar. Ahora sé que no es fácil separarse de Elena. Cuando lo hago es, o porque efectivamente el Subsecretario me manda fuera de México, o por remordimiento de dejar tanto tiempo solas a mi mamá y a mis hermanas, o porque apareces tú.
Era natural que simularas esas continuas giras políticas, ese agobiante trabajo, esa imposibilidad de comunicarte con nosotros y ese indudable triunfo que nos traería tantos beneficios.
Lo mismo hago yo para poder dormir con Elena: las engaño como me engañabas, y me creen, como yo te creía.
Miento con igual maestría que tú. Me imagino que estarás orgulloso. Todavía no "piso fuerte ni he llegado muy alto", pero sólo tengo diecinueve años. No pierdas la esperanza. Ahora, por lo menos, ya no me escondo a llorar en los excusados de las cantinas, como al principio.
¡Es que no podía entenderlo, papá, no podía!
El Diputado, cumpliendo tu último deseo, se hizo cargo de mí y me nombró su ayudante.
—Haremos de ti otro "Poncho Fernández" —me dijo.
Había que olvidar la escuela. Tú dijiste siempre: "el dinero es para gastarlo y los que ahorran son unos coyones que le tienen miedo a la vida". Y como no eras coyón, no nos dejaste ni un centavo.
—Ahora tú eres el señor de la casa —me dijo mi mamá el día que empecé a trabajar.
Pero no me dijo que desde ese mismo día dejaba de ser mi madre. Eso no me lo dijo.


XII

ME ACUERDO DE LA primera vez que tus amigos me llevaron a jugar dominó y a tomar cerveza. Hacía un mes que te habías muerto y una semana que yo trabajaba con el Diputado. Me preguntaron si sabía jugar y les contesté que no.
—Tienes que aprender, Poncho, tu papá nos "sonaba" a todos —dijo Pepe Lara.
No sé si el sentirme por primera vez en una cantina y con tu pistola estorbándome terriblemente en la cintura, me dio valor para protestar:
—Me llamo Luis Alfonso y así quiero que me digan.
—¿No te gusta Poncho, como tu papá? —me preguntó el Chato Herrera.
Yo repetí categórico:
—Me llamo Luis Alfonso y así quiero que me digan.
"El Quelite" Vargas, un norteño flaco que debía su apodo a que la canción del mismo nombre le gustaba especialmente, se me quedó viendo y comentó con los demás:
—Habla "golpeao". Se me hace que se le va a quedar lo de Luis Alfonso.
Animado por aquello lancé una mirada retadora y dije:
—Se me hace que ya se me quedó.
A esa frase bravucona debo el haber conservado, por lo menos, mi nombre.
Al principio estaban interesados en el dominó: golpeaban las fichas sobre la mesa, insoportablemente, los vencedores se reían de los vencidos, éstos se echaban la culpa unos a otros, y todos hablaban al mismo tiempo. Pero a medida que tomaban más y más cervezas, empezaron a recordarte enternecidos y a elogiarte extrañamente. Así pude enterarme de que habías sido "un amigo a toda madre y más reata que la chingada".
Yo sentía una especie de náusea y un casi incontenible deseo de golpearlos y salir corriendo de allí. No es que me asustaran las leperadas, ¿comprendes?, en la escuela las oía a cada momento aunque yo, no sé por qué, nunca las decía. Lo que no me gustaba era que las usaran para elogiarte con tanta admiración y nostalgia, porque eso me impedía reclamar para ti calificativos de los que pudiera yo sentirme orgulloso, y un tipo de conversación añorante en la que pudiera yo participar.
Cuando ya estuvieron completamente borrachos empezaron los consejos: lo único que yo tenía que hacer era parecerme a ti en todo; tratar al Diputado como tú lo tratabas, hacerme simpático, como tú, para que me llevaran, como a ti, a las fiestas donde los "gallones" arreglaban sus "enjuagues"; taparle todo a los "mandamases" porque eso a la larga facilitaba "las buscas" y lo demás.
Yo contestaba con movimientos de cabeza. Tenía miedo de confesar que no entendía nada de lo que hablaban y que lo único que quería era salir corriendo o gritar o morirme.
Me levanté, empujando bruscamente la silla, pero dos manos cayeron sobre mí, y Gabriel Martínez, que era el más antiguo Ayudante del Diputado, me dijo:
—¡Negra al que se vaya primero!
Y de inmediato el Chato Herrera, Pepe Lara y "El Quelite" Vargas, sentenciaron: "¡Negra!"
Entonces yo dije que iba a "hacer pipí", como decíamos en la casa desde chicos, y todos soltaron la carcajada. Parece que el término les pareció afeminado y ridículo porque me hacían burla frunciendo los labios y poniéndose la mano en la cintura:
—El joven se retira a hacer pipí...
—Cuídate, luego hay muchos hombres en el water...
No había ninguno y pude llorar desconsoladamente en aquel excusado sucio, maloliente, cuyas paredes estaban llenas de letreros y dibujos procaces. Pasado un rato me eché agua fría en los ojos y fui a reunirme con ellos. Temblaba pensando en las bromas que me harían por haberme tardado tanto, pero "El Quelite" se levantó tambaleándose, me agarró del brazo y me llevó a una mesa del fondo.
—Mira, Luis Alfonso... conste que te digo como te gusta.
—Como me llamo —le repliqué.
—Bueno, como te llamas, por eso no vamos a alegar... Mira, aquí en este rincón nos sentábamos tu papá y yo a jugar vencidas de a cien pesos cuando ya estábamos "bien tapados".
Yo quería ir aprendiendo el exacto significado de los términos para entender lo que me contaran de ti. Le pregunté :
—¿Bien tapados?
—Hasta las manitas... Te juego una en recuerdo de él.
Y acomodó el codo sobre la madera de una mesa raspada y llena de quemaduras de cigarro.
Yo me eché hacia atrás instintivamente y me pegué al respaldo del mueble.
—Qui'hubo, ¿te rajas?
¿Por qué lo hice? ¿Para quedar bien contigo? ¿Para que "El Quelite" no pensara que tu hijo era un cobarde? El caso es que puse el codo en la mesa, apreté aquellos dedos amarillentos por el tabaco y empecé a forcejear estúpidamente. Cuando estaba a punto de ganarme sentí una cólera feroz, que me dio en el último instante la fuerza suficiente para voltearle la mano y estrellársela sobre la mesa con un golpe seco.
"El Quelite" se me quedó viendo fijamente y sin hacer el menor comentario sacó de su cartera cien pesos y me los entregó. Nos levantamos y fuimos a reunimos con los otros. A ellos sí les dijo algo que no he podido olvidar nunca:
—¡Diablo de Poncho Fernández! Clarito sentí cuando entró al quite y me dio el jalón.
Todavía estuvimos dos o tres horas en la cantina. Yo no volví a pronunciar una palabra. Contemplaba fascinado mi mano derecha con la que habías vencido una vez más al "Quelite" Vargas. Tú, eso dijeron todos. ¿Y yo?
Al día siguiente te traje cien pesos de flores. La tierra de la tumba estaba bastante floja todavía. Empecé a escarbar para meter directamente los tallos, porque aún no tenías floreros ni nada. Mi intención era hacer muchos pequeños agujeros y repartir en ellos las flores. Sólo que cavé en un mismo lugar, sin darme cuenta, pero sintiéndote más cerca a cada momento. Como si estuvieras vivo, atrapado en una mina y esperando que yo te rescatara.
Me sobresaltó la voz de un chamaco:
—¿Va a querer que le traiga agua?
Me lo quedé viendo sin entender. Me contemplé las manos llenas de tierra y sentí que por la cara y el cuello me corrían hilos de sudor. Había cavado un hoyo bastante grande en el centro mismo de la tumba y lo suficientemente amplio como para que tú pudieras salir y yo entrar.
Y los dos lo hicimos.


XIII

ESTÁ GOTEANDO LA PINTURA de la reja y va a caer sobre el pasto y lo va a secar. Creo que voy a reclamar a mis hermanas. ¡Sí, que pongan más cuidado, por Dios! Lo hacen todo sin fijarse, para acabar pronto y pensando en otra cosa. A ver si a ellas les gustaría que alguien fuera a chorrear la pintura sobre la pared de su recámara. Esa reja de alambrón es mi pared, el lindero de mi casa, la que me separa de Esperancita Larios y del General Jiménez Puente, mis vecinos.
Pero no se les puede decir nada aquí. ¿Con qué voz? ¿Con qué presencia? Si les hablara tendrían que gritar asustadas, y si no gritaran, nada tendría sentido. Tengo que esperar hasta que lleguemos a la casa o por lo menos hasta que salgamos del panteón, porque aquí todos me conocen y saben que no puedo comunicarme naturalmente. Sería un fraude, sería como aprovechar un disfraz para sacar ventaja. No estaría bien.
Al General le han hecho dos ceremonias muy aburridas: cuando llegó, y en su primer aniversario; lo han agobiado con una letanía de elogios que nunca le dijeron en vida; ha tenido que soportar la falsa consternación de sus más encarnizados enemigos, y claro, nunca ha dicho una palabra. Tampoco pudo protestar don Enrico Andreani, el del monumento de mármol negro, cuando vino su esposa con gran escote y gran prisa a dejarle aquellas horribles flores artificiales que garantizaban el permanente ornato de la tumba, sin mayores molestias. Tampoco dijo nada el corredor de automóviles que murió en competencia, cuando sus acongojados padres le pusieron encima una réplica en granito de su destrozado vehículo y una inscripción que eternizaba su lamentable error: "A nuestro amado hijo que buscaba la gloria y encontró la muerte".
A mí me apena un poco el privilegio de haber podido elegir el tamaño de mi lápida y de mi cruz, el espacio para sembrar el pasto, el sitio donde la bugambilia se ve mejor, la altura de la reja y el estilo de los floreros. Ninguno de ellos pudo escoger sus monumentos, ni sus inscripciones, ni sus flores. Todo quedó al arbitrio de los deudos que en el primer momento siempre exageran y dejan testimonios de amor y dolor eternos, que al poco tiempo se convierten en la visita anual obligatoria y más tarde en el total abandono.
Es entonces cuando las tumbas olvidadas empiezan a actuar por, sí mismas: una maleza recia y abundante, enviada coléricamente desde abajo, va esparciéndose sobre las lápidas para cubrir las promesas no cumplidas: "Vivirás eternamente en el corazón de tu inconsolable esposa..." "Abnegada mujer, tierna compañera, jamás te borrarás de mi recuerdo..." Luego, nutrida y guiada siempre por los decepcionados, la maleza fortalece sus raíces para que éstas se expandan y desnivelen y destrocen los mausoleos.
No queremos mentiras. Nos fastidia cargar con la pesada desorbitación de un dolor momentáneo. No es que estemos en contra del olvido, no, incluso nos gusta y nos alivia. Pero los que se quedan deberían pensar en lo absurdo que resulta grabar la expresión de un instante, en una piedra colocada a perpetuidad sobre una persona condenada a perpetuo silencio.
Estoy hablando de nuestros vecinos más cercanos: de Esperancita, del General, de don Enrico, del doctor Esparza, del muchacho automovilista, de doña Asunción Gorbea de Antúnez, la del monumento con el ángel que abre la puerta del cielo; de don Clemente Rivera, el charro, con su reata, sus espuelas y su sombrero de mármol, colocados en un ángulo de la lápida; del Profesor Zendejas, con su libro de bronce, y de Pablito López, muerto al nacer. Estoy hablando también de mí, con mi pequeña cruz, mi lápida sobria, mi bugambilia y mi reja de alambrón.
No de ti, porque tú no sabes lo que es el silencio. No lo has guardado nunca, ni antes ni ahora.
Yo sí sé lo que significa el no pronunciar las palabras que me devolverían la vida. Las tengo ensayadas, desesperantemente ensayadas. En el momento en que me decidiera surgirían fluidas y rotundas. Inapelables. Son redondas, pulidas. La frase completa es como una joya. La tengo, es mía. La veo brillar en medio del silencio. Con sólo pronunciarla todo me sería devuelto. Pero allí permanece, al borde de mis labios, como al borde de un río crecido, imposible de cruzar.
¿Sabes lo que es quedarse a la orilla de uno mismo, contemplándose?


XIV

AL PRINCIPIO ME DEFENDÍA un poco, retrocedía, iba a mi encuentro. Cuando me daban alguna comisión, me robaba unas horas para ir a ver a Carlos Chavira, mi compañero de la Secundaria y con el que siempre me llevé muy bien. Colocaba la camioneta del Diputado en la puerta de la escuela y esperaba. Mientras tanto me asaltaban los pensamientos más contradictorios: yo quería ser aquel estudiante que reía y lanzaba piropos y albures a las muchachas que pasaban a su lado; o el que se improvisaba una voluminosa barriga metiéndose los libros bajo el suéter para sostener en las manos una coca-cola y una gigantesca torta que devoraba con avidez. O aquel que parecía el jefe del grupo y que estaba recibiendo y contando el dinero con que cada uno cooperaba para algún plan que debía interesarles mucho a juzgar por sus expresiones exaltadas. O aquel otro que recargado en la pared, abstraído, ausente, tocaba un organillo de boca con verdadera maestría. Quería ser un estudiante, como cualquiera de ellos, pero me impresionaba ser lo que era: un joven extraño que alternaba con políticos, que iba a las cantinas con hombres que le doblaban o triplicaban la edad, que usaba pistola y que se paraba frente a una escuela, en un rato que le quedaba libre, para esperar a un muchacho que no sabía nada de la vida.
Mis dudas duraban el tiempo de la espera, porque era tal la excitación de mi amigo al verme en la lujosa camioneta último modelo, al examinar tu Colt pavonada calibre 38, y al enterarse de que andaba muy metido en la cuestión política, que de momento quedaba yo convencido de mi importancia y me daba cuenta de que mi compañero estaba sintiendo por mí la misma admiración que yo sentía por ti. Entonces ponía especial cuidado en imitarte convincentemente y en el curso de la conservación repetía lo que tú le decías a mi mamá, con el mismo aire de aburrimiento y como si el asunto me fatigara por frecuente:
—Anoche tuve que acompañar otra vez al Diputado a una de sus parrandas idiotas...
Como Carlos exigía detalles, yo dejaba caer, despectivo, la frase que le había oído decir a Pepe Lara en una ocasión:
—Total: las viejas más elegantes, el "chínguere" importado y el colchón de resortes... pero lo mero bueno es igual en todas partes.
¿Por qué me ponía a llorar desesperadamente después de dejar a mi amigo en la puerta de la vecindad donde vivía y de la que salían en tropel todos los vecinos para admirar la camioneta?
No sé, pero apenas me encontraba solo nuevamente, sentía que algo se desprendía de mí, algo que no debía desprenderse porque sin ello, que no sabía lo que era, me sentía indefenso.
Al mismo tiempo experimentaba un gran remordimiento por haberlo engañado con frases ajenas, y una especie de nostalgia por las cosas que no le había dicho a pesar de que eran, precisamente, las que quería decirle y las que me impulsaban a buscarlo:
—Me siento muy raro, Carlos, como si no fuera yo...
¿Por qué no se lo decía inmediatamente, antes de que él empezara a elogiar la camioneta y a desear "una pistola tan padre" como la que yo traía? ¿Por qué no le decía que precisamente esa pistola era la causante de todo? Sentía el impulso de hacerlo, pero cuando estaba a punto de hablar pensaba que tú me estabas escuchando y decía lo que tú hubieras deseado que dijera:
—Comprenderás que no me voy a quemar las pestañas para acabar de empleadillo del Seguro Social... Yo voy a pisar fuerte y a llegar muy alto.
Su respuesta, provocada por la camioneta, por la pistola, por el falso y estúpido relato de mis parrandas y mis "influencias", me llenaba de angustia:
—Tienes toda la razón, mano. Es la única forma de que te respeten en este pinche país.
Entonces yo trataba de componer las cosas y de ameritar lo que él hacía:
—No digas eso, cualquier carrera es mucho más respetable que la de político... ¡Cómo vas a comparar!
Pero ya había yo desatado en él esa turbia ambición del poder ilimitado y de la fácil y rápida riqueza:
—No te hagas, una credencial de Diputado o un saludo del Presidente sirven mucho más que los estudios y los títulos.
—Bueno, pues sí, pero también en tu carrera puedes destacar y...
Pero él me interrumpía para exponer los argumentos que yo mismo le había sugerido con mi aparente prosperidad y mi ensayada prepotencia:
—Destacar, sí, dentro de veinte años y quemándome las pestañas, como tú dices. No, mano, sólo hay dos carreras productivas: la de influyente y la de amigo de influyente. Cuando tú "las poderosas" no te olvides que somos cuates.
En ese mismo instante decidí olvidarlo.
¡Mi cuate, mi amigo amado! Esa noche, en su ardiente cama de estudiante pobre, pensaría en mí. En ti.


XV

POCO TIEMPO DESPUÉS YA no tuve que usar frases ajenas para reseñar las juergas del Diputado. Con cierta ingenua solemnidad, como si se tratara de una ceremonia en la que yo recibiría el espaldarazo de hombre cabal, tus amigos me sometieron a un crudo interrogatorio antes de llevarme a la primera parranda. Al principio me negué a contestar sus preguntas, indignado por lo que consideraba un atraco a mi intimidad, pero pronto me di cuenta de que en su rudeza había una peculiar ternura y hasta cierta timidez que los hacía bordear torpemente el tema, como si tuvieran miedo de llegar a la pregunta principal.
En realidad no la formularon. El Chato Herrera la dio por contestada cuando me dijo:
—Apuesto a que nunca te has acostado con una mujer.
Era cierto. Pero lo negué rotunda, agresivamente, pensando que a ti te disgustaría que ellos lo supieran.
En ese terreno no tenía más experiencias que las solitarias, las imaginadas y las mágicas. Esta clasificación la hago ahora; entonces para mí todas eran pecado mortal.
De las mágicas recordaré siempre una, que me afectó gravemente durante mucho tiempo.
Estaba yo en sexto de primaria e iba con frecuencia a estudiar a casa de mi compañero Manuel Requena. Una tarde fui, como de costumbre, pero él había salido. La criada no supo decirme si regresaría pronto y me hizo pasar al cuarto de la señora para que ella me informara. Entré a una habitación indescriptible y sentí que entre esas cuatro paredes quería quedarme para siempre. Era absolutamente distinta a todas las que yo había visto. Lo que más me impresionó fueron dos grandes jaulas doradas en las que revoloteaban muchos pájaros mudos. Durante todo el tiempo que permanecí allí, ninguno cantó ni emitió el menor sonido. Únicamente se oía el batir de las pequeñas alas. Ahora me parece natural que no cantaran: la vida no tenía sitio en aquella organizada agonía. Las ventanas estaban cerradas y las gruesas cortinas, corridas. Una lámpara pequeña alumbraba tenuemente la estancia llena, colmada, abigarrada de todo lo imaginable. Lo peculiar, lo sobrecogedor, era que nada era viejo pero todo estaba como prematuramente, urgentemente envejecido. La habitación parecía un desván, uno de esos cuartos resignados donde se va almacenando lo que no se usa pero que se guarda porque ha participado en un instante feliz, o triste, o especial. Sin embargo, era evidente que allí se usaba todo, porque las cosas parecían estar, no en sus rincones permanentes, no en un conquistado lugar fijo, sino en el último que se les había asignado. A pesar de su diversidad y hasta de su incongruencia, no había duda de que esos muebles y objetos pertenecían a una sola persona, y que ésta se servía de todos, cotidianamente, porque ninguno daba la sensación de haber sido olvidado. No obstante, aunque todo parecía funcionar, aunque en todo se percibía un temblor de mudanza, había una especie de trasfondo indolente, desmayado, narcotizado más bien. Cualquier movimiento normal habría resultado inadecuado en esa habitación donde el tiempo parecía detenido. De este estancamiento del tiempo provenía sin duda aquel olor dulzón, que se había ido elaborando a sí mismo y enriqueciendo con la mezcla de todo lo que allí agonizaba encerrado, sin salvación posible.
De pronto, de entre el montón de cobijas y cojines que llenaban la enorme cama colocada en un ángulo del cuarto, surgió una mujer. Vestía un camisón ligero que transparentaba las muy salientes clavículas. Era impresionantemente delgada, pálida, angulosa, y tenía unos grandes ojos hundidos y rodeados de sombras. Se apoyó en el respaldo y encendió un cigarro. El humo espeso que salía lentamente de su boca, apenas entreabierta, se le adhería a la cara y parecía formar parte de ella.
Yo la contemplaba fascinado, sin poder decir una sola palabra, y ella veía sonriendo mi fascinación, también en silencio. Jamás he sentido el encantamiento con mayor conciencia de que lo era, de que me había hecho su presa, y de que todo lo demás había desaparecido. Lo único que yo deseaba, con una súbita y delirante urgencia, era meterme en aquella cama excesiva y decirle a aquella mujer que desde ese instante y para siempre, le pertenecía yo por entero.
Era absolutamente necesario que lo supiera, pero cuando iba a decírselo oí su voz grave, densa, que no parecía salir de ella sino del humo que la envolvía.
—¿Vienes a estudiar con Manuel?
¿Quién era Manuel? En ese momento no existía. Pero después, y a causa de esa habitación moribunda y de esa mujer aparecida, fue para mí una presencia desquiciante, deseada y esquivada.
Aquella vez que el maestro nos llevó de excursión y que pasamos la noche en el campo, yo me acosté al lado de Manuel, y cuando se quedó dormido le besé levemente la boca.


XVI

LAS PARRANDAS DE LOS políticos eran muy distintas a lo que yo había imaginado. ¿Qué podría decir de esos hombres y esas mujeres que dejaban de serlo a causa de su voracidad de poder y de dinero?
Esta comparación resultará extraña, pero así la establecí la primera vez que me llevaron a la casa donde se celebraban las juergas:
Una mañana fui a Chapultepec, muy temprano, con unos compañeros. Íbamos a "hacer pulmones" para participar en las competencias deportivas estudiantiles, pero el espectáculo era tan sorprendente que todos nos olvidamos de entrenar: una neblina espesa, que sin duda en la madrugada envolvía por completo el bosque, había ido descendiendo y haciéndose menos apretada. En ese momento se arrastraba ya por la tierra, como si fuera humo en movimiento, y ocultaba la hierba y la base de los árboles de tal forma que éstos daban la impresión de estar truncados y suspendidos en el aire milagrosamente. Nuestros pies desaparecían en esa especie de gran nube caída, que se agitaba y esparcía a nuestro paso. Recuerdo que yo caminaba cautelosamente para que no se ahuyentara y desapareciera ese humo reptante que se me adhería a los tobillos. No quería desgarrar, no quería lastimar a aquella materia ligera y untuosa, pero al mismo tiempo me sentía invadido por un temor extraño, porque sentía que la neblina, lejos de desaparecer, iría subiendo y espesándose hasta cubrirme por entero y ahogarme.
Lo mismo sentí en aquella casa: algo extraño, pero que no era una tenue nube caída, sino una especie de vaho caliente y ácido, salía de las paredes, de las cortinas, de los rincones, de las botellas, de las bocas y de las palabras. Yo sentía cómo iba llenando la habitación, cómo iba esparciéndose y untándose por todas partes y cómo iba subiendo paulatinamente por mi cuerpo y paralizándolo.
—¿No estás contento? —me preguntó el Chato Herrera.
Moví la cabeza afirmando, porque me parecía que de este modo, sin hablar, la mentira era menor.
Entonces él me indicó, señalándolas descortésmente, como si fuesen animales, a las mujeres de que podía yo disponer y a las que no debía ni acercarme porque "eran propiedad de los gallones".
Sólo que los gallones tampoco se les acercaban porque estaban tomando alcohol y discutiendo de política, es decir, de esa política turbia y anhelante que consistía en otear como bestias para percibir, a varios meses de distancia, quiénes serían "los elegidos". Cualquier error significaría el ostracismo, la pérdida de las influencias y de las prebendas. Significaría convertirse durante seis años en ciudadanos comunes y corrientes, atenidos a sí mismos, víctimas de la arbitrariedad de las autoridades y de la indiferencia de los poderosos. Con esas preocupaciones, con esa punzante obsesión, con ese terror, ¿cómo iban a perder el tiempo en atender a aquellas atractivas y sinuosas mujeres que estaban allí sólo para dar ambiente y para disfrazar ante ellos mismos el verdadero objeto de la reunión? Si alguna se les acercaba le hacían automáticamente una caricia procaz y seguían hablando de lo único que les importaba:
—No hay que perder de vista al Senador Montes, anda muy cerca del candidato.
—No, hombre, le está dando su coba.
—Seguro... qué apuestan a que lo manda de Embajador a una republiquita para quitárselo de encima.
—No se confíen. Yo lo tengo en mi lista, por si acaso.
—Pues bórralo y apunta a Rafael Ampudia. ¿Sabías que fue de invitado personal al mitin de Tlaxcala y que desayunaron solos?
—¿El Chueco Ampudia? ¿El del escándalo aquel?
—Ese mero.
—¡Pero si es un imbécil! Yo lo conocí hace años, cuando era achichincle de Trinidad Sánchez, el que fue Diputado por Sinaloa.
—Pues de imbécil no tiene un pelo. Ahora es Trinidad el que le anda lambisconeando.
—¿Y dices que desayunaron solos?
—Me consta, yo iba en la comitiva. Y cuando salió llevaba una cara de "ya se me hizo" que nos dejó "de a seis".
—Pues está bueno saberlo. Oye, ¿y a ése por qué le da?
—Por la cacería. Yo le mandé la semana pasada una escopeta alemana muy buena.
Era evidente que el Chueco Ampudia recibiría de inmediato otras muchas escopetas alemanas, y que desde ese momento quedaban olvidadas para siempre sus proezas de macho belicoso. ¡Había desayunado solo con el candidato! Eso borraba sus pasadas culpas y en lo futuro, "si se le hacía", todos dirían de él: "don Rafael Ampudia, muy amigo mío por cierto, un hombre de humilde extracción que ha llegado a tan alto puesto gracias a su talento, a su esfuerzo y a su intachable conducta".
Me era imposible seguir oyéndolos, seguir observando cómo se iban desintegrando por dentro, a cada frase.
—Señor Diputado, ¿me puedo ir?
Todos estaban borrachos. Eran ya las tres de la mañana. Dos de las mujeres "disponibles" dormían en unos sillones. Las otras trataban inútilmente de interesar a aquellos hombres que, una hora después, bajo los efectos del alcohol, hablaban de sus hogares, de sus "viejas" y de sus "muchachos", como designaban siempre a la esposa y a los hijos. Resultaba muy extraña esa zona de ternura, esa especie de isla familiar a la que ellos aludían precisamente en ese sitio; ese reducto que elogiaban, amaban y respetaban a su modo.
—Señor Diputado, ¿me puedo ir?
—¿Ora que se va a poner bueno? —preguntó a su vez abrazando a la robusta mujer que tenía a su lado.
—Es que ya es muy tarde y mi mamá debe estar con pendiente.
¿Qué había dicho? Una carcajada estrepitosa distorsionaba los rostros e iba extendiéndose y llenando la habitación, como si una chispa hubiera provocado un fuego violento. Yo estaba allí, inmóvil, mudo, atrapado en esa risa, igual que si estuviera envuelto en llamas. Y sentía claramente que cuando ellos terminaran de reír no quedaría de mí sino un pequeño montón de cenizas.


XVII

PERO FUE AL LLEGAR a la casa cuando comprendí que eso era yo en todas partes: un montón de cenizas.
Porque no fui yo el que regresó en la madrugada, temeroso del justo regaño de mi madre. Ni era a mí a quien ella esperaba. Llegaste tú, y de ti, el jefe de la familia, ella nunca esperó explicaciones ni excusas. Yo pensaba dárselas y convencerla de que me había sido imposible regresar más temprano. Ella me diría —pensaba— que "era yo un hijo desconsiderado, que la tenía despierta hasta el amanecer con la angustia de que algo malo me hubiera sucedido". Pero nada de eso ocurrió. Las palabras se me quedaron muertas, como si ya no pertenecieran a mis actos, ni a mi tiempo, ni a mi vida.
—Perdóname, mamá, no pude...
—Pero si no te estoy diciendo nada, tú puedes llegar a la hora que quieras. Acuéstate, voy a la cocina a traerte algo.
—No, mamá, no te levantes.
—No faltaba más, con lo cansado que debes estar... A tu papá siempre le daba yo un vaso de leche caliente cuando llegaba tarde.
Se levantó, fue a la cocina y me trajo a mi cuarto el vaso de leche. Mientras lo tomaba me dijo que "me había esperado a cenar hasta muy tarde, pero que como las niñas tenían que ir al colegio al día siguiente, ya no quiso que se desvelaran más". Después, con el mismo gesto y en el mismo tono manso y tierno, me dijo exactamente lo que te decía a ti:
—Yo todavía te esperé mucho rato, hasta que materialmente se me cerraron los ojos.
Allí estaba, sentada al borde de mi cama, cubierta con su chalecito de estambre. Y de pronto sentí un violento rechazo por aquella mujer desconocida, por aquella esposa que parecía estar atendiendo a un marido trasnochador y autoritario, no a un hijo asustado que esperaba su reprimenda y que quería pedirle perdón.
—¡Déjame solo, por favor!
Salió de la habitación y cerró suavemente la puerta.
Comprendo que a veces sufra por mi indiferencia, por mi rudeza, por mi silencio. Sobre todo por mi silencio. Lo lamento. No puedo remediarlo. Fue ella la que me abandonó y la que convirtió a mis hermanas en esas dos señoritas cobardes y blandas que me respetan, me sirven y me mienten.


XVIII

ESA NOCHE, TAN LUEGO como salió de mi cuarto, me desnudé y me tendí en la cama, estirado como un muerto. Coloqué las manos en la misma posición que tú las tenías, y en un lento, lentísimo recorrido, me puse a observar mi cuerpo pensando en las transformaciones que habría sufrido el tuyo. Me gustaba imaginar que me iba yo descarnando, como tú, y seguía el proceso eliminando poco a poco, como si quitara la cáscara a una fruta, la materia que cubría mis huesos. Casi veía mi esqueleto, íntegro, ordenado, tendido en los despojos de la caja. No hacía el menor movimiento: al principio, voluntariamente; después, porque estaba seguro de' que era inútil intentarlo. Estaba paralizado, imposibilitado para todo lo que no fuera esa quietud total, cotidianamente ensayada. Cuando el dolor y el frío eran ya muy intensos, empezaba a mover imperceptiblemente, como si no tuviera derecho a hacerlo, los dedos de los pies y de las manos. Y era como resucitar un poco, a escondidas de mí mismo, para volver a esconderme, de inmediato, en el sueño.
Esa noche, como todas, creo que soñé contigo. Digo "creo" rabiosamente, porque al despertar el sueño se me rompía en jirones y aunque hacía esfuerzos desesperados por recordarlo y ordenarlo, sólo quedaban de él pequeños fragmentos, ráfagas nebulosas que, no obstante, eran como una pista que me llevaba a ti. Retenía, recordaba, entre una serie de acontecimientos y personajes que habían huido irremediablemente de mi memoria, la cadena de tus llaves; o las manos de una de mis hermanas pegando un vaso que tú habías roto; o las espuelas de plata que te regalaron en Guadalajara y que te gustaban tanto; o a ti mismo, fugazmente, pero que en ese absurdo posible que es el sueño, eras otra persona.


XIX

AL DÍA SIGUIENTE, TEMPRANO, vine a verte. Me quedé parado mucho tiempo, contemplando la tumba. Igual que ahora. Sólo que aquel día ellas no estaban afuera, como en este momento, sino adentro. Las tres adentro, enterradas, una sobre otra, de cualquier modo. Y yo solo en el mundo, inacabablemente solo: sin ellas, sin ti, sin mí.
Recuerdo que dije en susurro una frase tonta, más adecuada a un accidente de aviación o a un terremoto, que a lo que en realidad me acontecía:
—Se murió toda mi familia.
Y de inmediato sentí que si todos me habían dejado para estar juntos allá abajo, apretados, como gatos recién nacidos dentro de un cajón, yo no tenía por qué venir a verlos, ni por qué estar ahí, contemplando la tumba y pensando en ti y en ellas.
Pero no era eso. No era eso. Tú no estabas ahí. Estaba yo. Y estaban también mi madre y mis hermanas. Afuera habían quedado, contigo, conmigo, tu mujer y tus hijas. Esas desconocidas, esas tramposas, esas dóciles que esperaban mis órdenes. Retrocedí a mi frase: "se murió toda mi familia". Ya no me pareció equivocada. Estrictamente eso había ocurrido. Yo no quería aceptarlo para no tener que señalar al culpable. Si crees que trato de encubrirte, te equivocas. Tú lo hiciste todo siempre, pero esto lo hice yo. Por culpa de ella, claro.
Quiero encontrarle atenuantes: su hijo, tan joven, y cargando ya con el peso de toda la casa.. Y entonces:
“Niñas, no molesten a su hermano que viene cansado...”
"Te esperé hasta que materialmente se me cerraron los ojos..."
"Tú puedes venir a la hora que quieras..."
"Como tú lo ordenes..."
"Como tú dispongas..."
"¿Permites que las niñas vayan a la fiesta de Carmen…?"
"Pensaba sacar unas telas en abonos... ¿tú qué dices?"
Yo sólo le decía que resolviera ella, que no tenía por qué consultarme. Pero jamás le grité, desesperado, que yo era su hijo, que tú te habías muerto, y que dejara de fastidiarme con sus consultas, sus atenciones y su obediencia.
Pobre. Sí, pobrecita. Como mi comportamiento se parecía al tuyo; como ella veía que yo reaccionaba igual a ti ("tú sabrás; yo no entiendo de eso, resuélvelo como quieras") tal vez se confundía y no podía diferenciarnos. Había en la casa otro hombre, la familia tenía otro jefe, pero nadie notaba, por imperceptible, esa hendidura que señalaba el cambio. ¿Cómo iba a notarlo ella si yo mismo la soslayaba, la ocultaba, la recubría y pulía los bordes para facilitar el paso de ti a mí?
Sin embargo yo sentía que estaba en todo mi derecho de prolongarte, de prorrogarte, de imitarte, hasta de calcarte si me daba la gana. Eso era asunto mío. Pero me parecía que ella no tenía derecho a mezclarnos porque al hacerlo yo era el que desaparecía y, no obstante, tú seguías siendo el ausente, el recordado, el insustituible. ¿Comprendes? No era posible tolerar que me tratara como si yo fuera tú, y que te llorara como si tú no fueras yo. Si allí seguías, en mí, era que estabas presente. Entonces, ¿qué ausencia lamentaba? Lógicamente la mía, la de su hijo que se había perdido dentro de ti. ¿No es eso? Pero si yo no había podido sustituirte, si yo no era tú, si yo seguía siendo yo, ¿por qué me trataba como a ti?
De todos modos yo no existía. Y ella, ellas, mi madre y mis hermanas, también habían dejado de existir. La cabeza me daba vueltas. No sabía si estaba yo ausente o si estaba muerto. No sabía si eso era la soledad o la nada. Como tenía que encontrar un sitio para mí, escogí tu caja, tu pedazo de tierra, tus gusanos, tus lagartijas y tu bugambilia. Como alguno de los dos tenía que proteger a tus mujeres, te representé en silencio. Como tenía que elegir entre la soledad y la nada, decidí ser mi propio compañero porque a nadie que no fuera yo mismo, o tú, podía permitirle que me acompañara. Quedé así como dividido en tres: el heredero de ti, el huérfano de ti, y el encargado de acompañarme y consolarme. El primero vivía tu vida resignado, con tu peso a cuestas; el segundo sufría tu muerte y su propia muerte, y el tercero, recién nacido, torpe, no sabía si hacerte reproches, para darme alivio, o sufrir conmigo tu ausencia. Era un ser dependiente, sin la menor iniciativa, cándido, cálido y fiel. Yo lo abandonaba o rescataba, algunas veces a mi antojo, las más, al tuyo. Sin duda tú estabas satisfecho de que se me hubiera ocurrido encontrar compañía, intimidad y consuelo en mí mismo, en una parte de mí, y no en alguno de tus amigos —que se desvivían por dármelos—, o en una mujer, o en el trabajo, o en las copas. Sí, tú estabas contento; pero a causa de ti, de tus constantes intervenciones, yo no podía lograr que él cobrara la fuerza suficiente para acompañarme realmente. Eras más fuerte que él y que yo. La más leve alusión a ti, aunque la hiciera yo para asegurarle que pronto lograríamos olvidarte, lo ahuyentaba. Y eras tú, lo percibía yo de inmediato, quien se plantaba, imperioso y cómodo, en el sitio que momentos antes él ocupaba levemente.
A veces, escapando de ti, y por ello sintiéndome solo, le pedía que permaneciera junto a mí más tiempo para que juntos fuéramos olvidándote, borrando tus fechas, destruyendo tus objetos. Pero tú, al acecho siempre, aparecías de pronto y me invadías tumultuosamente, arrasándolo todo. El huía asustado. Cuando al fin te alejabas, yo contemplaba mis despojos y tus señales, tus grandes huellas, imperativas, renovadas.
En voz muy baja lo llamaba y él iba saliendo de mí, temeroso. Se instalaba a mi lado para acompañarme... ¿acompañarme a qué? A padecer los amaneceres vacíos después de un sueño lleno de ti; a sufrir la nostalgia iracunda; a soportar tu ausencia y tu presencia tenaces, pegajosas, casi impúdicas, porque se posaban de continuo, como una mirada, en todos mis pensamientos, hasta en aquellos que premeditaban tu muerte total. Esa muerte acontecida para quienes podían dar cada día el paso que los iba alejando de ti. No para mí, en quien todo propósito de olvido remarcaba el recuerdo. No para mí.
Sin embargo dialogaba con él, con ese aliado inútil, esperanzadamente:
—Ya no lo recuerdo ni lo necesito. Ahora no es más que un montón de huesos y gusanos. Residuos, basura. ¿Te interesa a ti la basura?
—No, no me interesa.
—A mí tampoco, aunque esa basura sea él, aunque esos residuos sean de él. ¿Te interesa a ti que sean de él?
—No, no me interesa.
—No vamos a permitir que vuelva.
—No, no vamos a permitir que vuelva.
—¿No puedes decir algo tuyo? ¿Vas a pasarte la vida repitiendo lo que yo digo?
Y para no repetirlo, guardaba silencio.


XX

UN 10 DE ABRIL, durante la campaña, lo recuerdo muy bien, estuve a punto de recuperar mi vida: el Diputado me cesó. A los ocho días volvió a darme el empleo, "no porque te lo merezcas; lo que has hecho no tiene disculpa, sino porque tu padre fue un gran amigo".
Habíamos ido a un pueblo del estado de Morelos donde se celebraba una ceremonia en homenaje a Emiliano Zapata. Ante los campesinos de la región, graves, silenciosos, austeros, el Diputado pronunció, más bien repitió, el discurso que decía en todos los poblados:
"...la reivindicación de los sufridos hombres del campo que son el nervio vivo de la patria..."
"... la generosa sangre derramada en las trincheras revolucionarias..."
Y al final, eso de que "el señor Presidente es nuestro guía, nuestro paladín, y su patriótico ejemplo es faro de luz para todos los mexicanos...".
En los preparados silencios los campesinos aplaudían tibiamente, como autómatas.
Yo pensaba —pero pensaba solamente— en la diferencia que existe entre el Presidente que describen los políticos, sentado poco menos que a la diestra de Dios Padre, y en el transitoriamente sentado en Palacio Nacional, rodeado de lacayos, y oscilando entre escribir su nombre en las páginas de la historia o en los Bancos de Suiza.
Yo pensaba que todo aquello era una farsa indignante, pero un campesino lo dijo. Y dijo otras muchas cosas:
"... el nervio vivo de la patria se va a morir esperando la mentada reivindicación..."
"... mientras nos despojen y nos asesinen, mejor ni le hagan homenajes a Emiliano Zapata..."
"... y que no crea el señor Presidente que vamos a pensar que él es honrado mientras tenga achichincles rateros..."
Yo lo aplaudí larga y ostensiblemente. Tan ostensiblemente que el Diputado me cesó.
—¿No te das cuenta? ¡Imagínate nomás si el señor Presidente se entera de que uno de mis ayudantes aplaudió esa sarta de idioteces! Todos le debemos lealtad al señor Presidente y no podemos estar con quien lo ataca.
—Pero si no lo atacó... dijo lo que debe hacerse...
—¿Y quién es ese huarachudo para decirle al señor Presidente lo que debe hacerse?
—Bueno... es un ciudadano...
—¡Pues estaría jodido el señor Presidente si le hiciera caso a todos los ciudadanos! ¿No ves que son agitadores que viven criticando la obra de la Revolución?
El Diputado estaba furioso, jamás lo había visto tan alterado. Sentí temor. Volteé a ver al Chato Herrera y al "Quelite" Vargas, demandando su apoyo, pero ambos me hicieron señas de que me callara.
Entonces recurrí a ti y dije con firmeza:
—Mi papá también hubiera aplaudido. Como si te defendiera, el Diputado contestó rápido y categórico:
—¡Tu padre no era ningún pendejo! ¡Ya quisieras ser como él…!
Guardé silencio. Poco a poco fui bajando la cabeza. El Diputado me dio la espalda y se alejó. Todos lo siguieron. Me quedé solo.
Entonces, ¿no era yo tú?


XXI

NO QUISE CONFESAR QUE había perdido el empleo. Dije que me sentía enfermo y estuve dos días en la cama. Mi mamá no se separó de mi lado y aprovechó vorazmente el tiempo para hablarme de lo orgullosa que estaba, y que tú debías estar, de mí. Me habló también, en un tono de confidencia que me turbaba, de lo que habías sido para ella, de lo feliz que fue su matrimonio, de la falta que le hacías y de que su vida había terminado el día de tu muerte.
Poco a poco iba creciendo en mí una especie de ira celosa pero yo la dejaba crecer porque sentía que me estaba conduciendo a la verdad: ninguno de los dos aceptaba tu muerte; yo me había transformado en ti para que siguieras viviendo; mi madre lo sabía, lo disfrutaba, y fomentaba esa transformación que le permitía contemplarte, servirte, cuidarte, obedecerte.
En voz baja (para que no me oyeras), arrastrando las palabras, dándoles el untuoso tono de la perversidad, le dije :
—Pero acuérdate que nunca te sacaba a pasear, ni te traía ningún regalo... acuérdate cómo te gritaba cuando estaba enojado... acuérdate que todo se lo gastaba con los amigos... acuérdate...
También perversamente, pero en tono suave y con una estúpida sonrisa llena de nostalgia, contestó:
—Me acuerdo, me acuerdo, era igual que un niño.
No me rescató, no me salvó de mí mismo. Me dejó hundirme en esa ruindad repentina, improvisada, que sólo el amor puede provocar.
Si tú nos hubieses escuchado, en ese momento te sentirías más cerca de ella. No sólo me utilizaba para conservarte, sino que me obligaba a traicionarte. Y además, con fingida inocencia, simulando una actitud maternal y generosa que estaba muy lejos de sentir, desbarató mi plan de fijar su atención en tus defectos y fabricarle un rencor para que te olvidara. Entonces tú verías, desde allá, que yo era el único que seguía recordándote.
A pesar de sus protestas me levanté y me fui a la calle. Hubiera sido imposible permanecer un minuto más junto a ella, en esa intimidad turbia, en esa rivalidad, en ese forcejeo que tú provocaste, que yo percibía y aceptaba, y que ella fingía ignorar.
¿Que tú provocaste? No lo sé. Ahora mismo, después de cuatro años, no lo sé. ¿Realmente me disgusta ser tú, suplirte y recibir de todos el mismo trato que a ti te dieron? No lo sé. Yo habría podido decirle al Diputado que me recomendara en otra parte o que me diera una beca para estudiar una carrera corta. Habría podido aceptar el ofrecimiento de mi tía Lupe e irnos a vivir a Durango. Pero tú dejaste instrucciones y no me atreví a desobedecerlas. ¿O no quise? De cualquier manera, esto lo hicimos entre los dos. Somos cómplices. ¿Me disgusta ser tu cómplice?
Cuando estoy con mi mamá o con Elena lo veo todo más claro: cometiste un error, un gran error que ha quedado erguido como una columna en torno a la cual vivimos todos en una promiscuidad extraña que únicamente yo percibo y confieso. No, Elena la percibe también, cuando hacemos el amor, que es cuando nos sentimos más solos a causa de tu compañía. La percibe en mi repentino intento de abandonar su cuerpo, o en el tajo que asesto inesperadamente a una palabra cuya última sílaba, no pronunciada, le anuncia tu presencia. Al principio luchaba por ahuyentarte. ¡Ah, cuánto dolor, ternura, remordimiento y repugnancia —todo mezclado, revuelto, como un guiso plebeyo— me causaban sus esfuerzos para improvisar, para sorprenderme y retenerme con actitudes que ella suponía eróticas y que le resultaban nauseabundamente infantiles! Después comprendió que todo era inútil y te recibía en silencio, grave, paciente, atisbando en mis ojos y en mis palabras el momento de tu partida.

XXII

—"SEÑOR DIOS QUE NOS dejaste la señal de tu pasión y muerte en la sábana santa en la cual fue envuelto tu cuerpo santísimo cuando por José Nicodemus fuiste bajado de la cruz, concédenos Señor, ¡oh piadosísimo Señor!, que por tu muerte y sepultura santa sea enviada el alma de tu siervo Poncho Fernández... (¡es el colmo, carajo, Poncho, Poncho, carajo!) a donde tú vives y reinas por los siglos de los siglos amén."
Mis hermanas repiten mecánicamente. Yo guardo silencio, tenso, iracundo. Mi mamá me observa pero hasta el final de cada oración reclama:
—¡Ay, Luis Alfonso, por lo menos di “amén”!
—Amén.
Y luego la pregunta estúpida.
—¿Por qué no le rezas?
Y yo pienso: ¿a quién? Rezan por su alma. La mía, distorsionada, y yo, partido en dos, vivo y muerto, no puedo rezarme... aunque podría hacerlo por mitad.
Siguen, siguen... "Torre de marfil... ruega por él... (¿hablan de nuestro escondrijo?)..." "Arca de la Alianza... ruega por él... (nuestra alianza, papá)..."
Y yo contesto fuerte, mirándolas fijamente y remarcando mi respuesta con un infinito deseo de que me entiendan:
“¡RUEGA POR MI!”
Pero no entienden nada. Son una viuda y unas huérfanas falsas, disfrazadas de luto, que jamás comprenderán lo que nos sucede.
La letanía es eterna, las oraciones son tontas, complicadas, inadecuadas para nuestra situación. Están murmurando algo absurdo y ajeno por completo a nuestra vida y a nuestra muerte. Sería preferible que cantaran una canción ranchera para ti, y para mí una de esas románticas y desesperadas en las que el amor y el odio se mezclan tan naturalmente.
Pero pobrecitas, ¿cómo lo van a entender si yo estoy de pie, vivo, con mi corbata negra y mi traje heredado, y tú, según ellas, estás envuelto en una mortaja, desintegrándote, con las manos putrefactas y entrelazadas, con las que, si pudieras y, sobre todo, si ya lo entendiste, las golpearías en la boca para que no siguieran inventando que estás muerto y rezándote mecánicamente?
Suspiros finales, llanto moderado, una última mirada a la tumba que ha quedado regada, limpia, cubierta de flores, "a todo dar" —dirías tú— y a emprender la marcha hacia la casa en la que volverás a estar presente, vivo, autoritario, obedecido. No tú, yo. Es igual. Allí las dejaré, descansando de la ruda faena, y sin explicación alguna me iré a reunir con Elena, donde también te encontraré presente, vivo, instalado. Ya ha sucedido, será igual: fingiremos que no es así, que ya no existes, hasta que por mi conducto te aparezcas para exigir tu parte en todo, hasta en los momentos más íntimos que esperanzadamente imaginamos deleitosos, y que tú y yo convertiremos en una atormentada rivalidad. Ya en la cama le diré:
—Vengo del panteón, es aniversario.
—Ah, sí, hace cuatro años.
—Qué bien te acuerdas.
—No, tú me lo recordaste, en realidad lo había olvidado.
—¡Júrame que lo has olvidado, que jamás piensas en él, que gozas más conmigo, que no hay comparación!
—Te lo juro, créeme, mucho más, no hay comparación.
—Pues lo estás ofendiendo, ¿te das cuenta? ¿Por qué te acostabas con él si no te gustaba?
—No es eso, amor, me gustaba, pero tú...
—¡Ah, te gustaba, ¿no acabas de decirme que no? ¿No acabas de decir que no hay comparación? Entonces nos comparas, no lo niegues!
—¡Por favor, entiéndeme!
—No, no lo puedo entender. Quédate pensando en él, yo me voy para siempre, no tengo nada que hacer aquí. Es inútil, es imposible. Se apretará las sienes, como de costumbre, y dirá:
—¡Sí creo que es imposible, lo hiciste imposible desde siempre... cada vez es lo mismo, me voy a volver loca!
Me asustaré, me suavizaré:
—Lo haces imposible tú, amor mío; sería tan, fácil: él está muerto, yo estoy vivo...
Se lanzará a mis brazos, me abrazará apasionada:
—¡Eso es, amor, tú estás vivo, yo estoy viva, olvídalo!
—¿Lo has olvidado tú?
—¡Sí, sí, completamente!
—Pues con cuánta facilidad olvidas; él no se merece esto, parece que hablaras de un cualquiera, de una aventura.
Entonces gritará histérica:
—¡Te odio, lo odio, déjenme en paz, lárguense!
Y tú y yo, ofendidos, tomados de la mano, saldremos de esa casa y de esa mujer que tampoco entiende. Daremos un portazo muy fuerte, muy varonil, para que se asuste, y volveremos, papá, cuando ya esté más calmada. ¿Cómo vamos a abandonarla? Te quedarías solo, me quedaría solo. Y entonces, al olvidarla, tú y yo nos separaríamos... que es justamente lo que voy a hacer, pero lo voy a hacer yo, no tú, porque ya estoy harto de ti, harto, harto. Yo también te odio, y Elena y todos. Lo que mi mamá dice son puras mentiras y cursilerías, y a mis hermanas no les importas absolutamente nada, ¿lo oyes, lo oyes? ¡Poncho Fernández! Me estoy riendo de ti, ante tu propia tumba, me carcajeo, ¿me oyes, me oyes? No papá, no es cierto, palabra que no es cierto. Quedó preciosa la tumba, mira cuántas flores húmedas, frescas... y todo tan limpio... brilla tu nombre, Luis Alfonso Fernández. Cualquiera que pase lo verá y pensará: "a este hombre sí que lo recuerdan y lo quieren". ¿Ya no estás enojado? Compréndeme, por favor, a veces me desespero... ¡Es que sin ti todo es tan distinto... y tan igual!


XXIII

FUE CUANDO CUMPLIMOS DOS años de muertos. Me acuerdo que no quise ir en la mañana al panteón, con ellas, porque me molesta esa procesión familiar y me aburren los rezos. No sólo por eso, la verdad es que prefiero ir solo. A veces, sin hablar, naturalmente, te platico de tus amigos y te informo que ya los quiero un poco porque son muy buenos conmigo. A veces te reclamo; a veces lloro, pero al ratito me seco las lágrimas, digo la peor de todas las leperadas que conozco, doy una patada a la reja de alambrón y me voy corriendo. Cuando ya estoy fuera del cementerio, en la calle, empiezo a hacer puras vulgaridades: le digo un piropo obsceno a la primera muchacha que pasa junto a mí; si hay una cantina cerca me meto y golpeo la barra para que me atiendan, pido una cuba libre y luego grito que es una porquería, aviento un billete y dejo la bebida intacta.
A eso no he aprendido, de plano no me gusta tomar. La única vez que lo hice y que me puse "hasta las manitas", como dice "El Quelite" Vargas, se me olvidó que te habías muerto, llegué a la casa muy tarde, tambaleándome, y le pedí a mi mamá que no te dijera nada porque te ibas a enojar .
Se me quedó viendo, asustadísima:
—¿Qué dices, hijo?
—Que no vayas con el chisme, ahorita me acuesto y se me pasa.
Me acosté y me dormí inmediatamente, como un tronco.
Cuando desperté a la mañana siguiente, ya muy tarde, vi a mi madre sentada en la orilla de la cama mirándome con gran angustia. No se había separado de mí un solo instante. Ya la iba a abrazar, agradecido, conmovido, cuando la muy torpe me contó lo que yo le había dicho al llegar. Y luego, antes de que yo pudiera decir nada:
—¡Pobrecito mío, no te haces a la idea! Yo tampoco, hijito, yo tampoco; desde que se fue es como si yo también me hubiera muerto.
Sentí como un golpe en la cabeza y le pregunté abrupta, ferozmente:
—¿Y por qué no te matas?
—¡Ay, hijo, qué cosas tan horribles dices!
—No tienen nada de horribles; no se puede vivir muerto, ¿o sí?
Se tiene que vivir hasta que Dios lo disponga.
—Ah...
Siempre está actuando, siempre se mete, nunca nos deja en paz. Dizque se siente muerta, sí, cómo no... ¿qué sabe ella de eso? Lo dice y me ofende. Entonces, ¿yo qué soy? ¡No puedo, no puedo más con este triángulo del diablo! ¿Es tonta o perversa o qué?
Jamás he vuelto a tomar una copa. No le voy a hacer el juego.
Sí, era el segundo aniversario. Fui al panteón solo, en la tarde, te llevaba unas flores pero al llegar me quedé sorprendido porque Elena —entonces no sabía quién era— estaba allí, vestida de negro, con la cabeza baja, tal vez rezando.
Pasé de largo y me detuve en la tumba de Esperancita Larios. Elena no me vió, estuvo todavía un rato, se persignó y se fue. Yo le dejé las flores a Esperancita y la seguí. Afuera la esperaba un taxi. Me metí apresurado a la camioneta y la seguí hasta que llegó a la colonia Santa María. Me fijé muy bien en la calle y en el número de la casa.
Pensé muchas cosas, menos lo que averigüé después. No se me ocurrió porque Elena es muy joven; ahora tiene veintinueve años, de modo que hace dos tenía veintisiete, sólo diez más que yo. No me fijé si era bonita o fea, la verdad. Lo único que me interesaba era saber quién era.
Me fui directamente a buscar al "Quelite" que es el que más platica conmigo, el más sincero, como buen norteño, y el único que a veces se atreve a decir las verdades y a poner del asco al Subsecretario, a todos los políticos y hasta al Presidente de la República. Claro que no en sus propias caras, pero los otros ni en presencia, ni en ausencia y creo que ni en pensamiento. Lo que cuidan, en lo que se esmeran, es en que el jefe confíe en ellos. Así, según vaya ocupando cargos más importantes, ellos progresarán y, sobre todo, serán más influyentes. No mejores, simplemente más poderosos. Les preocupa el poder, que casi nunca se gana por méritos propios (nuestro jefe es tonto, mentiroso y ratero) sino por la manipulación de otros, más poderosos.
Yo todavía no sé muchas de esas cosas. A veces los ayudantes andan preocupados y a veces muy contentos. No me dicen por qué y yo no pregunto. Pero nada de lo que veo me gusta. Caminan como por túneles oscuros que no sé a dónde conducen.
Odio al tal Subsecretario, sobre todo cuando se acuerda de ti y te elogia: "¡Ah, cómo extraño a Poncho Fernández, tan chingón!" ¿Por qué no dice: "cómo extraño a mi amigo Poncho"?
Si yo me muero no me extrañará, nadie me extrañará porque yo no soy chingón ni pienso serlo nunca. Bueno, tampoco pensaba ser Ayudante de Político y eso es lo que soy. Eso y muchas otras cosas que sólo yo entiendo. Si mi mamá se enterara se moriría de veras, no de palabra, como ahora presume de que lo está. Y a lo mejor le daría tantas vueltas al asunto, diría tantas mentiras y haría tantos aspavientos, que yo no me enteraría nunca si le importaba o no.
Al "Quelite" le pregunté:
—Oye, ¿quién será una muchacha que estaba rezando en la tumba de mi papá? Noté su sobresalto, pero se contuvo y me dijo:
—Sepa...
—Tú has de saber, "Quelite", eras muy su amigo.
—Su amigo, no su gendarme. Yo no sé nada.
—Vive en la colonia Santa María.
—¿Y qué con eso? Muchas gentes viven en la colonia Santa María.
—Pero no van a rezarle a mi papá. Quiero saber, tengo derecho.
—No, no tienes derecho y no estés fregando.
—Te voy a fregar hasta que me lo digas.
—Pues no te voy a decir nada.
—Entonces le voy a preguntar a ella. La seguí y vi cuando entró a su casa, con su llave.
"El Quelite" cambió por completo; abandonó su aparente indiferencia, pasó su brazo sobre mis hombros y me dijo:
—Vamos.
Fuimos, naturalmente, a la cantina de siempre y nos sentamos en el mismo sitio donde aquella vez jugamos a las vencidas.
—¿Qué quieres tomar?
—Nada.
—Tómate una, muchacho.
—No, ni una… Ya dime, “Quelite”.
Él pidió su tequila, pero insistió en que fuera triple, no doble como acostumbra. Me extrañó.
—Ya dime.
—No comas ansias. Lo único que te voy a decir es que no vayas a verla. No debes ir. Por ningún motivo, ¿entiendes?
—No, no entiendo y si no me dices, voy. ¿Quién es?
—Pues no sé, chingao... alguna pariente, alguna amiga, alguna conocida de tu papá.
—¿Y por qué no puedo ver a sus parientas o a sus amigas? Hoy mismo voy a darle las gracias por visitarlo y rezarle.
La amenaza lo decidió:
—No nos hagamos pendejos. Tu papá era hombre, ¿no? Pues con eso está dicho todo.
Claro, con eso estaba dicho todo. Ser hombre, para ellos, es tener muchas mujeres: esposa y todas las que se puedan tener. Mientras más mujeres se tengan más hombre se es.
Me acordé de lo que dijo una vez Pepe Lara, en esa misma cantina: "Se me amontonó el quehacer; voy a echar un volado para ver cuál gana". Y luego, riéndose estrepitosamente: "Sólo si cae de canto me voy a mi casa".
Y recordé también que, para darle gusto, yo tenía dos novias, y que terminé con ellas cuando él se murió. (Por cierto, una de ellas se llama Elena... sí, Elena... qué chistoso.)
De pronto todas mis urgentes preguntas al "Quelite", y sobre todo mi amenaza y la situación de delator en que con ella lo puse, me parecieron injustas. Y me sentí como un niño imbécil, caprichoso, chantajista, a quien el noble amigo de mi padre debería haber mandado al diablo, en vez de tratar de protegerlo, como lo hizo.
—Perdóname, "Quelite", soy un reverendo pendejo y tú eres un cuate a toda madre, ¡palabra!
Deliberadamente usé el lenguaje de ellos para que se sintiera bien. O no sé si, en el fondo, para que se confiara y poder averiguarlo todo.
—¿Y nomás esa tenía?
—Sí, se clavó de a feo, lo traía de un ala.
—¿Y por qué no se divorció y se casó con ella?
"El Quelite" abrió los ojos como platos:
—¡Válgame!, sigues pendejo, ¿cómo crees?
—¿Y la otra se conformaba?
Más le valía. Poncho nunca soltó rienda, se las traía cortitas y a Elena (allí reveló el nombre sin fijarse) más que a ninguna pa'no demostrar su debilidá. Ya sabes cómo son: te notan que las quieres y se te trepan.
No, yo no sabía. Entonces no había ni querido ni tenido a ninguna mujer. Y ahora que la tengo, como es de los dos, debo tratarla a mi modo y al tuyo, como yo soy y como tú eras. Si algún día llegas a morirte le diré cuánto la amo. ¡Cuánto te amo, Elena, ah cuánto te amo Elena, amor, cuánto te amo! ¡Qué necesidad de acurrucarme entre sus brazos y decirte cuánto te odio, papá, cuánto te odio!


XXIV

JAMÁS HABÍA VISTO PALIDEZ igual. En algunos libros he leído muchas veces esas cosas en que uno ni se fija: "al oírlo palideció", "su palidez era semejante a la de un muerto", "la revelación lo dejó pálido y mudo", etcétera, etcétera. Y eran puras frases. ¿Cómo va uno a saber si el escritor dice lo cierto o sólo inventa para impresionar?
Cuando me abrió la puerta se puso pálida como una muerta. Esto lo digo yo, lo vi yo y es cierto. Soy de la misma estatura de mi papá, con un parecido notable y llevaba puesto su traje negro, el que me arreglaron. Además, jugaba con la cadena de las llaves.
Palabra, se puso pálida, yo creí que se iba a desmayar. Sobre todo cuando fingiendo la mayor naturalidad y mirándola fijamente le pregunté:
—¿Puedo pasar, Elena?
No contestó, claro, pero como la puerta estaba abierta yo entré y ella tuvo que seguirme y cerrar.
La sala era grande, bien amueblada pero común y corriente. No había nada que pudiera llamar la atención. Creo que hasta se parecía un poco a la sala de mi casa. Busqué con los ojos algún retrato tuyo. No, ninguno.
Ella dijo por fin:
—Siéntese.
—Gracias.
Bajó la cabeza y no hizo comentario. Yo comprendí y dije:
—Mis hermanas no se parecen nada a mi papá. Se me quedó viendo con gran extrañeza.
—¿Tus hermanas?
—Sí.
—¿De qué hablas?
—Pues de mis hermanas.
—¿Hermanas hermanas tuyas?
—Sí, más chicas que yo. ¿No se lo dijo?
—Me dijo que eras su único hijo. Nuca mencionó a tus hermanas, creo que estás inventando.
—No, son gemelas, yo les llevo seis años.
Quedó en silencio, como pensando profundamente. Luego dijo para sí: "Increíble".
—¿Por qué increíble? Le estoy diciendo la verdad.
—Sí, sí, te creo.
Y luego, mirándome a los ojos, en un tono distinto, rencoroso:
—Para tu padre no existían. Creo que tú eras lo único que existía para él.
Después, bruscamente:
—¿Quieres un café?
Y yo, en otro mundo ya, en nuestro mundo, infinitamente feliz, como si estuvieras sentado junto a mí, otra vez la frase cortés y tonta:
—Si no es mucha molestia.
Me quedé solo, no en su sala, no con tu amante. Nada de eso: entre nubes, como flotando en esa revelación de tu amor por mí, de tu preferencia, tan marcada, tan confesada, que había sido capaz de quitarle la vida a mis hermanas, a tus propias hijas. Yo era tu personaje único, como tú eres el mío. Y ahora lo sabía por Elena, ella me lo había dicho abierta, naturalmente. Ella misma se colocaba en un plano inferior: "eras lo que tu padre más quería en el mundo".
Yo entonces no entendía bien eso de la inmensa gama de las reacciones que hay en el amor de un hombre y una mujer, pero instintivamente sentí que sintió celos. Tampoco sabía que los celos pueden llevar al centro mismo de los infiernos y que una persona tierna y noble puede convertirse súbitamente en un satánico y refinado verdugo. O en asesino. O en un solitario si no puede razonar su iracundo dolor, en ocasiones tan infundado y tan injusto y tan justo, porque el amante que no cela al amado actúa el amor pero no ha tocado su fondo devorador y misterioso. Tal vez digo tonterías: hay gentes suaves, hay amores tranquilos y, sobre todo, hay seres humanos tan diferentes que no puede existir un modelo de amor. Cada uno lo siente y lo vive a su modo. Yo sólo puedo hablar de mis amores y mis odios: es lo mismo. De los que te tengo a ti, papá, por muerto y por vivo; del que me tengo a mí, por las mismas causas de muerte y vida, y del que le tengo a Elena por tuya y por mía, por el inefable, delicioso horror de compartirla.
Regresó a la sala. Seguramente los momentos que se alejó los empleó para suavizarse. Yo, después de lo que me había dicho le estaba tan profundamente agradecido, que mi deseo de agredirla se transformó en el de halagarla, en el de acercarme a ella, en el de que habláramos de ti. Los dos, tu amante y tu hijo, recordándote, haciéndote vivir este encuentro en el que tú nunca pensaste y que en vida (hablo como si no la tuvieras) habrías evitado.
Sin embargo, corté la visita bruscamente. Estaba demasiado turbado. Tenía que disfrutar a solas mi importancia y allá, muy en el fondo, tenía que ocultar mi gratitud hacia Elena y cierta excitación distinta a todas las que yo había sentido antes.
Elena me gustó, así, rotundamente, Elena me gustó, pero como en ese momento no sabía si era porque a ti te gustaba, me era necesario estar a solas para averiguar si era mi propio gusto o un reflejo del tuyo, o las dos cosas.
Todavía lo estoy averiguando, papá, hoy que se cumplen cuatro años de tu muerte, dos de que vi a Elena por primera vez y un año diez meses de que es mi amante.
A qué grado he sido sincero y falso durante todo este tiempo, sólo yo puedo saberlo, Elena sufrirlo y gozarlo y tus amigos desconocerlo. Están asustados. No entienden nada y quieren entender. Yo me divierto. Ahora todos ellos son los adolescentes y yo el adulto que escucha sus preguntas, no las contesto, sonrío y les doy en la espalda unas palmadas paternales que los sacan de quicio. "El Quelite" Vargas se siente culpable de todo, el Chato Herrera opina que deben encerrarme en un sanatorio para enfermos mentales, y Pepe Lara está convencido, y me lo dice, de que soy "un degenerado y un reverendo hijo de puta". A Elena la detestan. Según ellos está jugando conmigo, soy un corderito entre sus garras sabias y malignas. Caí en su trampa.
Y la verdad es que yo, sin que Elena pudiera defenderse ni explicárselo, la hice caer en tu fosa y en tu cama, y que en ambas nos amamos, nos torturamos y nos gozamos los dos, los tres, intensamente, desesperadamente inseparables hasta que yo quiera matarte, papá, porque si vives aún es porque yo así lo dispongo, así te lo ordeno. Eso quiero que lo entiendas bien. No soy tu esclavo, soy tu dueño, y puedo quitarte o darte la vida. Soy Dios. Es magnífico ser Dios. ¡Resucita, Poncho Fernández! ¡Muérete, Poncho Fernández! Y a ti no te queda más que obedecer. ¡Tan arrogante que eras y mira a lo que has llegado! Disfruta el poder de tu hijo. Querías que fuera poderoso, pisara fuerte y llegara muy alto, ¿te acuerdas? Pues llegué a una altura que jamás pudiste calcular, ni imaginar siquiera. Soy Dios.
SÍ, DIOS.
Pero ¿sabes papá? Te lo digo quedito, al oído, sin que me veas, sin que nadie nos oiga. Lo que yo quisiera es: no ser el marido y el hijo de mi mamá; ni el padre y el hermano de mis hermanas; ni, por ser hijo tuyo, el amigo de tus amigos; ni el protegido y ayudante de un político; ni tu rival y tu cómplice; ni yo-tú, ni tú-yo; ni el amante a medias de Elena. Lo que yo quisiera, papá, es tener otra vez seis años y oírte decir: "vámonos a dar una vuelta", o "verás cómo nos vamos a divertir", o "voy a llegar tarde, hijo, pero si piensas en mí todo el tiempo tal vez regrese más temprano".
Eso, papá, que ya no puede ser, o que en este justo momento, hoy que es tu cuarto aniversario, aquí, de pie ante la tumba, suceda lo que he deseado intensamente, todos, todos los días: morirme, tener mi caja, mi lápida, mi reja de alambrón, mi cruz, mi bugambilia, mi lagartija, y mis propios gusanos, mis propios gusanos, míos, míos.
Tengo derecho, ya que no lo tuve a la vida, a tener una muerte entera. ¿Me comprendes, papá? Enteramente mía.
Entonces.....
—¡Ay, Luis Alfonso, por lo menos di amén!
—Amén.



Escritora que, como Juan Rulfo, sólo publicó dos libros y, sin embargo, es uno de los pilares de las letras mexicanas contemporáneas. Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico "Torerías" y en la revista "El Sol y Sombra", en los que firmó como Pepe Faroles.
Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie "Voz viva de México" . En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. Sus amigos cercanos la llamaban "La peque".

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